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Miembro del Salón de la Infamia

Gaviria

Fuentes: Rebelión

Así como existe el Salón de la Fama como depósito de aquellos beisbolistas destacados durante su vida deportiva, yo dispongo en mi surtida memoria de un Salón de la Infamia en el que voy colocando políticos, por supuesto infames. Algunos, los más, son nominados y elegidos una vez terminan su ejercicio político, como colofón a […]

gaviria Así como existe el Salón de la Fama como depósito de aquellos beisbolistas destacados durante su vida deportiva, yo dispongo en mi surtida memoria de un Salón de la Infamia en el que voy colocando políticos, por supuesto infames.
Algunos, los más, son nominados y elegidos una vez terminan su ejercicio político, como colofón a su carrera. Otros, ni siquiera necesitan jubilarse para obtener su merecido espacio en el citado salón. Ese es el caso, entre otros, de César Gaviria, uno de los más ilustres impresentables con que cuenta el escaparate latinoamericano de la infamia, en su versión estulticia babosa. Todo un «inmortal» del lambonismo que ha obtenido dos «Cy Young» por su fructífera labor durante su larga carrera profesional. El primero, poco antes de que terminara el siglo, cuando, tras una de sus temporadas más bochornosas, cerró su actuación con un discurso acorde a su vileza, en el que declaró que el gran problema de América Latina era…¡Cuba!
Ni siquiera el hambre, la miseria, el analfabetismo, la desnutrición, el narcotráfico, la corrupción u otras conocidas y comunes lacras, no. ¡Cuba! Ninguna calamidad podía disputarle a Cuba ese primera y exclusiva posición.
Hace tres años, tras una visita de 48 horas a Caracas, sin descontar las que invirtió en roncar, comer, beber y otros escatológicos menesteres entre los que no incluyo sus discursos, obtuvo su segundo «Cy Young» al declarar que el segundo problema más importante de Latinoamérica era…¡Venezuela!
Ni siquiera el machismo, los feminicidios, el desempleo, la emigración, la violencia, no. ¡Venezuela! Ninguna otra desgracia podía aspirar a desbancar de su sitial a la República Bolivariana de Venezuela.
Y todavía le sobró tiempo, en esas 48 horas mal contadas, para elaborar un informe en el que se condenaba el golpe de Estado contra Chávez, condena un tanto tardía si tenemos en cuenta que ya el propio pueblo venezolano se había ocupado no sólo de condenarlo sino de evitarlo, y en el que se absolvía a los golpistas, faltaría más, y se censuraba a los golpeados.
La sesuda investigación de Gaviria, para lo que también tuvo tiempo, descargaba en la intentona cualquier responsabilidad de los militares y aclaraba que nada tuvieron que ver con los afanes golpistas esas embajadas que, tanto en inglés como en español castizo, mostraron su alegría por el golpe casi antes de que tuviera lugar, y cuyos representantes advirtieran, sólo unos días antes, que no iban a hablar con Chávez sino con su sucesor; exculpaba a la oligarquía venezolana, dueña de unos medios de comunicación que compusieron algunas de las páginas más penosas de la historia continental del periodismo; absolvía igualmente a la mafia instalada en Petróleos Venezolanos; eximía de culpa a los sindicatos amarillos; y negaba cualquier posible vinculación de la jerarquía eclesiástica con el golpe.
Y todavía tuvo tiempo durante esas 48 horas en las que, además de lo ya expuesto, también se reunió con amigos, visitó a relacionados y disfrutó de un merecido descanso, para insistir en que era Chávez quien debía rectificar; el gobierno de Chávez el que debía abrirse al diálogo con los que pregonaban la huelga «hasta que caiga»; la institucionalidad venezolana la culpable de sobrevivir; y la Constitución Bolivariana de ese país la responsable de concitar tanto popular apoyo.
Gaviria sólo está a la espera de que se cree alguna nueva inmortal categoría, algún nuevo salón de la inmundicia, porque, en contra de lo que yo pensaba, todavía a su abdomen le caben más medallas, a sus bolsillos más prebendas, y a su trasero más patadas.