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Un espejo del mundo capitalista

Fórmula 1: ¿deporte?

Fuentes: Rebelión

«Los pilotos ganan bien. Y en los otros deportes es igual, los mejores son los que reciben más dinero» declaraba recientemente con total naturalidad Lewis Hamilton, primer piloto afrodescendiente de la historia de este ¿deporte? La Fórmula 1 Internacional es en estos momentos uno de los espectáculos mediáticos más fascinantes, más rutilantes, que mueve las […]

«Los pilotos ganan bien. Y en los otros deportes es igual, los mejores son los que reciben más dinero» declaraba recientemente con total naturalidad Lewis Hamilton, primer piloto afrodescendiente de la historia de este ¿deporte?

La Fórmula 1 Internacional es en estos momentos uno de los espectáculos mediáticos más fascinantes, más rutilantes, que mueve las mayores cantidades de dinero y concita la atención de mayor cantidad de público en todo el planeta. Distinto a otras expresiones deportivas marcadamente elitescas (golf, polo, equitación), si bien su práctica es materialmente imposible para el común de la gente -aquí no puede haber aficionados, amateurs- tiene seguidores en todas las capas sociales, ricos y pobres de los cinco continentes. También, como todos los deportes profesionalizados, ha construido un círculo cerrado con valores y códigos propios, con su público, sus mitos, sus héroes. Como van las cosas, pareciera imposible dar marcha atrás en todo ese mundo, cuestionarlo, llamar a su modificación. O, al menos, es imposible dentro de los marcos del sistema político-económico que lo sustenta: el capitalismo. Y más aún: es imposible desde una cosmovisión que hace del automóvil privado un ícono por excelencia del modelo de desarrollo en juego, del progreso social entendido como acumulación económica, del «éxito» personal sobre los otros. Sólo si nos colocamos en una visión socialista podemos ver las cosas de otra forma, con un sentido crítico, realmente analítico.

Y si nos colocamos, justamente, en una lectura socialista, lo único que nos queda de este monumental circo moderno, glamoroso y rebosante de dinero, es su inservibilidad para un verdadero y equilibrado desarrollo humano. La Fórmula 1 Internacional es el escaparate vistoso de la industria automovilística mundial, con todas las ramas industriales conexas. Es un banco de prueba para ese fabuloso campo de los fabricantes de automóviles privados (que va de la mano de la industria petrolera), al par que un feria comercial continua, muy bien montada y atractiva. Como dicen los publicistas: todo este circo «vende mucho». ¿Quién querría desarmarlo desde la óptica del capital privado que se beneficia de él?

En su estructura se repite a cabalidad la estructura misma del mundo capitalista al que pertenece -por otro lado, no podría ser de otra forma. ¿Acaso sería lógico pedirle espíritu crítico a la misma Fórmula 1?-. Todo el circo está armado conforme a la más rigurosa clave capitalista que ha regido el mundo en estos últimos dos siglos, que dio lugar a la industria destructora del medio ambiente, que se basa en el «triunfo» de unos pocos sobre las grandes mayorías («los mejores son los que reciben más dinero»), que ve en la victoria individual a cualquier costo la llave maestra de la vida.

Las carreras de Fórmula 1 repiten calcadamente la historia dominante en el mundo, más que ningún otro deporte: es una actividad dirigida por blancos, anglosajones en especial, primermundista (los Grandes Premios en los «exóticos» países del Sur son un regalo de la metrópoli, y no pasan del gran evento de un día de fiesta, sin aportar absolutamente nada para el desarrollo real con posterioridad). Es machista (no hay en toda su historia, salvo algún rarísimo caso ocasional por ahí, un piloto que no sea varón. A propósito: las mujeres también manejan automóviles fuera de las pistas, y según cifras estadísticas internacionales, en promedio chocan menos que los varones). El lugar de las mujeres en la Fórmula 1 pareciera confinado a ser modelos atractivas que se pasean antes de la largada y por los boxes para las cámaras de televisión y solaz de los ojos masculinos, con minifaldas que dejan ver hasta el páncreas.

Los pueblos y países pobres del mundo (la mayoría de la humanidad, por cierto) no tienen cabida en el selecto club de la Fórmula 1. En todo caso están confinados a ser espectadores, y eventualmente consumidores de los productos que el circo propagandiza: automóviles, autopartes, neumáticos, gasolinas y aceites lubricantes, etc. Así como, también, consumidores de otro producto propagandizado por el circo: los valores del consumismo, del triunfalismo, la entronización del ganador, valores todos que la gran masa de espectadores del circo recibe pasivamente… y en general termina repitiendo (¿quién puede estar a salvo de la manipulación ideológica?)

Y así como en su tejido íntimo están presentes todos estos valores de una sociedad clasista (que la lógica del capital alienta abiertamente como positivos, sanos y necesarios), también lo están aquellos no presentables en público, aquellos que, sabiendo que hacen parte de la dinámica diaria del mundo, no son «políticamente correctos» -pero que definen las cosas-: en la Fórmula 1 también hay espionaje industrial (a la escudería Mc Laren le costó un campeonato en el 2007), mafias extradeportivas que manejan el «negocio» del circo con los mismos mecanismos de cualquier mafia, golpes bajos, traiciones y sabotajes. Es, en definitiva, un espejo del mundo de la empresa privada en versión colorida y ajustada a los códigos de la peor y más despiadada manipulación mediática: lo importante es ganar, mostrar un mundo de ensueño, entronizar al «number One». El triunfo no tiene precio.

Lo que inocentemente declaraba Hamilton respecto a «los mejores» es una palmaria verdad: el deporte profesional, ya desde hace largas décadas, dejó de ser deporte para transformarse en gran negocio y herramienta de manipulación ideológico-cultural de las grandes mayorías. El automovilismo deportivo no podría de ningún modo escapar a ello, y menos aún su categoría reina, la Fórmula 1 Internacional.

¿Qué debería hacer entonces un planteamiento socialista respecto a todo este mundillo? Quizá la pregunta es ociosa: no debería ni siquiera inquietarnos. ¿Acaso sería remotamente posible pensar que en una nueva sociedad socialista siga existiendo el deporte profesional? ¿Acaso sería remotamente posible pensar que en una nueva sociedad socialista pudiéramos seguir entronizando el fetiche del automóvil individual y destruyendo nuestro planeta quemando irresponsablemente combustibles fósiles no renovables? En realidad la Fórmula 1 no es, en sí misma, el problema; ella no es más que el reflejo de un mundo desequilibrado e injusto. El problema es ese desequilibrio y esa injusticia, y si de algo se trata es de arreglar eso. La humana necesidad (y deseo placentero) de descargar adrenalina -manejando un bólido a 300 km. por hora, o viéndolo en una pantalla de televisión- deberá ser resuelta de alguna otra manera más útil socialmente, y menos nociva para el colectivo y para el planeta.