El pasado sábado la Plaza de la Revolución fue escenario del desfile militar preparado en conmemoración de los cincuenta años del desembarco del Granma. El desfile fue el acto final de una serie de actividades artísticas y culturales que tuvieron lugar en días anteriores bajo el auspicio de la Fundación Guayasamín para celebrar el octogésimo […]
El pasado sábado la Plaza de la Revolución fue escenario del desfile militar preparado en conmemoración de los cincuenta años del desembarco del Granma. El desfile fue el acto final de una serie de actividades artísticas y culturales que tuvieron lugar en días anteriores bajo el auspicio de la Fundación Guayasamín para celebrar el octogésimo aniversario del nacimiento de Fidel. Pese a que éste aún se encuentra convaleciente estaba en el ánimo de los centenares de miles que acudieron a la plaza la posibilidad de que el Comandante hiciera su primera aparición pública desde finales de Julio, cosa que no ocurrió. Los magníficos discursos pronunciados días anteriores por el Canciller Felipe Pérez Roque y por el Vice-Presidente del Consejo de Estado de Cuba, Carlos Lage, insinuaban cautelosamente esa posibilidad al ratificar el constante involucramiento de Fidel en el manejo de los asuntos del estado. Sin embargo, su tan esperada aparición no tuvo lugar.
Pese a ello, la revista militar fue una experiencia muy reveladora. No sólo desfilaron las tropas sino que, después del paso de los diversos regimientos de la infantería, la aviación, tanques y vehículos lanza-misiles, cerró la marcha una compacta muchedumbre cuyo número había sido originalmente estimado en trescientos mil pero que, gracias al entusiasmo y al fervor militante de los cubanos, doblaron con creces esa cifra. Extraño espectáculo si los hay es ver en América Latina un desfile militar cuya amistosa retaguardia esté formada por una multitudinaria marcha popular. En nuestros países, pueblo y fuerzas armadas son, salvo contadas excepciones, polaridades que se repelen recíprocamente: uno, luchando por su emancipación; las otras, reforzando por medio de la violencia la sumisión y subordinación del primero. En Cuba, en cambio, la revolución forjó una sólida amalgama entre pueblo y fuerzas armadas. Estas son el pueblo en armas, y esa identidad se confirmó en la plaza. Cerraban la parada militar gentes de toda condición portando miles de carteles hechos con cualquier clase de material y con todo tipo de leyendas. Esta escena revelaba dos cosas: por una parte el carácter voluntario de la participación popular. No hay en Cuba «acarreos» de masas hambrientas o de desocupados, ni buses contratados por los organizadores para «movilizar» a los protagonistas. Esa gente fue toda a pie desde sus barrios. En segundo lugar, el fresco espontanteísmo con que cada quien exhibía las consignas escritas en sus improvisadas pancartas que iban desde un romántico «Fidel te quiero» hasta un «Bush, si los mandas pa’cá no vuelven pa´llá», en clara alusión a lo que podría ocurrirle a las tropas estadounidenses en el hipotético caso de una intervención armada para promover en Cuba un «cambio de régimen» como el que fuera practicado en Irak.
En su intervención Raúl Castro, quien habló como Ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, reiteró el ofrecimiento de «resolver en la mesa de negociaciones el prolongado diferendo entre Estados Unidos y Cuba» a condición de que Washington acepte dialogar de igual a igual con el pequeño y valeroso David caribeño, respetando la soberanía nacional cubana y absteniéndose de intervenir en sus asuntos internos. Dijo también que «estamos dispuestos a esperar pacientemente el momento en que se imponga el sentido común en la conducta de los círculos del poder en Washington.» Conviene recordar, al respecto, que hasta ahora Fidel ha tenido que vérselas con diez presidentes de los Estados Unidos: Eisenhower, Kennedy, Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan, Bush padre, Clinton y Bush hijo, la mayoría de los cuales ya han sido sepultados con pena y sin gloria por la historia mientras el líder cubano se ha ganado, por su coherencia, su generosidad y su inquebrantable adhesión a los ideales del socialismo, un sitial de privilegio que comparte con apenas un puñado de grandes personalidades del siglo veinte. Mientras aquellos montaban y financiaban la Escuela de las Américas, donde unos sesenta mil oficiales de las fuerzas armadas latinoamericanas fueron instruidos por la «democracia» del Norte en las técnicas de la tortura y el terrorismo de estado, Fidel creaba la Escuela Latinoamericana de Medicina, becaba masivamente estudiantes del Tercer Mundo para estudiar en Cuba y enviaba a sus médicos y enfermeras a más de sesenta países a brindar atención médica a los pobres, sin recibir un centavo como contraprestación y sin exigir «royalties», regalías o remesas de utilidades. Mientras los primeros defendían a la industria farmacéutica norteamericana y vigilaban celosamente el pago de las patentes de sus medicamentos, el segundo los fabricaba y distribuía gratuitamente. Si para aquéllos la salud era una espléndida oportunidad para hacer negocios (y la industria farmacéutica es una de las que disfruta de las más altas tasas de rentabilidad), para Fidel es un derecho humano básico que hay que preservar al margen de cualquier consideración mercantil. No es por azar que aquellos presidentes y el cubano ocupen lugares tan distintos a la hora de efectuar un balance histórico.
¿Y de Fidel qué? Más allá de las conjeturas y especulaciones lo cierto es que el Comandante está librando la batalla más difícil de su vida, pero con su disciplina, paciencia y vitalidad cada día gana una partida. Pruebas al canto: la primera edición del hermoso libro «Cien horas con Fidel», que recoge sus diálogos con Ignacio Ramonet, apareció en Agosto de este año. Sus setecientas y pocas páginas habían sido previamente revisadas por Fidel con la minuciosidad que caracteriza todos sus actos. Esa revisión de ninguna manera implicaba un acto de censura, como bien se encargó de señalarlo el propio Ramonet en el Teatro Karl Marx el día de la clausura del programa elaborado por la Fundación Guayasamín, sino que el Comandante se dedicó a corregir la exactitud de algunas fechas, agregar evidencias en respaldo de ciertos datos históricos e introducir correcciones de estilo como -según lo asegurara el propio García Márquez en más de una ocasión- sólo podían hacerlo quienes tuvieran un excepcional dominio de nuestra lengua. Pocas semanas después, en su forzoso retiro, Fidel volvió a leer el texto y encontró algunas imprecisiones en sus dichos y errores de imprenta que lo persuadieron de la necesidad de publicar una segunda edición del libro, misma que apareció en Septiembre en coincidencia con la Cumbre de los No-Alineados. ¿Quedó satisfecho Fidel luego de esta segunda revisión? No, por supuesto. Bien pronto Ramonet y sus atribulados editores se enterarían que de la relectura que hizo Fidel habían sido puestas al descubierto nuevas ambigüedades y algunos pequeños errores formales que, sumados a las nuevas preguntas que el Director de Le Monde Diplomatique introdujera para la edición francesa del libro, cristalizaron en una tercera edición que ahora consta de 813 páginas. ¿Qué prueba esto? Dos cosas: primero, que Fidel sigue trabajando, con el cuidado y la prolijidad con que hizo todo en su vida; segundo, que su extraordinaria lucidez sigue intacta, descubriendo errores e imprecisiones allí donde la avezada mirada de sus interlocutores encuentra un texto impecable. En suma, corrobora que Fidel se está reponiendo de un cuadro muy complejo pero que está entero. Y que con esa misma lucidez, rigurosidad y perseverancia con que hoy relee y corrige incesantemente un escrito que sintetiza más de medio siglo de luchas por la emancipación de América Latina libra una batalla, que descontamos será exitosa, para poner fin a la amenaza que hoy se cierne sobre su salud.