Después de muchos intentos fallidos el pasado noviembre pude asistir a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL), considerada la segunda en importancia alrededor del globo y únicamente superada por la Feria de Fráncfort. El acto se celebra cada año y se prolonga durante nueve días. En los medios es común referirse a la […]
Después de muchos intentos fallidos el pasado noviembre pude asistir a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL), considerada la segunda en importancia alrededor del globo y únicamente superada por la Feria de Fráncfort. El acto se celebra cada año y se prolonga durante nueve días. En los medios es común referirse a la FIL como «la gran fiesta de los libros», «un festín literario» o «un banquete cultural». Y en gran medida lo es. Quienes crecimos entre letras y encontramos placer en el aroma de toda biblioteca antigua, quienes vivimos de la palabra escrita y pasamos muchas de nuestras horas desentrañando frases ajenas a fin de formar un código inteligible en un proceso de traducción que finalmente es, en sí mismo, escritura, la FIL es una delicia exigente y agotadora. Se requiere de considerable tiempo para recorrerla sin la sensación de apenas haber caminado por sus pasillos, de ánimo y energía para leer a conciencia y elegir entre las opciones que ofrece el programa de actividades, y de un presupuesto infinito capaz de satisfacer ese ávido apetito que no hace sino crecer a cada paso.
Un incidente interrumpió el gozo para recordarme que no hay felicidad completa, ni siquiera en el acto íntimo de deslizar la mirada por las portadas de miles de volúmenes: más de una casa editorial contrata a mujeres del todo ajenas al oficio de librera para que vistan un atuendo caricaturesco y contribuyan a incrementar las ventas. En el stand de la editorial mexicana Esfinge una joven, disfrazada de Cleopatra, sonreía mientras tensaba el dobladillo del faldellín de gasa que apenas cubría la parte alta de sus muslos. Frente al puesto de Conamat, una empresa dedicada a impartir cursos de recuperación y propedéuticos universitarios, orgullosa de producir sus propios materiales didácticos, se erguía un imponente maniquí humano de ceñido traje negro quizás recién llegado de Europa del Este. Las palmas, sin embargo, se las llevó Random House Mondadori, cuyas vendedoras calzaban botines estilo Peter Pan y portaban un minivestido negro en el que se leía, a la altura de las nalgas, la leyenda leer es sexy con letras blancas (los vendedores vestían una convencional camiseta con el mismo lema impreso en el extremo superior izquierdo, combinada con vaqueros igualmente olvidables…).
Desconozco si en algún país del globo se ha proscrito el empleo denominado edecán, azafata o promotora según la geografía hispanohablante. Me pregunto si quien esto lee sabe que en ese empleo las mujeres son clasificadas (VIP, Plus, AAA, AA, A1, B…) promovidas en catálogos fotográficos y pagadas conforme a su estatura, procedencia, medidas corporales, color de tez, largo de cabello o edad. Ignoro si en alguna latitud ese empleo no se basa en dos nociones fundamentales del machismo que tan a gusto se encuentra en el reino del capital: a saber, que una mujer atractiva según los cánones del momento es la mejor herramienta de marketing para cualquier producto o servicio, y que todos los hombres padecen una debilidad genética que los hace obnubilarse y aflojar el bolsillo cuando se les alborotan las hormonas.
No se me malinterprete: seré la primera en reconocer que un buen lector suele ser un gran conversador y tener buena ortografía, dos cualidades que calificaría sin reparo de sexy. Lo que fastidia (además de la carencia de gente que domine el arte de conocer, seleccionar y ofrecer libros en un establecimiento organizado para ello) es la sorprendente facilidad con la que se ha instalado el uso comercial del cuerpo femenino en el terreno de la cotidianidad y su normalización al punto de que plantear su primitivismo suscita, en el mejor de los casos, desconcierto y, en el peor, muecas de hastío. Pero es justamente esa soltura de la sinrazón lo que obliga a recordar que la raíz del maltrato hacia las mujeres nace en considerarlas como algo que está a disposición de todos, que facilita transacciones y que puede usarse como ornato o carnada. Esa es la idea que subyace a un vasto continuo que va desde los concursos de belleza y la exhibición de la intimidad de las mujeres que son figura pública hasta los golpes y el abuso sexual, sin olvidar el hostigamiento en las calles disimulado de creativos piropos y el acoso en el entorno laboral.
Hay violencias de por sí abominables que, bajo determinada luz, resultan aún más chocantes. La pederastia, por ejemplo, siempre condenable, adquiere proporciones monstruosas cuando es perpetrada por sacerdotes católicos. Después de todo, es en ellos en quienes, según pregona el propio discurso de la institución que representan, habita la bondad y el amor espiritual por el prójimo. La violencia psicológica, física y sexual entre amantes también entraña una aberrante contradicción: ¿quién sino la pareja habría de procurar un entorno de seguridad y tranquilidad? Guardadas las distancias, si bien tenemos décadas de entrenamiento para dar por descontada la multiplicidad de rostros y cuerpos de mujer al servicio de grandes y pequeñas marcas en la competencia rapaz del mercado, ¿acaso es legítimo trasladar el objeto libro a esa jungla y, además, contagiarse de sus peores vicios?
Ojalá el precario empleo de edecán, azafata o promotora muera de arcaísmo, como injustamente pasó con el oficio de cajista o el de amanuense. Mientras ese improbable día llega, más nos valdría que el mundo de la cultura, ese que se jacta de acoger y difundir la sabiduría y ser uno de los motores del progreso, rehúse en adelante sumarse a las prácticas más rancias del mercantilismo. Basta ya de machismo ilustrado.
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