Publicado en papel en Periferia, (Medellín), julio de 2019
Ha terminado otra versión de la Copa América de futbol, y la participación colombiana ha estado acompañada de otra mancha vergonzosa, la amenaza de muerte a un futbolista por haber errado un cobro desde el punto penal. Este tipo de violencia en el futbol a se ha convertido en moneda corriente en los últimos treinta años, si tomamos como punto de referencia lo acaecido el 15 de noviembre de 1989, cuando fue asesinado, luego de un encuentro futbolero en la ciudad de Medellín el árbitro Álvaro Ortega por orden directa del narcotraficante Pablo Escobar, que lo consideraba responsable de la pérdida de un partido del Independiente Medellín.
Desde ese suceso el futbol en Colombia, como nuestra sociedad, empezó a ser dominado por la lógica traqueta, que hoy lo cubre de la cabeza a los pies. Entre los hechos más vergonzosos se encuentra el asesinato del futbolista Andrés Escobar, que fue ultimado por sicarios en Medellín, en pleno mundial de 1994, cuando había regresado luego de la eliminación de la Selección, certamen en el cual Escobar había cometido el «terrible crimen» de hacer un autogol, en un juego que Colombia perdió frente a Estados Unidos por un marcador de 2-1. Esa fue la sentencia de muerte del defensa del Atlético Nacional, quien alguna vez había dicho que «A mí me gusta el futbol, porque a diferencia de los toros en el futbol no matan a nadie». En 1996 fue asesinado por otros sicarios, el ex futbolista Felipe Pérez, también campeón con el Atlético Nacional de 1989, y quien se había desempeñado como sicario al servicio de Pablo Escobar. El listado de futbolistas asesinados es un interminable rosario, entre los cuales pueden nombrarse, para señalar solo dos nombres, a Omar Cañas (1993) y Albeiiro Usuriaga (2004).
Los asesinatos de un árbitro y de numerosos futbolistas son solo la punta del iceberg, lo más ruidoso del futbol colombiano, pero el problema es más agudo, en la medida en que la lógica traqueta lo ha invadido completamente, y eso diferencia el caso colombiano de la mayor parte de lo que sucede en el resto de países del mundo. El futbol se hizo traqueto desde el momento en que los clubes profesionales fueron comprados y manejados por capos de la mafia, hasta el punto que prácticamente ningún de esos equipos estuvo al margen de la influencia de narcotraficantes y paramilitares desde mediados de la década de 1980, una influencia que se mantiene a distintos niveles. Esta nueva dirigencia le apostaba a ser ganadora, sin importar lo que hubiera que hacerse para lograrlo, incluso, como hemos visto, matar árbitros y futbolistas. Eso de ganar siempre a como dé lugar, sin importar los medios, podría pensarse que no es exclusivo del futbol que se práctica en Colombia, puesto que en otros países del mundo se ha llevado a cabo. Esa es una coincidencia superficial, porque en Colombia el asunto ha adquirido unos ribetes criminales que no tienen parangón con ningún otro lugar, ya que aquí literalmente la vida es lo que está en juego, en medio de macabros rituales de violencia, de esa misma violencia cotidiana que carcome a la sociedad colombiana, y ha terminado normalizándose como si estuviera en los genes de los colombianos.
Dirigentes, dueños de los clubes (a menudo políticos con vínculos directos con narcos y paramilitares), futbolistas, negociantes del futbol, periodistas deportivos… y los propios aficionados han hecho suya esa lógica traqueta, como una especie de nuevo sentido común, lo cual puede constatarse en los campeonatos internacionales en los cuales participa la Selección Colombiana de Futbol. Ya se ha establecido como una condición, casi un axioma, que donde juega esa selección algo fuera de lo deportivo tiene que suceder, generalmente ligado a algo turbio y ruin y siempre queda una estela de muerte y violencia (física y simbólica), que nos debería avergonzar ante el mundo.
No por azar, las celebraciones de cada victoria en nuestro país, por lo general vienen acompañadas de muchos muertos; así sucedió el 23 y 24 de septiembre de 1993, luego del triunfo 5-0 contra Argentina, cuando en la ciudad de Bogotá hubo 120 muertos (en promedio 24 fallecidos por cada gol); en el Mundial de 2014, en cada partido ganado por la Selección hubo un promedio de nueve muertos y decenas de heridos; en el Mundial de 2018, al mismo tiempo que se jugaba el partido entre Colombia-Inglaterra fueron asesinados en sus casas varios líderes y lideresas sociales….
Un deporte de multitudes que debería convocar a la confraternidad se ha convertido en un peligroso espectáculo que en Colombia genera muertos, heridos, amenazados. Ha dejado de ser un juego, un deporte y un espectáculo para transformarse en un negocio traqueto, en una actividad esencialmente violenta, donde hay que ganar a toda costa. Y aquellos que son considerados responsables de que no se logre el triunfo, en el mejor de los casos se les amenaza, como sucedió con el defensa Carlos Sánchez en el Mundial de 2018, luego de haber cometido una falta penal que significó su expulsión en el partido contra Japón. En esa ocasión, la aleve amenaza, para más señas, vino acompañada con una foto del asesinado Andrés Escobar.
Al futbol se trasladó la violencia, la lumpenización, el fanatismo, la intolerancia que caracterizan a nuestra sociedad y son irradiados desde arriba por las clases dominantes de este país contra quienes piensan distinto y son considerados los «eternos perdedores», los enemigos de la «patria» y la «nacionalidad» y a quienes se debe liquidar y hacer desaparecer de la vida colombiana.
En el futbol se replica lo mismo: no hay espacio para los perdedores, tenemos que ganar a toda costa, y como en el caso de la sociedad, eso es alimentado por falsimedia, y especialmente por esos sicarios con micrófono que son los locutores y comentaristas de futbol, que fanatizados con la camiseta de la Selección, presentan un encuentro de futbol como un duelo a muerte, en donde no hay espacio para reconocer a los contrincantes y en aras de que ganen sus patrocinadores -entre ellos los productores de cerveza, como Águila- encumbran artificialmente a la selección y a sus futbolistas a los que hacen ganar campeonatos imaginarios, con lo cual preparan el terreno para que una derrota se vista como algo injusto, que no merecemos y en razón de lo cual hay que buscar culpables, a los que endosar la responsabilidad de tales pérdidas.
Eso mismo ha vuelto a suceder por estos días, con la amenaza a William Tesillo, sentenciado por haber errado un cobro de penal contra Chile, que a la postre significó la eliminación de la Selección Nacional. En las redes antisociales, ese refugio anónimo de los cobardes, le enviaron al jugador y a su familia muestras de cariño de alto nivel, como la que circuló en Instagran: «Perro Hpta espero le pase como Andrés Escobar perro Hpta».
Pero como el carácter traqueto de nuestro futbol afecta a toda la sociedad, otra muestra es la del ejemplar comportamiento de los aficionados colombianos en los estadios del mundo donde juega la Selección y donde queda una huella imborrable de vergüenza y vulgaridad. En Rusia, aficionados portando la camiseta amarilla de la Selección hicieron circular por las redes el insulto machista y misógino a una japonesa, a la que supuestamente enseñaban a hablar castellano, con el estribillo, «Soy bien perra, más puta…». En Brasil, mientras jugaba la Selección, aficionados colombianos se peleaban e insultaban entre ellos, como muestra de querer solucionar cualquier problema a la colombiana, es decir, a las patadas, como sucede en todos los asuntos de nuestra sociedad.
Que el carácter traqueto de la cultura colombiana haya colonizado el futbol desmiente la afirmación del escritor catalán Manuel Vásquez Montalbán, quien alguna vez dijo que «el fútbol me interesa porque es una religión benévola que ha hecho muy poco daño». En el caso de Colombia alrededor del futbol, y por el futbol, sí que se hace daño, tanto dentro como fuera del país. Ese es el precio que se paga por haberlo convertido en una actividad que forma parte de nuestra cultura traqueta, tan violenta y corta de miras y por ello se amenaza de muerte a un futbolista que ha errado un penal, porque para los traquetos hay que ganar siempre porque, como en el pensamiento positivo, no se acepta ni la derrota ni el fracaso.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.