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Tecnología y destrucción de las condiciones (mentales) de la existencia

¿Fin del género humano?

Fuentes: Altediciones

(Traducción de un fragmento del capítulo IV del libro de Jen-Marc Mandosio Aprés l’effondrement. Notes sur l’utopie néotechnologique (Encyclopédie des Nuisances, 2000). La traducción se publicó en el nº 2 de la revista Maldeojo (junio 2001, disponible). La traducción del capítulo III se publicó en el nº 1 del boletín de información antiindustrial Los Amigos […]

(Traducción de un fragmento del capítulo IV del libro de Jen-Marc Mandosio Aprés l’effondrement. Notes sur l’utopie néotechnologique (Encyclopédie des Nuisances, 2000). La traducción se publicó en el nº 2 de la revista Maldeojo (junio 2001, disponible). La traducción del capítulo III se publicó en el nº 1 del boletín de información antiindustrial Los Amigos de Ludd (2001, agotado).

En el seno de la devastación general de todas las condiciones que pueden (eventualmente) permitir a los individuos que componen la humanidad el acceso a una vida por fin digna de ser vivida, la neotecnología [1] es el vector y el acelerador de un cuádruple hundimiento: 1º del tiempo, de la duración, en beneficio de un presente perpetuo; 2º del espacio, en beneficio de una ilusión de ubicuidad; 3º de la razón, confundida con el cálculo; 4º de la idea misma de humanidad.

Ninguno de esos hundimientos es exclusivamente imputable a la neotecnología, que no hace más que ejecutar las promesas de la era tecnológica. Veamos un poco más atentamente de qué manera.

«Vive el instante»: el mensaje que la empresa Coca-Cola colocó, durante el verano del 2000, en letras luminosas, sobre todas las máquinas expendedoras de bebidas refrigeradas en las estaciones de metro de París, es verdaderamente el imperativo de nuestra época. Es también una traducción literal (sin duda involuntaria) del «carpe diem» de Horacio, referencia clásica por excelencia, evocadora de un tiempo en que los estudiantes, «alimentados de griego y de latín, se morían de hambre»; pero lo que era en su origen un consejo ofrecido por un epicúreo a ricos hombres de negocios y gente de letras romanos se ha transformado en una conminación sutilmente sádica: ¿cómo los pálidos muertos vivientes que se arrastran por los pasillos del metro en pleno mes de agosto podrían «vivir» lo que fuese? Todo lo que se espera de ellos es un impulso de compra. Ese eslógan resume perfectamente el espíritu de un tiempo en el que los esclavos hastiados de la sobremodernidad se lo pasan de miedo -por ejemplo remontando al revés una autopista- a la búsqueda del crash extático en el que se sentirán, por fin, existir. La multiplicación de los estados paroxísticos, de las conductas «de riesgo», del gang bang al puenting, del consumo de heroína o de crack a los estados de vigilia prolongada, varios días de un tirón, gracias a las anfetaminas, es la aplicación del famoso eslógan subjetivista: «Vivir sin tiempos muertos, gozar sin trabas».

«Vivir el instante» es también sumergirse en el flujo de la comunicación instantánea, en «tiempo real», por la mediación de ordenadores interconectados. Todo lo que no participa de ese happening permanente, donde los «forums de discusión» suceden a los «reality shows personales» filmados en continuo, es nulo y sin valor. En lo sucesivo «interactivos», los espectadores son invitados a gozar de su propia alienación. (De ahí la consigna de una reciente campaña contra la televisión: «Convertíos en actores de vuestra propia vida»).

La new age -que debe su éxito, del mismo modo que el cristianismo y las religiones orientales, a su valorización de la aquiescencia como «realización de sí» -no dice otra cosa:

«Los milenios no son más que el fruto de la imaginación humana; el mundo no existe más que en el presente -el presente hoy, figura de eternidad- como universo común que nos hace falta efectivamente habitar, es decir compartir y amar a fin de hacerlo nuestro» [2]. El tiempo pretendidamente real no es el tiempo sino su ausencia, su reducción a la cuasi-inmediatez. Lo que se califica así falsamente de tiempo es todo lo contrario de una duración, de ese tiempo que Kant llamaba «la forma de sentido interno, es decir la intuición de nosotros mismos y de nuestro estado interior». Es más bien el resultado de esa lucha contra la duración, contra el tiempo humano, que es la marca característica de las sociedades industriales, donde todo lo que lleva aunque sea un poco de tiempo es por definición una pérdida de tiempo. No siendo el tiempo sino dinero, como cada uno sabe, la rentabilidad impone la ley de ningún stock, ningún plazo: en la alimentación (comida rápida), en los desplazamientos (viajes de alta velocidad), en la comunicación (transmisión de muchos datos en poco tiempo), etc. En contrapartida, la prolongación del «tiempo de ocio» -es decir, los intervalos consagrados a gastar el dinero que habremos sabido ganar trabajando a toda velocidad- estará destinado a sumergirse, el mayor tiempo posible, en la comunicación en «tiempo real», lo que significa no salir jamás del círculo del condicionamiento tecnológico (y, por tanto, mercantil, puesto que la neotecnología es, como lo indicábamos al principio, un sistema a la vez técnico y económico).

El hundimiento del tiempo se acompaña evidentemente del de la memoria. En la perspectiva del tiempo real, un año es un siglo. Ya hace falta recurrir a los servicios de un historiador profesional para que nos diga a qué se parecía el mundo hace seis meses, y el de hace dos decenios se pierde en las brumas de un pasado semi-legendario:

«Un pequeño Larousse de 1979 es así el único testimonio de una época ya pasada, una Edad Media técnica de una proximidad perturbadora, donde había cabinas telefónicas de monedas, taquimecanógrafos, y televisores sin mando a distancia cuyos programas terminaban todos a las once de la noche (Alain Le Diberder, Historia de @).

Queda todavía, sin embargo, un ámbito donde la brevedad sigue siendo considerada más bien un inconveniente que una bendición: el de la duración de la vida. La muerte no es ya el término natural de la vida, sino un escándalo, un atentado a lo que sería una especie de «derecho» de los seres humanos a vivir el mayor tiempo posible. El primer imbécil encontrado -para el caso un tal Danny Hillis, especialista de la «inteligencia artificial» y miembro fundador de la Thinking Machines Corporation (que podríamos traducir más o menos por «Máquinas Pensantes, S.A)- puede declarar con entusiasmo: «Aprecio mi cuerpo, como todo el mundo, pero si un cuerpo de silicona me permite vivir hasta los doscientos años, me apunto» [3].

Ciertamente, la humanidad ha acariciado siempre el sueño del elixir de la juventud. Pero hoy, cuando la duración de la vida de ciertas categorías de la población mundial se prolonga de manera significativa [4], ¿podemos decir que esas gentes que sobreviven mucho más tiempo que en el pasado viven realmente, si no nos contentamos con pensar, como los biólogos, que basta con que las funciones metabólicas permanezcan en marcha para afirmar que un organismo «vive»? Hubo una época en la que se podía decir, con Aristóteles, que no se podía juzgar la vida de un individuo más que después de su muerte, «en una vida consumida hasta su término, pues una golondrina no hace primavera, ni tampoco un día completo: y así la felicidad y la alegría no son tampoco la obra de una sola jornada, ni de un breve espacio de tiempo»; pero, ¿podemos juzgar una vida enteramente consagrada a «vivir el instante» de otro modo que declarándola desprovista de valor? ¿qué experiencia de la vida legan todos esos nonagenarios o centenarios que son exhibidos el día de su aniversario a sus descendientes (si los tienen) o a la posteridad?

Una experimentación concerniente a la prolongación de la vida se ha llevado a cabo recientemente en laboratorio sobre ratones transgénicos. Sus resultados, publicados en la revista Nature en noviembre de 1999, son los siguientes (La Recherche, enero 2000):

«(…) por primera vez en un mamífero, un gen llamado p66 parece implicado directamente en el proceso de envejecimiento. Para explicar este último, una de las teorías actuales hace intervenir el stress oxidante, es decir los daños celulares causados por los radicales libres, moléculas tóxicas derivadas del oxígeno. La primera idea de Enrica MigliaccIo y de su equipo era estudiar el papel del p66 en la respuesta al stress oxidante: los investigadores señalaron entonces que la proteína p66 se modificaba. Para saber más, fabricaron ratones transgénicos, llamados knock-out, en los que el gen p66 estaba inactivo. Luego estudiaron la acción de agentes capaces de generar daños al ADN, vía un stress oxidante (rayos ultravioletas y agua oxigenada), sobre las células de esos ratones. El resultado era sorprendente: mientras que las células de ratones normales morían en presencia del agua oxigenada, las células que no expresaban la proteína p66 sobrevivían al stress. Y ese efecto protector existe también in vivo. Como la resistencia a las agresiones exteriores está en general relacionada a un aumento de la duración de la vida, los investigadores han querido conocer el efecto de la mutación sobre la longevidad de sus ratones. El resultado era espectacular: los ratones mutantes viven de media un 30% más de tiempo que los animales salvajes (…). La mutación de p66 no parece tener consecuencias biológicas graves (…) Los investigadores sugieren que la p66 ejerce, en tiempo normal, una inhibición sobre los mecanismos de reparación del ADN. La mutación del gen p66 permitiría a las células reparar permanentemente su ADN, y por tanto a los ratones vivir más tiempo.»

Los periódicos no han retenido de todo esto más que la «longevidad excepcional» (Le Figaro) de esos ratones «que viven más tiempo» (Le Monde) «una larga vida sin molestias» (Libération). Pero otros dos aspectos de esta investigación nos parecen bastante más importantes:

1º La investigación no gira sólo en torno a la longevidad, sino también sobre la «resistencia al stress» -dicho de otro modo, el acostumbramiento a los efectos nocivos. Traslademos al género humano lo que acaba de ser expuesto sobre los ratones. La mayor parte de los seres humanos se adaptan muy fácilmente, incluso a lo peor (basta leer Si esto es un hombre, de Primo Levi, para darse cuenta de ello). Normalmente, resistimos relativamente bien, porque estamos acostumbrados -es el proceso conocido como «mitridatización» [5]- a tasas de polución del medio ambiente que matarían probablemente en pocos días a un hombre del siglo XV que se encontrase brutalmente sometido a ellas; del mismo modo que nosotros caeríamos enfermos rápidamente sin duda si nos viésemos bruscamente confrontados a las condiciones en las que vivía este último. Pero las nocividades aumentan a tal ritmo desenfrenado que el proceso de mitridatización (que, como todo acostumbramiento, debe tener un carácter progresivo y precisa de una cierta duración) no sirve, y el medio natural se convierte rápidamente en un medio mortal. La señora Migliaccio ha encontrado la solución: en lugar de intervenir sobre un medio productor de «stress» para devolverlo a condiciones menos nocivas para el individuo, bastará con intervenir sobre éste último modificando sus genes para adaptarle al medio que, por ese mismo hecho, habrá dejado de ser productor de stress, y por tanto ya no podrá ser calificado de nocivo. El hombre transgénico será así capaz de vivir un 30% más de tiempo aunque sea sometido al bombardeo continuo de partículas radioactivas en una atmósfera saturada de dioxinas de azufre, nitrógeno y carbono.

2º El gen en cuestión («p66») parece totalmente desprovisto de utilidad, y como no tiene sino efectos inhibidores, su mutación no tendría «consecuencia biológica grave». Pero no reconocer una nocividad como lo que es, gracias a la «resistencia al stress» -acomodarse, por ejemplo, al estrépito infernal que reina en nuestras ciudades y en todos nuestros espacios públicos; encontrar que Pizza Hut no está tan mal; no entregarse al pánico cuando nos vemos atrapados en un embotellamiento, a pleno sol, en la autopista; permanecer fresco y sonriente tras haber visto a una persona suicidarse en el metro-, supone perder la capacidad de juzgar y, por tanto, de pensar. No se trata seguramente de una «consecuencia biológica grave», en la medida en que nada de eso afecta a la buena marcha de los órganos principales encargados de asegurar las funciones metabólicas, pero no se puede dudar de que sí es una consecuencia psicológica importante. Tratándose de ratones, no parece que haya que sacar conclusiones; pero los seres humanos, a diferencia de los ratones, supuestamente piensan. Como la pérdida de la capacidad de juzgar por uno mismo está ya manifiestamente extendida entre la mayor parte de nuestros contemporáneos, podemos concluir que la transgénesis no cambiará gran cosa para ellos: no verán en ella ningún inconveniente, tan sólo ventajas [6].

Ignoramos si la señora Migliaccio leyó, en su juventud, el informe que un grupo de estudio de la Organización Mundial de la Salud publicó en 1958 sobre «la cuestión de la salud mental que plantea el empleo de la energía nuclear atómica con fines pacíficos». Ese informe indicaba que «desde el punto de vista de la Salud Mental, la solución más satisfactoria para el porvenir de las utilizaciones pacíficas de energía nuclear sería ver surgir un generación que haya aprendido a acomodarse a cierta dosis de ignorancia y de incertidumbre».

Como constatamos cada día, esa nueva generación está ya ahí, y los ratones de la señora Migliaccio van a contribuir al perfeccionamiento de la ignorancia y la incertidumbre de los siguientes. Más generalmente, las investigaciones en ingeniería genética, que se hacen sobre ratones, moscas drosófilas y patatas, tienden todas, más allá de los intereses industriales y comerciales inmediatos, hacia un objetivo eugenésico, que es la preocupación constante y cada vez menos inconfesada de los genetistas: eliminar las imperfecciones, mejorar el ganado humano en nombre de objetivos aparentemente incontestables (erradicar las enfermedades, prolongar la vida…). Pues bien, no deseamos que nuestra vida sea prolongada por esos métodos, como no querríamos por nada del mundo vivir doscientos años en una carcasa de silicona, en el caso de que eso sea posible.

El hundimiento del tiempo está estrechamente ligado al del espacio. La neutralización de las distancias por la reducción de la duración de los viajes y por la comunicación cuasi instantánea vía Internet engendra una falaz impresión de ubicuidad. No se suprime, evidentemente, la distancia real, sino la representación que nosotros tenemos de ella: la experiencia subjetiva de la distancia sufre, como la de la duración, una especie de contracción. Dicho de otro modo, estando en ninguna parte podemos tener la sensación de estar en todas partes a la vez. Para que esa contracción tenga lugar, para que el «tiempo real» pueda ser el mismo para todos, en todos los lugares del globo, son necesarias ciertas condiciones materiales a priori: extensión del sistema industrial a todas las sociedades, control del planeta por el establecimiento de redes homogéneas de transporte y comunicación, uniformización de los modos de vida (restaurantes chinos en parís, pizzerias en Hawai, McDonalds en Pekin) -con preservación ficticia de diversas reservas biológicas y culturales. Se produce entonces una paradoja: los lugares relativamente próximos pero que no están comunicados por las líneas aéreas, las grandes redes de autopistas o el Tren de Alta Velocidad, se vuelven más lejanos que otros que, sin embargo, están más alejados. La contracción del espacio se acompaña así de su desestructuración. Esta paradoja, inaugurada en el siglo XIX con las líneas de ferrocarril, es un poderoso factor de desertificación de zonas no comunicadas y de concentración en torno a los principales «nudos» de comunicación. El desarrollo de las líneas aéreas y del Tren de Alta Velocidad no ha hecho más que reforzar esto. Por el contrario, el desarrollo de Internet tiende a favorecer una cierta descentralización: observamos cómo cierta gente se instala lejos de las ciudades manteniéndose «conectada», pero es justamente eso lo que les impide «vivir en el campo» y transforma a éste en la periferia verde de la neotecnología. Internet exacerba así en los que lo utilizan el sentimiento de que lo más lejano es al mismo tiempo lo más próximo.

La desestructuración del espacio subjetivamente percibido se traduce igualmente en las nuevas formas de acondicionamiento urbano o periférico, donde todos los lugares se convierten en «no-lugares»:

«Agresiva, difícilmente descifrable, desconectada de los ritmos biológicos, la ciudad contemporánea parece a veces concebida por cyborgs evolucionados, dotados de una percepción del espacio y el tiempo diferente a la de sus habitantes ordinarios (…) A diferencia del espacio urbano tradicional, la ciudad contemporánea no se puede recorrer en todos los sentidos. Numerosos espacios están reservados a circulaciones especializadas. No se pueden tomar todas las direcciones debido a múltiples cortes que crean las infraestructuras. (…) El espacio resultante está como agujereado, puntuado de solares. (…) A falta de poder aprehenderse espacialmente, la unidad de la ciudad se convierte en un sinónimo de mensaje publicitario. (…) Por todos sitios los mismos centros comerciales, por todos lados sobreabundancia de mensajes impotentes para canalizar la impresión de fragmentación del espacio urbano, una fragmentación potencialmente infinita que se parece a un proceso de fractalización. (…) El mismo escenario parece reproducirse de un lado a otro del planeta, como si se tratase de preparar en todos los lugares el advenimiento de una nueva raza de cyborgs capaces de descifrar un medio ambiente urbano convertido en algo enigmático» (Antoine Picon, La ciudad, territorio de los cyborgs, L’imprimeur, 1998).

La desestructuración del espacio entraña la de la subjetividad, porque el espacio es, como el tiempo, una forma a priori de la sensibilidad: no una cosa que percibimos, sino el marco mismo de nuestras percepciones, el conjunto de las coordenadas en cuyo interior se constituye nuestra experiencia sensible (como decía Kant, «el espacio es la única condición subjetiva de la sensibilidad bajo la cual es posible para nosotros una intuición exterior»). En un espacio fragmentado hasta el extremo, desprovisto de todo punto de referencia y dotado de propiedades paradójicas, la conciencia se vuelve ella misma algo fragmentario y esquizofrénico. Podríamos explicar así, al menos en parte, por la psicogeografía, la aparición casi simultánea en todos los puntos del globo de asesinos en serie y, más generalmente, de comportamientos aberrantes y autodestructivos.

La relatividad del tiempo y el espacio de la que nos hablan los astrofísicos no tiene sentido -exactamente igual que las propiedades paradójicas reveladas por la física de partículas- más que a una escala de fenómenos que no es la nuestra. En nuestra experiencia vivida, la observación de Kant sigue siendo enteramente pertinente: «Si salimos de la condición subjetiva sin la que no sabríamos recibir intuiciones exteriores, es decir ser afectados por los objetos, la representación del espacio no significa nada». Del mismo modo, a pesar de saber que la tierra gira sobre sí misma y alrededor del sol, esto no quiere decir que, para nosotros, como afirma Husserl, «la Tierra no se mueve». En fin, no es verdad que «tengamos un cuerpo potencial, virtual, capaz de todas las metamorfosis», ni que «varíe infinitamente» (Michel Serres).

La confusión entre lo virtual y lo real [7], la desorientación total que caracteriza a los esquizofrénicos de la época post-industrial, entraña el empobrecimiento y la esterilización de la imaginación. Ésta deja de ser creativa -salvo, en principio, en los «creativos», cuya función es precisamente esa- y se limita al consumo y la repetición machacona de imágenes prefabricadas.

La memoria y la imaginación, en su hundimiento, arrastran necesariamente en su caída a la razón. Hemos visto ya repetidos ejemplos de esa descomposición del razonamiento comentando textos de investigadores o de universitarios (por no decir nada de los periodistas) referidos a la neotecnología o a otros asuntos. La disolución acelerada de la razón en las aguas tibias de la charlatanería inconsecuente va a la par con la convicción, cada vez más extendida, de que la razón no es más que una simple facultad de cálculo. Esa convicción, convertida en algo corriente con la generalización de la informática, extrae su origen de una enormidad atribuida al filósofo inglés Thomas Hobbes, que todos los especialistas de la «inteligencia artificial» repiten tras él: «Pensar es calcular». No hace falta mucho más para concluir que las máquinas de cálculo -y los ordenadores no son más que eso [8]- son «inteligentes».

Se está muy equivocado confundiendo la razón con el arte de contar, simplemente porque se trata de otra cosa completamente distinta. He aquí cómo, hace dos siglos, definía la razón el abad de La Chapelle en la Enciclopedia:

«Podemos formarnos diversas nociones del término razón. 1º Podemos entender simplemente y sin restricción esa facultad natural de conocer la verdad, cual sea la luz que sigue y el orden de materias al que se aplica. 2º Podemos entender por razón esa misma facultad considerada, no absolutamente, sino únicamente en tanto que se conduce en sus búsquedas por ciertas nociones, que portamos al nacer, y que son comunes a todos los hombres. (…) 3º Entendemos a veces por razón esa misma luz natural, por la cual la facultad que designamos por ese nombre se conduce. (…) 4º Por razón podemos entender el encadenamiento de verdades a las que puede acceder naturalmente el espíritu humano, sin la ayuda de las luces de la fe.

No hay sombra de cálculo en todo esto; se trata siempre de verdad y de luz natural. La palabra razón no era usada en el sentido de cálculo más que en aritmética (antaño se llamaba livre de raison a lo que hoy llamamos «libro de cuentas»). En latín, ratio quiere decir ciertamente «cálculo», pero sólo es uno de los sentidos del término, que significa también «discurso», «razonamiento», etc.

También en la Enciclopedia, Diderot, inspirándose en Francis Bacon, dividía todos los conocimientos humanos en tres categorías, esto es «en Historia, que se refiere a la Memoria; en Filosofía, que emana de la Razón; y en Poesía, que nace de la Imaginación». En una época en la que estas tres facultades no se encuentran en la mayoría de los espíritus más que como huellas -un poco como en las diluciones de la «memoria del agua»-, es difícil admitir que la filosofía emana de la razón, si entendemos por «filosofía» las máquinas deseantes de Deleuze, la diferancia de Derrida o el laboratorio disciplinar de Alunni. Sólo en una fecha muy reciente la filosofía se ha convertido en una disciplina especializada (cuyo método y objeto permanecen de hecho bastante oscuros); antes, como en la época de Diderot, la filosofía englobaba todas las ciencias, divididas en «ciencia de Dios», «ciencia del hombre» y «ciencia de la naturaleza», y la manía de formalización matemática (o seudomatemática) no ejercía aún su tiranía sobre la mayoría de las disciplinas. Solamente con el advenimiento de la lógica matemática -de la que la informática es heredera directa- la razón ha sido estrechamente identificada con el cálculo: uno de los fundadores de esa disciplina, Georges Boole (inventor de la famosa «álgebra de Boole»), podía titular, en 1854, su principal obra Las leyes del pensamiento. Pero la «verdad» de la que hablaba el abad de La Chapelle no tiene nada que ver con aquella de la que trata la lógica matemática: se trata, en el primer caso, de un conocimiento real, el conocimiento de la naturaleza de las cosas, y en el segundo, de un simple marco formal, que enuncia las condiciones en las que una proposición lógica puede ser juzgada como «verdadera» o «falsa», independientemente de todo referente exterior.

Un razonamiento no consiste sólo en una serie de operaciones de lógica formal que un ordenador correctamente programado efectúa a la perfección. Los ordenadores clásicos no hacen más que ejecutar mecánicamente los programas -a veces increíblemente complejos- basados en las propiedades de la lógica matemática, sin que en ningún momento se trate de la «verdad» ni de la «luz natural». No tienen más relación con la razón que un arado o un cepillo de dientes. Como ha dicho un autor con un delicioso sentido del eufemismo: «Sin duda los investigadores en inteligencia artificial emplean un formalismo demasiado estrecho y carecen por eso mismo de conceptos esenciales para la comprensión de la naturaleza de la inteligencia» (Dominique Pignon, La mecanización de la inteligencia en busca de nuevas perspectivas).

¿Qué es por tanto razonar? No se sabe muy bien -lo que viene a significar que no se sabe en absoluto- y quizá la mejor definición puede ser todavía la que ofrecía Platón: «un diálogo del alma consigo mismo (de ahí la dialéctica, inicialmente el arte del diálogo, donde el pensamiento avanza por afirmaciones y negaciones sucesivas). El ejercicio de la razón pone en marcha no sólo la facultad de encadenar lógicamente proposiciones, facultad que no sólo atañe a la lógica formal, sino también la imaginación, la memoria y la experiencia sensible; además, la razón no es atributo de un individuo aislado tal y como han imaginado siempre los filósofos (sobre el modelo del «filósofo autodidacta» puesto en escena por Ibn Tofayl en el siglo XII), sino una sociedad humana. Por esa razón, incluso los ordenadores menos rígidamente formalizados que los ordenadores clásicos, llamados «neuronales» porque su estructura imita supuestamente la de las neuronas biológicas, y que consiguen más o menos simular ciertos mecanismos perceptivos simples (reconocimiento vocal u óptico), tienen -como dijo otro delicado usuario de eufemismos- «muchos problemas para tratar las representaciones estructuradas del lenguaje y del razonamiento» (Daniel Memmi, El conexionismo, una nueva aproximación de la modelización cognitiva). Y se anuncia para dentro de poco la puesta a punto de ordenadores «biológicos», que asocian transmisores y neuronas (de sanguijuela, rata o caracol), o bien reemplazan los microprocesadores de silicio por hebras de ADN… Quizá esos nuevos ordenadores «calcularán» más rápidamente que los ordenadores actuales, pero tampoco razonarán; porque lo que les falta a todas estas máquinas es la dialéctica.

No hay que inquietarse por la eventualidad de que las máquinas se pongan un día a pensar y tomen decisiones en nuestro lugar [9]. En la medida en que los ordenadores no hacen -y no harán- más que ejecutar las operaciones para las cuales se les ha programado, de lo que hay que preocuparse es de los programas mismos, y de aquellos que los conciben. Esa especie de «delegación de poder» en un sistema de aparatos que no son comprensibles ni controlables por aquellos que los emplean (siendo ese conocimiento y ese control -en ese ámbito no ha cambiado nada, se diga lo que se diga, desde el tiempo del taylorismo- el dominio reservado de los ingenieros y los tecnócratas), es ya en sí misma una razón suficiente para rechazar la influencia de la tecnología en general, y de la neotecnología en particular, sobre nuestras vidas [10]. Volviendo a la razón tal como la definía el abad de La Chapelle, está claro que el proceso de desestructuración del espíritu que hemos visto en funcionamiento a propósito de la memoria y la imaginación, hace literalmente incomprensible la misma noción de verdad. Esa es la razón, por otro lado, que explica porqué el deconstrucionismo y el relativismo ejercen en nuestros días una seducción tan grande. Pero cometemos un grave error arrojando por la borda la búsqueda de la verdad, bajo el pretexto de que la razón y las Luces han degenerado, desde el siglo XVIII, en dogmatismo positivista, según una dialéctica funesta llegando hasta la «autodestrucción de la razón». Como han mostrado durante la Segunda Guerra Mundial Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, «la libertad es inseparable del pensar ilustrado», incluso si éste contiene en sí «el germen de esa regresión que se verifica por todos sitios en nuestros días». Por esa razón, continuaban, «la razón debe tomar conciencia de sí misma», a falta de lo cual «sellará su propio destino». Y, en efecto, la razón se hunde bajo nuestros ojos, quizá irremediablemente. Curiosamente, la dimensión subjetiva de esta dialéctica de la razón ha sido bien descrita, hace mucho tiempo, por un autor que no pasa precisamente por un «adalid del pensamiento ilustrado»:

«Es de temer que viendo frecuentemente minadas las posiciones que nosotros suponíamos más sólidas y duraderas, caigamos en un miedo rencoroso de la razón por el cual no osemos fiarnos de la verdad más evidente» (San Agustín).

El hundimiento conjunto de esas tres facultades tradicionalmente consideradas como constitutivas del espíritu humano explica bastante bien que cada vez más voces se alcen hoy en día para proponer acabar de una vez con la especie misma, de la que ya no hay mucho más que esperar y cuyas limitaciones aparecen de ahora en adelante como un fardo insoportable o una escandalosa afrenta a los derechos del individuo. La misma dialéctica que conduce a la razón a crear las condiciones de su propia destrucción ha terminado por invertir el progresismo «humanista» del Renacimiento en un proyecto que pretende suprimir pura y simplemente la humanidad.[11] (…)

En esta «confusión de todas las cosas», es preciso disponer de un punto fijo a partir del cual sea posible emitir un juicio y tratar de orientarse. El único punto de orientación sobre el que nos podemos fundar es nuestra propia naturaleza de individuos humanos dotados de razón, condición necesaria (aunque no suficiente) de todo discernimiento. No pretendemos ciertamente poseer la más mínima originalidad en esa materia. Pero vemos cada día aparecer tantos discursos, tantas invenciones, tantos acontecimientos de una originalidad tan grande y de tal novedad que no hemos juzgado deseable añadir la nuestra.

Al imperativo que todos los altavoces de la propaganda no cesan de gritarnos al oído, «Vive el instante», nosotros oponemos otro muy distinto, que no necesita ninguna compra para ser puesto en práctica y que no se dirige a una entidad colectiva compuesta de siete mil millones de miembros, sino a cada individuo singular, y que abre la posibilidad de un progreso digno de ese nombre: «Conócete a tí mismo». Y no empleamos aquí esa fórmula a la manera de los psicoanalistas, que se sirven de ella para desorientar a los hombres por medio de exigencias ilusorias y alejarles de la acción sobre el mundo exterior, sino porque la posibilidad de una acción colectiva sobre el mundo exterior pasa a partir de ahora por el reconocimiento de que, en el curso de una vida, un individuo no puede apenas adquirir y desarrollar realmente más que un número muy restringido de capacidades creativas o de saber-hacer particulares, y que importa saber de qué se es capaz si se desea realmente poder lo que se quiere.

NOTAS

1. Por neotecnología entendemos en primer lugar un sistema económico y técnico, el de las «nuevas tecnologías de la comunicación» (podría parecer impropio calificarlas como «nuevas», como se hace tradicionalmente, pero esa apelación resulta perfectamente pertinente, pues la renovación incesante constituye un elemento central de esas tecnologías), con su proceso de producción, sus infraestructuras (las «autopistas de las información»), su utillaje (microprocesadores, programas…) y sus salidas (el público-objetivo, es decir todo el mundo); y en segundo lugar, una ideología indisociable de ese sistema, que lo ha precedido, le ha dado nacimiento y se alimenta de sus desarrollos (esa ideología cristalizó al final de los años 40 en EEUU en torno a la teoría matemática de la comunicación -más conocida como «teoría de la información»- elaborada por Claude Shannon y Warren Weaver en 1948 y la cibernética, «doctrina del control y de la comunicación sobre el animal y la máquina» formulada el mismo año por Norbert Wiener).

2. Ese texto figura en las tapas de un texto colectivo publicado en el año 2000 en Albin Michel/Spiritualités (De un milenio a otro: la gran mutación), con un índice que reunía entre otros «autores de renombre» a Jean Baudrillard, André Compte-Sponville, Thierry Gaudin, Jacques Lacarrière y Edgar Morin. Añádaseles Paulo Coelho y se tendrá a la gama entera de charlatanes que nos invitan a «celebrar un tiempo nuevo en la confianza y la lucidez».

3. Podemos encontrar multitud de ejemplos de ese tipo en el libro de David F. Noble La religión de la tecnología (Paidós, 2000), una obra muy reveladora que analiza cómo los científicos perciben masivamente su trabajo a través de metáforas religiosas que aluden siempre a la superación («redención») de lo concreto (el cuerpo, lo inerte, la materia, los límites, etc.) como medio de acceso al «paraíso» (omnipotencia, inmaterialidad, eternidad, ubicuidad, etc.). Nota del Traductor

4. Por el contrario, para otros tal «progreso» no está a la vista; sin contar con el hecho de que, en muchas regiones del globo (Africa sub-sahariana, Rusia…), la esperanza de vida en el momento del nacimiento disminuye -para demostrar que no hay nada adquirido y que ningún progreso es irreversible.

5. La leyenda cuenta que el rey oriental Mitrídates tomaba todos los días pequeñas dosis de veneno para ser capaz de acostumbrarse a él y vencer sus efectos en caso de ser atacado así por sus enemigos. Nota del Traductor

6.Pero, como de costumbre, será sólo cuando hayamos «desactivado» en los seres humanos por nacer esos genes no sólo inútiles, sino también nefastos, cuando advertiremos que tenían también otra función, de la que no teníamos ninguna noticia, que impedirá quizás a los juniors transgénicos saborear su 30% más de tiempo de vida.

7. El borrado de fronteras entre lo real y lo virtual como origen del aplanamiento de la imaginación ha sido analizado por Marc Augé en La guerra de los sueños y El viaje imposible (Gedisa). El paso al «todo ficcional», como califica Augé este proceso, significa sobre todo el debilitamiento, o la pura y simple supresión, de la frontera entre la realidad y el ámbito de la creación-ficción: ahora lo real, para sobrevivir, tiene que imitar a la ficción (los lugares deben parecerse a las imágenes que se consumen de ellos y transformarse finalmente en esa imagen, el periodismo debe organizarse como ficción, los políticos deben saber actuar, etc). Ser es ya plenamente ser visto. Así, viajar ya no significa para casi nadie aprender de nuevo a ver, sino ver de nuevo las imágenes que se tomaron durante un trayecto idéntico a las imágenes de folleto que lo anunciaban. La disolución de la frontera entre ficción y realidad implica además que, en adelante, la ficción sólo puede ya escucharse a sí misma: una vez desposeída de un polo sobre el que incidir, o contra el que chocar y recargarse de energías, una vez eliminada la distancia que genera la tensión entre la obra, el público y lo real, la ficción queda limitada a repetir una y otra vez lo mismo; los no-lugares que Augé analizó en otro libro son precisamente la encarnación de ese movimiento enloquecido de repetición que tiene el mundo entero como decorado. Nota del Traductor

8. Ese es el significado exacto del inglés computer y de la italiana calcolatore; antes de 1956, los ordenadores se llamaban en Francia «calculadoras electrónicas».

9. Apoyarse en un mecanismo de «ayuda en el proceso de decisión» no significa de ningún modo que el «sistema experto» decida lo que sea; afirmar tal cosa equivaldría a decir que las decisiones que algunos toman sobre la base del horóscopo, el Yi-King o cualquier otra forma de adivinación son en realidad decisiones tomadas por los astros, los tetragramas o los posos del café. Una máquina que «decide» o que «da su veredicto», el destino que «quiere que las cosas sean así», un dios que «exige» u «ordena»: todo son engañifas que sirven para abusar de otro, engañandose a veces a sí mismo.

10. Léanse en este sentido los trabajos de David F. Noble sobre los criterios de introducción de maquinaria en las empresas capitalistas. Puede leerse con provecho Una visión diferente del progreso; en defensa del luddismo (Alikornio, 2000). Nota del Traductor

11. No hablamos aquí de la destrucción accidental de la humanidad con ocasión, por ejemplo, de un conflicto nuclear, o por los «daños colaterales» del desarrollo industrial, sino de la supresión programada de la humanidad.