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Unas notas de réplica a Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa (III)

¿Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular?

Fuentes: Rebelión

4. De vuelta a los cuatro días. Desde la tarde del 16 la sensación dominante era la del triunfo del Frente Popular o, si se quiere, la de la derrota de la CEDA, en primer término, que estaba convencida de ganar las elecciones y poder imponer su agenda contrarreformista, y en general del binomio CEDA-monárquicos. […]

4. De vuelta a los cuatro días. Desde la tarde del 16 la sensación dominante era la del triunfo del Frente Popular o, si se quiere, la de la derrota de la CEDA, en primer término, que estaba convencida de ganar las elecciones y poder imponer su agenda contrarreformista, y en general del binomio CEDA-monárquicos. Más allá de las manifestaciones parciales a la prensa, de las exageraciones de unos y otros e incluso de las intoxicaciones o la evidencia de una inepcia absoluta (la del embajador portugués, que tomó sus deseos por la realidad; compárese con el embajador británico, de un gobierno conservador y muy escorado a la derecha, que validaba aquella cifra de 217 diputados ya en mano) esa era la situación y ella produjo tres respuestas: la primera, que solo desde el sectarismo se puede considerar improcedente, la celebración de los simpatizantes del Frente Popular; la segunda las presiones políticas y militares que muy pronto se ejercieron sobre Portela; y finalmente la espantada de Portela que enturbió la sucesión gubernamental, pero que nunca la ilegitimó.

Para ATV la respuesta fundamental, la clave de todo lo sucedido fue la primera, considerada no como una celebración – de una victoria deseada, pero no exactamente esperada – sino como una gran maniobra de intimidación, en la práctica un movimiento de acoso al poder, preludio del asalto. Los términos con que describen y califican las manifestaciones reinciden en la ausencia de toda reflexión social en su trabajo, y en un menosprecio de la manifestación popular. Intimidación, instrumentalización, todo es visto como una magna maniobra, dirigida -pues se habla de instrumentalización- para forzar a Portela a abandonar el poder antes de que se completaran las elecciones con los comicios pendientes por no haberse podido celebrar y el recuento completo de votos. Y los incidentes violentos son señalados como una indicación de esa voluntad de desbordar la situación, despreciando en la práctica las reiteradas llamadas a la calma de los dirigentes del Frente Popular e incluso del Comité del Frente Popular. La retórica de los autores exacerba el relato para subrayar la imagen que pretender dar de golpe de masas; apostillando las manifestaciones de Madrid del 16 de febrero y el relevo de autoridades en Cataluña -hecho con toda normalidad, por cierto- concluyen: «de acuerdo con el Gobierno, no pasaba nada, pero empezaba a pasar de todo» (pág. 286). ¿De todo? ¿Qué todo es ese? Y siguen: «la noche del 16 empezaron los desórdenes»; dando una imagen de desorden general, que no correspondió a la realidad -sin negar que en efecto se produjeron incidentes dispersos de desorden-, que ATV necesitan para justificar, y legitimar, la otra cara de la moneda de su relato: la reducción de las presiones de Gil Robles, Franco y más adelante otros generales, a meras «solicitudes» (es el término que utilizan, «solicitaron») de una respuesta enérgica de orden público, a la altura de la supuesta generalidad y gravedad de esos desórdenes. Desde luego ATV eluden considerar – si no es para ridiculizar, aprovechando fuera de contexto algún comentario de Azaña, poco lúcido por cierto en estas cuestiones militares – que un factor de impulso de esas movilizaciones, y no menor, no fue solo la celebración, y la demanda del cumplimiento de la promesa electoral de amnistía de manera inmediata, sino el temor a que una intervención militar interfiriera lo que estaba pareciendo – por más que no se hubiese confirmado por completo – una victoria del Frente Popular, relativa o absoluta.

La indulgencia, la minimización de la espada militar suspendida sobre la república democrática es uno de los puntos clave de la obra. Minimización que pretende zanjarse a cuenta del término usado por González Calleja de «golpe legal», sosteniendo que eso es un oxímoron, porque dicen o es golpe o es legal y en cualquier caso nunca se planteó. Dejemos de lado la discusión sobre las palabras y vayamos a los hechos; pero no sin aclarar que en historia ese «golpe legal» no fue ningún oxímoron y que, precisamente, el fascismo se destacó por golpear a la democracia representativa desde la legalidad, para después, con el poder en sus manos sin posibilidad de control popular democrático, cambiar la legalidad en favor de un estado totalitario que siguió basado en leyes. Lo hizo Mussolini y lo hizo Hitler; y de forma más próxima en el tiempo, y a algunos actores políticos de la España de la época, lo hizo Dollfuss. A los hechos.

Conviene remontarse a un episodio anterior al de febrero de 1936, porque tuvo los mismos protagonistas y entre ellos se intercambiaron reflexiones semejantes. En diciembre de 1935 y según sus propias memorias, Gil Robles, desairado por la negativa de Alcalá Zamora de encomendarle la formación de un nuevo gobierno, para el que el dirigente de la CEDA pensaba que le había llegado ya la hora, reaccionó considerando en firme la posibilidad de un golpe militar. Las palabras de Gil Robles son bien claras, por más que se escudara en que la primera iniciativa le vino de Fanjul, que propuso sublevar la guarnición de Madrid, cosa que según el propio dirigente de la CEDA rechazó no por estar en contra por principio, sino porque «no me parece adecuado el medio que me propone» (No fue posible la paz, págs. 365-366) añadiendo, al parecer, «Hoy no se hacen los pronunciamientos como en el siglo XIX, sobre todo cuando hay que contar con una fuerte reacción de las masas encuadradas en el partido socialista y en la CNT». Para ATV Gil Robles fue un modelo de demócrata, ¿es esa la respuesta de un demócrata? Pero no solo respondió a Fanjul con argumentos que no condenaban la intervención militar sino que se movían en consideraciones sobre su éxito, sino que encima le dio un encargo. «Ahora bien, si el Ejército, agrupado en torno a sus mandos naturales opina que debe ocupar transitoriamente el poder con objeto de que se salve el espíritu de la Constitución y se evite el fraude gigantesco de signo revolucionario [Nota mía: se está refiriendo al encargo de gobierno a Portela, no se pierda de vista], yo no constituiré el menor obstáculo». Y con la condición de que la intervención del ejército se «limitara rigurosamente a restablecer el normal funcionamiento de la mecánica constitucional» (¿?) le envió a consultar «inmediatamente con el jefe del Estado Mayor Central [Franco] y con los generales que más confianza le inspiren», interpretando a capricho aquello de los mandos naturales, para que «mañana mismo» le diera la contestación. Gil Robles no durmió, dice él: «con ansiedad enorme aguardé el resultado de las conversaciones mantenidas aquella noche por los generales Franco, Fanjul, Varela y Goded»; y finalmente le comunicaron que Franco no había considerado que fuera el momento, o la razón, oportuna. Tras esa respuesta «con amargura infinita» (pag. 367) abandonó Gil Robles el ministerio de la Guerra. En definitiva, el líder de la CEDA había instigado un golpe militar, «transitorio» (¿?), y había fracasado, lo que sintió «con amargura infinita». La tentación del recurso a la intervención militar no era una invención de la plebe, de las masas frentepopulistas, o de los historiadores que no comparte la ideología de los autores. Por más que los que pensaban en esa intervención no querían verla ni como pronunciamiento, ni como golpe; eran más imaginativos y estaban creando una nueva forma de golpismo, que todavía no tenía nombre.

¿Qué hizo Gil Robles en la madrugada del 16 al 17 de febrero? A esas horas y por mucho que ATV afirmen que ya había empezado todo y que aquella noche ya habían empezado los desórdenes, no había ni de lejos razón suficiente para que se dirigieran a la residencia del gobierno y forzara, a las cuatro de la madrugada, una entrevista en la que le exigió el estado de guerra. Esa fue la primera presión importante que Portela recibió, después desde luego de comprobar el fracaso de la entelequia de su Partido del Centro y es en buena parte a partir de ahí que ha de entenderse la desmoralización de Portela que le llevó a abandonar su puesto. Lo mínimo que ATV habrían de reconocer es la importancia de ese factor, y darle cuando menos la misma que le dieron a las movilizaciones callejeras, sin perder de vista ni un momento una diferencia: estas últimas por sí mismas no podían echarle del gobierno, las presiones militares sí. Gil Robles intentó una segunda edición, adaptada a la nueva circunstancia, de su iniciativa de diciembre. No se limitó a una entrevista política con Portela, a hacerle una «solicitud» sino que extralimitándose de manera absoluta, puenteando al jefe de gobierno y vulnerando las normas democráticas de gobierno, siguió en el papel que se había atribuido de salvapatrias; y como quiera que a Alcalá Zamora, requerido por Portela a instancias de Gil Robles, le había dado de nuevo largas, respondiendo solo que «meditaría» la oportunidad del estado de guerra, alertó por sí mismo al Jefe del Estado Mayor Central, que seguía siendo Franco, para que le acompañara en la presión, este último sobre el Ministro de la Guerra para que llevara la cuestión de la declaración del estado de guerra al Consejo de Ministros que había de reunirse pocas horas después.

¿En nombre de qué autoridad actuaba Gil Robles entrometiéndose en la cadena de mando militar y ministerial? Por otra parte ¿qué grave noticia justificaba en la madrugada del 17 una declaración general de estado de guerra en toda España? Los «desórdenes» no habían desbordado a las fuerzas de orden público, ni se habían extendido a los cuatro puntos cardinales del estados; como ATV mismo han de reconocer, lo más efectivo contra los disturbios no fueron las cargas, el uso de la porra y el sable, sino el de la política, como se hizo en Cataluña – mal que les pese – y como el propio general Cabanellas hizo en Zaragoza tras comprobar que desplegar el ejército en la calle de la capital aragonesa no acababa con el conflicto, sino que podía hacerlo más graves, por lo que recurrió a retirar ametralladoras y a pactar con el Frente Popular local. La noticia más grave para Gil Robles era…su derrota y la victoria del Frente Popular. La ligereza con que ATV tratan las cuestiones de orden público va pareja de la ligereza política con la que actuó Gil Robles, en diciembre de 1935 y en febrero de 1936. Luego, lo de la aplicación del estado de guerra se convirtió casi en un vodevil, que podría haber sido trágico, pero no porque Alcalá Zamora nunca diera su consentimiento, con lo que nunca pudo haber acuerdo pleno del gobierno, sino porque Franco dio por hecha la declaración y algunos generales de división, por encargo directo de él, empezaron a organizarlo en su territorio.

Finalmente no hubo estado de guerra general. ATV suponen que solo se trataba de una medida normal de orden público; pero era tan desproporcionada que no era de ninguna manera normal. Suponen que su objetivo habría sido asegurar el desenlace final de las elecciones y un escrutinio sin presiones; pero no parece que ese hubiese sido la única consecuencia posible, y también podría haber tenido exactamente la contraria. La que las izquierdas venían temiendo – no sin razones – desde hacía tiempo: que una intervención de fuerza impidiera la consumación de la victoria popular. En su exculpación de Gil Robles y los generales, que intervinieron en ambos episodios, esgrimen argumentos formales desprovistos del contexto: que la declaración del estado de guerra era una medida prevista en la ley de orden público y que no era por tanto el instrumento de un golpe de estado; eso es una banalidad, que obvia que en julio de 1936 fue uno de los instrumentos formales de la sublevación. Un estado de guerra general el 17 de febrero difícilmente no habría sido considerado, por unos y otros, como un desafío al frente popular. El anuncio primero de la posibilidad de la medida y la retirada después pudo incrementar los rumores. Pero no hubo solo rumores y al día siguiente, según Arrarás en información nunca desmentida – otra cosa es que el protagonismo dado a Franco fuera excesivo, pero señalar eso como hacen ATV, que informan de ello en nota y no en cuerpo de texto, no anula la verosimilitud del dato – el 18 de febrero Fanjul, Goded y Rodríguez del Barrio instaron una vez más a Franco para promover un pronunciamiento; no se produjo porque Franco volvió a considerar que no procedía. ATV se sienten satisfechos con Franco, porque consideró que el estado de guerra general correspondía al gobierno, y deducen que se mantuvo leal a éste, limitándose a secundar las iniciativas del gobierno. Cabe precisar, no obstante, que esa lealtad nunca le llevó a poner en evidencia ante sus superiores a los militares golpistas, a los que cuando menos cubrió; que el que correspondiera al gobierno la declaración general del estado de guerra no podía ser una opinión de Franco, era una norma ineludible de la ley de orden público; y que una de las razones por las que Franco tuvo que dar marcha atrás fue también el conocimiento de la posición contraria al estado de guerra general – y no digamos a otras cosas – del Inspector General de la Guardia Civil, el general Pozas, y de la Dirección General de Seguridad, lo que hubiera enfrentado a cualquier militar sublevado con la Guardia Civil y la Guardia de Asalto, lo que ponía en serio peligro la intervención militar unilateral. No en vano, entre los rumores también empezó a circular aquellos días el del traslado de tropas de África a la península; estos sin fundamento, todavía.

ATV, tan descuidados en su análisis de los comportamientos militares, miran con lupa todos las manifestaciones e incidentes de aquellos cuatro días, mezclando hechos ciertamente graves localmente con otros que no tendrían que estar presentes en una crónica de problemas de orden público, como el ejemplo de la petición de la Guardia Civil en la provincia de Cuenca para que les enviaran refuerzos para controlar a los que se manifestaban con banderas rojas y puños en alto, si más amenaza que se produjera. Y añaden los conflictos en las prisiones a la lista de acciones de intimidación, sin caer en la cuenta que éstos se produjeron en gran parte por la absoluta falta de previsión del gobierno Portela, que se preocupó al detalle de prever una jornada electoral en orden, pero no previó lo que habría de pasar en las horas y días siguientes. Convencido del triunfo de la derecha y del éxito suficiente de su proyecto centrista no había previsto el escenario contrario, el que se dio, y marchó siempre por detrás de los acontecimientos. Eso, sin embargo fue el demérito de Portela, no el supuesto «mérito» de la movilización social. Y desde luego, lo que ATV son incapaces de reconocer es el esfuerzo del Frente Popular por reducir al mínimo los desórdenes mediante lo único que estaba a su alcance, los llamamientos a la calma; eso reduciría su hipótesis de la manifestaciones instrumentalizadas y la intimidación subversiva, de manera que tienen que inventarse un nuevo juicio de intención: «Con todo, la línea que separaba las llamadas a la prudencia de la aspiración a hacer caer al Gobierno, cambiar los ayuntamientos y precipitar la salida de los presos de las cárceles era muy tenue. Porque difícilmente podía resistirse una presión en forma de manifestación si los dirigentes de la izquierda obrera no establecían como prioridad la desmovilización hasta que se constituyeran las nuevas Cortes» (pág. 298). Con todos los respetos pretender esa prioridad es una majadería; la prioridad para la izquierda, obrera o no obrera, era que no se le escamoteara una victoria que tenía al alcance de las manos por cualquier maniobra militar y política.

Los problemas de orden público provocaron la marcha de Portela, insisten una y otra vez ATV; no es cierto, y en el peor de los casos no fueron solo esos problemas. Portela marchó porque fue personalmente incapaz de superar su fracaso y de superar las presiones que de inmediato recibió, porque no tenía ninguna autoridad (tenía ya bien poca cuando recibió el encargo de gobierno, y conseguirla dependía del éxito que tuviera en su maniobra «centrista»); y las presiones más difíciles de superar no eran las de «las masas», sino las de los militares que despreciaban la democracia, la de las derechas que despreciaron las elecciones y sus resultados, desde luego las monárquicas pero no pocos de los que había también en las filas del primero que empezó a presionar, antes que nadie, en la madrugada del 17 de febrero, Gil Robles. El 18 los incidentes empezaron a remitir, aunque al mediodía al gobierno llegaron noticias de nuevos episodios; los que enumeran ATV tienen ya mucho menor intensidad y gravedad que el día anterior, pero eso no obsta para que supongan que para Portela «eran sintomáticos de lo que estaba por desencadenarse». Y, dejando siempre a salvo a los militares cuando hay que concluir, insisten: «para nadie fue un secreto a voces que el traspaso del poder a las izquierdas fue anormal, fruto de una presión callejera y mediática a la que Portela no había sabido resistir» (pag. 312). Portela mostró en su abandono la misma incapacidad que había demostrado como gobernante y su espantada estimuló la de muchos de sus gobernadores y de sus delegados gubernativos. Fue entonces cuando el orden público quedó por horas fuera de control, en la transición de un gobierno a otro y la instauración por parte del Gobierno de una nueva red de gobernadores y delegados, improvisado y precipitados, incluido el Ministro de la Gobernación, Amós Salvador, que nunca había querido para sí esa responsabilidad. Entre el 19 y el 20 se contaron 16 muertos, aunque las dos terceras partes de ellos lo fueron como consecuencia de acciones de las fuerzas de orden. Luego, con las medidas políticas del gobierno Azaña, se inició de nuevo el descenso de la violencia, pero a ATV les sigue costando reconocer lo evidente: «Comparada con la oleada de violencia que se había producido en los días 19 y 20, ciertamente el orden público mejoró algo las jornadas siguientes, si bien no regresó ni mucho menos a una situación normalizad» (pág. 343). No hace falta insistir en la réplica, el discurso de ATV sigue por el mismo camino: acumulación de episodios cuyo conjunto, heterogéneo, se eleva a categoría general de acusación al Frente Popular y al gobierno de Azaña, juicio de intención permanente,….. Los cuatro días de febrero irían a enlazar con la imagen de una primavera de desorden y sangre, que es la esgrimida por la derecha que ha tomado ya el camino de la subversión para abonarla y legitimarla. Aquí acaba este supuesto segundo vuelco en la interpretación de la historia en la que el amontonamiento de episodios de movilización, confrontación, desorden, etc, en un totum revolutum que solo tiene un culpable sirve para introducir una tesis fundamental: las izquierdas se habrían aferrado a las primeras noticias incompletas de victoria para «sacar al gobierno» ponerse ellas en el poder y desde él manipular la continuación del proceso electoral para atribuirse una fraudulenta e ilegítima mayoría. No es una tesis tan original, pero ya va siendo hora de que repasemos las cuentas de los resultados electorales y veamos si hubo tamaño fraude y tamaño escamoteo de resultado general.

Nota de edición:

La primera parte de este artículo del profesor José Luis Ramos puede verse en: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=225669 ; la segunda en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=226004

José Luis Martín Ramos ( Barcelona1948 ) es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona, especializado en la historia del movimiento obrero.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.