«Es necesario construir una nueva cultura política. Esta nueva cultura política puede surgir de una nueva forma de ver el poder. No se trata de tomar el poder, sino de revolucionar su relación con quienes lo ejercen y con quienes lo padecen» (Subrayados nuestros). Subcomandante Insurgente Marcos, Invitación al Encuentro Intercontinental por la Humanidad y […]
«Es necesario construir una nueva cultura política. Esta nueva cultura política puede surgir de una nueva forma de ver el poder. No se trata de tomar el poder, sino de revolucionar su relación con quienes lo ejercen y con quienes lo padecen» (Subrayados nuestros).
Subcomandante Insurgente Marcos, Invitación al Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo, mayo de 1996.
CAMBIAR EL MUNDO, REVOLUCIONANDO EL PODER.
Ahora, cuando el importante movimiento de La Otra Campaña se extiende a todo lo largo y ancho de México, comenzando a ganar cada día más fuerza y arraigo entre los distintos grupos, clases y sectores subalternos de todo nuestro país, es decir, cuando se gesta este vasto movimiento de clara dimensión nacional, al mismo tiempo en que toda la clase política mexicana, sin excepción, se hunde en una crisis de legitimidad y credibilidad social de grandes proporciones [1] , se vuelve relevante discutir con cuidado y atención toda una serie de cuestiones cruciales que, en el cercano futuro, deberá de confrontar prácticamente, este mismo movimiento social de La Otra Campaña.
Porque al ir avanzando en la construcción del Programa Nacional de Lucha, y en la consolidación de la red de sujetos sociales subalternos que conforman el cuerpo de este nuevo movimiento social y anticapitalista de la entera nación mexicana -movimiento que se orienta hacia una transformación social radical, y en esta vía, primero hacia la edificación de un nuevo pacto social y una nueva Constitución-, ese proceso de La Otra Campaña [2] , habrá de toparse, tarde o temprano, con toda una serie de problemas y preguntas cruciales, entre las cuales destaca claramente la cuestión de su actitud y posición frente al problema del poder.
Pero no solamente frente al tan debatido, vulgarizado y simplificado punto de la «toma del poder», sino más ampliamente y de modo más preciso y específico, frente al poder particular del Estado mexicano, lo mismo que frente a los partidos políticos y las organizaciones políticas mexicanas, pero también frente a las organizaciones sociales y los movimientos sociales de todo tipo, es decir, frente a los distintos pero siempre articulados niveles del poder estatal, del poder político, y de ciertas expresiones importantes del poder social.
Porque más allá del slogan falso y simplificador de que los neozapatistas, y ahora La Otra Campaña, lo que quieren es «cambiar el mundo, sin tomar el poder», se impone más bien una reflexión seria y detenida de las diferencias, contenidos e interrelaciones entre estos diversos niveles y formas del poder, lo mismo que la tematización de lo que puede ser y es el contrapoder popular y subalterno, y de las formas en que este es gestado por los movimientos sociales genuinamente antisistémicos o anticapitalistas actuales, junto al examen de como todos estos problemas se conectan ahora con el digno y creciente movimiento mexicano de La Otra Campaña.
Entonces, más que repetir ese slogan simplificador y equivocado, puede ser útil entrar a desglosar con detalle esas distintas formas y niveles del poder y de los contrapoderes, a la vez que intentamos aproximarnos con más detenimiento hacia la «nueva forma de ver el poder», que desde hace ya varios años han estado defendiendo y practicando los neozapatistas mexicanos, adentrándonos también en el significado y las implicaciones principales de esa «revolución de la relación del poder» con aquellos que lo ejercen y con los que lo padecen, revolución que está contenida en sus fundamentales reivindicaciones del «mandar obedeciendo» y del reclamo de una «otra política», radicalmente diversa a la actualmente vigente.
VOLVER AL ‘PODER’ DE LOS CLÁSICOS.
Después de las múltiples experiencias que, a lo largo de todo el siglo XX, intentaron construir sociedades y mundos socialistas, y que desembocaron en la reciente crisis del llamado «socialismo realmente existente», se popularizó y difundió ampliamente la crítica a lo que Immanuel Wallerstein llama la «estrategia de dos pasos». Es decir, la estrategia que han seguido la mayoría de los movimientos antisistémicos del mundo, antes de la revolución cultural mundial de 1968, de primero «tomar el poder del Estado», para luego y desde ese control del aparato o poder estatal, proceder a «cambiar el mundo» [3] .
Crítica a esa estrategia gradualista que, a la luz de dichas experiencias de intento de construcción del socialismo previas a 1968, es esencialmente correcta, pero que no implica ni mucho menos el renunciar por principio a ese objetivo de la «toma del poder del Estado», sino más bien el de renunciar a orientar y subordinar todo el movimiento social antisistémico hacia ese sólo y único objetivo de la conquista del poder estatal, redefiniendo más bien su importancia, su lugar, su momento y su carácter específico, desde el verdadero y más profundo objetivo de esos movimientos anticapitalistas, que es sin duda el de acabar radicalmente con el entero sistema social capitalista, para sustituirlo con una nueva sociedad no capitalista, es decir el de cambiar radicalmente el mundo actual, explotador y burgués, para sustituirlo por otro mundo nuevo, justo, fraterno, democrático y libre.
De otra parte, y en ese mismo clima post68 en que se afirmó esa crítica a la estrategia de dos pasos, Michel Foucault nos recordaba que el poder y las relaciones de poder no eran exclusivas de los espacios que corresponden a la existencia y a la acción de los Estados, y ni siquiera al ámbito más global de la política y de lo político, sino que se encuentran presentes a todo lo largo y ancho del tejido social, reproduciéndose como «micropoderes» en prácticamente todas las esferas posibles de las relaciones humanas [4] .
Sin embargo, los micropoderes y las formas del poder a las que alude Foucault, no son las mismas que las formas del poder político, ni tampoco del poder estatal, sino más bien y sobre todo las distintas variantes del poder social, lo que no ha impedido que al debatir la cuestión de la «toma del poder» se entremezclen sin darse cuenta estas distintas formas del poder que son el poder social, el poder político y el poder del Estado o estatal.
Pues al plantear este objetivo de la conquista o toma del poder, o su rechazo, en ocasiones no queda claro si se está hablando de apoderarse de la máquina estatal, tal y como ella existe y tratar de utilizarla con otros fines, o si se habla de conquistar el espacio político que ocupa ese aparato estatal, haciendo a un lado a ese viejo Estado, para reapropiarse, quizá de otro modo y con otra lógica, desde otra mirada y con otros fines, a las funciones y tareas que antes cumplía ese viejo Estado o máquina estatal. O incluso, y avanzando todavía más, no queda claro tampoco si esa «toma del poder» es entendida más bien como una revolución total de la entera esfera de lo político, que modificaría el modo actual de mal ‘gestionar los asuntos públicos’ hoy imperante, es decir, una revolución de todo el ámbito del poder político, o también y en una tercera posibilidad, si esa ‘toma del poder’ sería más bien una suerte de deslocalización y desconcentración de dicho poder a todo lo largo del tejido social, lo que en cierta forma «disolvería» y fragmentaría a ese poder estatal, e incluso al poder político, en el seno de los espacios sociales de la familia, la fábrica, el barrio, la comunidad, el territorio, o cualquier otro ámbito de lo social-humano posible.
Pues al debatir sobre la toma o no toma del poder, a veces se entremezclan sin darse cuenta todas estas dimensiones. Por eso, creemos necesario un retorno a algunos conceptos de los clásicos, y en especial a las lecciones del propio Marx. Pero ello, no para impedirnos pensar lo nuevo, ni para paralizar nuestra capacidad heurística dentro de una rígida ortodoxia cualquiera, sino más bien para enfrentar con mejores herramientas las complejas lecciones de los nuevos movimientos sociales de América Latina, como por ejemplo, el digno e importante movimiento indígena neozapatista mexicano, y también y más allá, el actual movimiento de La Otra Campaña.
Así, Marx ha sido muy claro al definir el poder social como la forma más general del poder. Un poder social, o potencia social, que brota directamente de la simple interconexión y metabolismo elemental entre los seres humanos. Pues por el simple hecho de interactuar entre sí, y de asociarse y reunirse para acometer cualquier tipo de objetivo posible, los hombres generan, con su simple cooperación y actividad conjunta, una cierta fuerza o potencia social, un poder social específico, que será siempre mayor a la suma simple de las fuerzas o los poderes individuales de los distintos sujetos humanos que colaboran o cooperan entre sí [5] .
Un poder social que nace de la reunión, asociación o cooperación entre los seres humanos, y que por tanto puede expresarse de múltiples formas y en todos los ámbitos de la vida social, y por ende, lo mismo en la familia y en las relaciones de pareja o de padres e hijos, o en la fábrica, que en el salón de clases o dentro de las cárceles y los hospitales, pasando por todo tipo de espacios y de relaciones sociales, culturales, territoriales, generacionales, jurídicas o humanas de todo orden. Y naturalmente, también dentro de la esfera de la política.
Poder social ubicuo y omnipresente dentro de las sociedades, y dentro de toda la historia humana, que es el que ha sido teorizado por Michel Foucault, y que es siempre la verdadera fuente nutricia y generadora de todo poder político posible, y por esta vía, también de todo poder estatal imaginable. Pues es ese magma social de fuerza y de capacidad en general, que hace brotar ciudades y florecer los campos, igual que genera los cuadros de Van Gogh o de Picasso, o las obras de Bach y de Vivaldi, ese poder social de múltiples rostros es el que, en un cierto momento de la historia, se protocoliza, institucionaliza y reconfigura para gestar al mundo de la política y lo político humanos, y con ello, también al poder político, y luego y en otra dimensión al propio poder estatal.
Razón por la cual, para impugnar al poder político establecido, o también al poder del Estado que hoy gobierna, hace falta remitirse siempre a la sociedad y al conjunto completo de la vida social, movilizando distintas formas de ese poder social ubicuo y disperso, como puntos de apoyo específico para dicho combate en contra de las formas políticas y estatales de ese poder hoy dominante.
Lo que se hace evidente en la larga historia de las luchas de todos los movimientos sociales antisistémicos, los que organizando a distintos grupos, sectores o clases sociales, configuran claras formas de un poder social disidente que, desde distintos espacios sociales, es capaz de impugnar, sabotear, socavar y también a veces derribar y derrocar con éxito a los poderes políticos y a los Estados dominantes en turno. Pues un movimiento social antisistémico que actúa, se moviliza y protesta, es siempre una expresión del poder social que se contrapone al poder político y estatal, en ese momento dominante. Y por eso, los recursos y posibilidades de un movimiento social que lucha contra un sistema social dominante, abarcan lo mismo a la esfera de la cultura, y con ello a la lucha ideológica, simbólica e intelectual en todas sus formas, que a la confrontación propiamente social en todos sus frentes posibles, incluyendo también la lucha económica y material en general, junto, obviamente, al combate directamente político.
Lo que explica entonces que La Otra Campaña, lo mismo que todos los movimientos sociales de América Latina y hasta del mundo, se desplieguen en todos esos frentes de lucha mencionados, peleando en contra de la discriminación racial, social, generacional, étnica o cultural, lo mismo que contra la explotación económica, la desigualdad social, el despotismo político, la miseria cultural o las distintas formas de la opresión, el despojo, la humillación y la exclusión sociales en todas sus formas.
Y por eso también, es el abanico completo de todas estas luchas y frentes de lucha, lo que constituye esos puntos de apoyo sociales desde los cuales se cuestiona y pone en crisis al poder político y al Estado, a la vez que se disputa al sistema social burgués su dominio y su hegemonía no solamente políticos, sino también sociales, económicos, culturales y hasta civilizatorios en general.
Lo que entonces, nos explica como comienza a modificarse ahora la vieja y ya caduca ecuación de la estrategia en dos pasos, cambiando el esquema gradual de primero tomar el poder, y segundo y sólo después cambiar el mundo, por la nueva estrategia de empezar, aquí, ahora y en todo lugar, a cambiar el mundo de inmediato, confrontando las formas del poder social capitalista en todos los espacios que ellas ocupan, y en todo el entero tejido de las sociedades, para ir gestando desde ya y ubicuamente los gérmenes y los espacios del nuevo mundo y de la nueva sociedad. Y todo esto, al mismo tiempo en que nos apoyamos en todos esos espacios nuevos, creados en contra y arrebatados palmo a palmo al capitalismo, no para «tomar el poder» estatal o político vigentes, sino más bien para subvertir y desestructurar, para revolucionar completamente a esos poderes estatales y políticos, y también para construir y emplazar en su lugar otro modo radicalmente diverso de todas las relaciones políticas, y con ello, otra forma también totalmente diferente de gestión de los asuntos colectivos de la comunidad social.
Ya que al observar la práctica y la historia de esos nuevos movimientos sociales latinoamericanos, como el neozapatismo mexicano, los Sin Tierra brasileños, los Piqueteros argentinos, o las comunidades indígenas de Bolivia y Ecuador, es claro que todos ellos han creado ya y están recreando constantemente distintas formas del contrapoder social, formas locales, territoriales, simbólicas o espaciales, de tipo social, cultural, económico y también político, que a la vez que prefiguran el otro y nuevo mundo todavía posible, son las claras plataformas para el cotidiano combate en contra de los poderes políticos y los Estados hoy dominantes en sus respectivas sociedades.
Porque si la impugnación de los poderes estatales y/o políticos que son dominantes en cada situación determinada, se hace siempre remitiéndose de nuevo al ámbito de lo social, y desde los puntos de apoyo y desde las plataformas que representan ciertas formas de ese poder social, es claro entonces que esa impugnación obliga a transformar esos puntos de apoyo y esas formas del poder social en claros contrapoderes sociales, es decir, en figuras nuevas del poder social que, al contrapuntearse y oponerse al poder del Estado, e incluso al poder político hegemónicos, se constituyen y consolidan como reales poderes alternativos, contrarios, divergentes y esencialmente diferentes de esos poderes hegemónicos. Y en este sentido, como contrapoderes primero emergentes, luego alternos, y finalmente sustitutivos del antiguo poder estatal y político dominante [6] .
Lo que, sin embargo, no debe entenderse en el sentido de que el contrapoder deberá obedecer a la misma lógica del poder, sino justamente lo contrario: para ser realmente alternativo y ser realmente un contra-poder del poder estatal y político hegemónicos, ese contrapoder deberá regirse por otra lógica, otra dinámica y otra perspectiva, radicalmente distintas de las de los poderes dominantes [7] , y por ende, para la situación de las sociedades hoy existentes en todo el planeta, por una lógica, una dinámica y una perspectiva que deberán ser, desde ahora y permanentemente, claramente anticapitalistas, e igualmente emplazadas desde abajo y a la izquierda.
Ya que es justamente esta posible construcción y constitución de un contrapoder social alternativo, la que permite distinguir y discriminar a los distintos movimientos sociales que hoy se gestan y desarrollan en el seno de las diversas sociedades capitalistas de todo el planeta. Pues en el vasto abanico de estos movimientos sociales, existen muchos que son simplemente la expresión directa del descontento, el hartazgo, la insatisfacción o la insubordinación que generan las cotidianas relaciones y prácticas de explotación, despotismo, discriminación, despojo, desigualdad, humillación y exclusión que caracterizan al capitalismo actual. Pero también, y al lado de estos movimientos sociales más reactivos y defensivos, existen los movimientos sociales genuinamente antisistémicos y anticapitalistas, de carácter más permanente, ofensivo y realmente alternativos frente al orden social existente.
Así, ciertos movimientos como el de protesta en contra de un fraude electoral, o algunas variantes o expresiones de los movimientos feministas, o ecologistas, o estudiantiles, o etcétera, poseen muchas veces un carácter coyuntural, o efímero, o muy limitado, o muy local y específico, diluyéndose rápidamente cuando el líder mismo desanima y contiene a la protesta popular que quiere e intenta ser mucho más radical, o cuando se alcanzan las «cuotas» del número de mujeres en un partido u organización, o cuando se atienden las cuestiones del impacto ecológico de un cierto proyecto gubernamental, o cuando se mantienen los subsidios al precio del transporte universitario, etc.
En cambio, los movimientos realmente anticapitalistas y antisistémicos, sólo se consolidan en tanto que tales si trascienden este carácter coyuntural, efímero, parcial o acotado, para inscribirse en esa lógica de la generación de un verdadero contrapoder social, alternativo a los poderes estatales, políticos y sociales hoy dominantes. Un contrapoder que entonces, y lógicamente, no puede generarse más que desde el seno mismo de la sociedad, y de todo el vasto tejido social, es decir, «desde abajo y a la izquierda», desde el amplio conjunto de las clases, sectores y grupos sociales subalternos, y dentro del horizonte de una transformación social radical y de una emancipación completa y global de esos mismos actores sociales subalternos.
SOBRE LA OMNIPOTENTE DEBILIDAD DEL ESTADO Y DEL PODER POLÍTICO.
Si el poder social es entonces pluriforme y ubicuo, siendo además el espacio natural y uno de los contenidos principales de los movimientos sociales antisistémicos, el poder político en cambio es siempre derivado, dependiente del poder social, estando mucho más acotado y especificado en sus formas y figuras posibles. Aunque, al mismo tiempo, monopolizando durante siglos y milenios las funciones del dominio, el control y el orden precisamente políticos de una sociedad.
Porque otra idea que recorre muchos de los textos de Marx es la idea de que la sociedad política no es otra cosa más que el «resumen oficial» de la sociedad civil, y por ende, sólo una forma derivada, sesgada, deformada y osificada de dicha sociedad civil multiforme y plural. Lo que lleva a Marx a insistir en la idea de que todo el mundo de la política no es, ni puede ser nunca, una «totalidad autoexplicativa», en la medida en que lo político mismo no puede nunca tener como finalidad propia a lo político, sino que esta misma política existe siempre para gestionar y dar curso a problemas de orden económico, o social, o cultural, pero no político [8] . Pues el poder político no existe para el poder político, para sí mismo, o para fines meramente políticos, sino solamente para fines que son siempre externos a lo político mismo, para fines extrapolíticos, es decir, para afianzar un orden social, o para reproducir una hegemonía cultural, o para legitimar una cierta estructura u organización económica particular.
Y si lo político tiene siempre finalidades extrapolíticas o externas a si mismo, y la idea de que lo político exista sólo para su propia autoreproducción es un delirio y un descarrío total, es de allí que deriva la figura desquiciada y hasta literariamente emblemática de los personajes que buscan el poder político por el poder mismo, dando curso a una perversión totalmente carente de sentido.
Lo que nos recuerda entonces que lo político no es más que una forma derivada de expresión de lo social, y con ello, que el poder político es sólo una simple variante derivada del antes mencionado poder social. Pero, si este poder político no encuentra en sí mismo las condiciones de su propia explicación, ni tampoco las premisas de su propia autoreproducción, entonces todas las formas, estructuras, relaciones y aparatos que en él cobran vida, tienen sentido solamente en la medida en que se apoyen y remitan permanentemente a ciertas fuerzas sociales, o a determinadas clases o intereses económicos, o a ciertos grupos o procesos culturales específicos.
Por eso, la crisis profunda y total que hoy vive toda la clase política mexicana -la que, con sus variantes, se repite en toda América Latina y en el planeta entero-, se debe en parte al hecho de que ella ya no representa a nadie más que a sí misma, habiendo perdido todo nexo o conexión importante con los movimientos sociales, con las fuerzas sociales reales, e incluso hasta con los diferentes sectores, grupos o clases de la sociedad mexicana.
Entonces si al hablar de «tomar el poder», la idea se refiere a este poder político, habría que recordar que el poder político no se reduce al Estado, aunque naturalmente lo incluye dentro de sus elementos constitutivos. Pero también, junto al Estado, el poder político está conformado por los distintos partidos políticos y por las organizaciones políticas de todo tipo, lo mismo aquellas que ocupan posiciones dominantes o hegemónicas, como también las de la así llamada «oposición». Con lo cual, tomar el poder político implicaría conquistar tanto al Estado como a esos partidos y organizaciones también políticos.
Pero más allá de esta frecuente confusión entre poder estatal o Estado y poder político, la cuestión es que el poder político que hoy es dominante -y que por lo tanto es también quien domina el Estado actual-, en México o en cualquier otro país del mundo, domina justamente porque tiene el apoyo y el fundamento de las clases y grupos sociales igualmente dominantes, en el plano fundamentalmente económico, pero también dominantes en la esfera social y en el ámbito cultural. Clases, grupos y sectores dominantes que ejercen ese control y hegemonía porque son los dueños del dinero, y de las fábricas y empresas, teniendo además a su favor los mecanismos del control y la dominación social, junto a la legitimación y convalidación de la ideología y de la cultura igualmente dominantes.
Dominio social global, que se expresa en el plano político como control del aparato del Estado, el que sólo puede ser subvertido y desmontado a partir de un contrapeso importante de poder social, que no sólo confronte a esa dominación en todas esas mismas esferas del tejido social en que ella se afirma y despliega, sino que también represente una fuerza social tan considerable y tan masiva como para poder oponerse con éxito y vencer a dicho poder estatal hoy dominante [9] . Ya que si el objetivo es solamente «tomar el poder» del Estado, sin cambiar el mundo, eso es posible a través de las elecciones, o tal vez de la conquista de un partido político, o de la creación de un partido político nuevo, o de una organización política de reciente creación que movilice efímeramente a los electores y logre por esta vía esa conquista del poder estatal. Es decir, moviéndose dentro de los estrechos marcos de la misma esfera de lo político, y estableciendo sólo muy débiles y efímeros puentes con el resto del tejido social.
Pero si el objetivo profundo es en verdad cambiar radicalmente el mundo, eso sólo será posible saliendo de ese espacio limitado del poder político, para desconstruir y subvertir la dominación del Estado hoy hegemónico, desde todos los espacios de la sociedad y desde todas las formas del poder social, disputando esa dominación y hegemonía en todos los frentes de la realidad social, y generando un contrapoder social tan masivo, imponente e ubicuo, que permita justamente modificar de manera radical todo el modo y todas las formas de ese poder político, así como todas las relaciones que él establece, de un lado con quienes lo ejercen, y del otro con aquellos que lo padecen.
Es decir, un proceso que se resume en el profundo e inteligente oxymorón reivindicado por los neozapatistas, de que aquel que mande debe de «mandar obedeciendo». Lo que significa que quien ejerza ese poder político y estatal de mando, lo debe hacer obedeciendo al pueblo, respetando sus exigencias y demandas principales, velando siempre por el cumplimiento de los intereses populares, y acatando todo el tiempo la voluntad específica de esas vastas clases y grupos sociales subalternos.
Pues como plantea el lema que se encuentra a la entrada misma de todos los Caracoles zapatistas, ese nuevo contrapoder realmente popular, se rige por el principio de que «aquí el pueblo manda y el gobierno obedece». Lo que, naturalmente, revoluciona completamente la relación de ese poder estatal y político tanto con quienes lo ejercen, como con quienes todavía ahora lo padecen.
Porque al reunificar las funciones del mando y la obediencia, y al deslocalizar y reubicar la función del mando, ya no en los «gobernantes» sino ahora en la vasta pirámide de los «gobernados», se revolucionan de tal modo las relaciones del poder estatal y político, que ya no resulta posible seguir hablando de la vieja política tradicional, que los seres humanos conocimos desde Aristóteles y hasta hoy, lo que impone entonces hablar de una «otra política», totalmente diversa de esa actividad política que las sociedades desarrollaron durante dos mil quinientos años, y que hoy se muere y declina definitivamente frente a nuestros propios ojos.
Muerte de la política tradicional, y nacimiento de «otra política», reivindicada por los neozapatistas [10] –y también, bajo otras formas diversas, por los más avanzados movimientos sociales de América Latina, como los Piqueteros Argentinos, los Sin Tierra de Brasil, y los indígenas ecuatorianos y bolivianos–, que desde esa reunificación e inversión de las funciones del mando y la obediencia, trastoca también y radicalmente la esencia misma de lo que es y de lo que puede ser, tanto el «Estado», y por ende el poder estatal, como también el poder político, y con ello toda la esfera misma de la política y de lo político humano hasta hoy conocidos. Modificación total y profunda de la esencia del poder estatal y del poder político, que explica entonces la razón por la cual los neozapatistas han insistido en que, para ellos, no se trata simplemente de «tomar el poder», sino más bien de revolucionarlo radicalmente, colocando en el lugar que hoy ocupa el actual Estado, y en el espacio que hoy ocupan los partidos y las organizaciones políticas, a unas formas y figuras tan diferentes de las actuales, que sólo pueden ser nombradas y comprendidas desde el oxymorón del «mandar obedeciendo», y también, desde la lógica cualitativamente distinta del ejercicio y despliegue de una «otra política», completamente diferente de la actual.
Lo que, no casualmente, entronca de manera directa con las experiencias de la Comuna de París, o de los Soviets Rusos, o de los Consejos Obreros Italianos, o de la Revolución Cultural China, entre otras. Experiencias históricas de clara generación de un contrapoder popular, que más allá de sus diferentes desenlaces y destinos, repiten recurrentemente ciertas lecciones, que muestran como no se trata simplemente de «tomar el poder» del Estado y usarlo para fines distintos, y ni siquiera de «tomar el poder político» para hacerlo funcionar ahora en beneficio del pueblo, sino más bien de revolucionar radicalmente tanto al aparato estatal, como a todas las relaciones y estructuras políticas, destruyendo al antiguo Estado, y eliminando las viejas formas de ejercicio de la política, para instaurar en su lugar un nuevo modo de administrar los problemas colectivos de la comunidad, y también una forma nueva de gestionar los asuntos públicos en general.
Por eso, como Marx ha puntualizado claramente, no se trata de «tomar posesión de la máquina del Estado tal como está, y servirse de ella para sus propios fines», sino de destruirla: lo que implica, por ejemplo, que el ejército y la policía son sustituidos por el pueblo en armas, mientras que la antigua burocracia desaparece y es también sustituida por los ciudadanos comunes y corrientes. Al mismo tiempo, los salarios de los funcionarios dejan de ser enormes y se reducen al salario medio de un obrero -o, como en el caso de las Juntas de Buen Gobierno Neozapatistas, dichos salarios simplemente desaparecen-, a la vez que todos los ocupantes de los diversos cargos y puestos públicos se vuelven directamente responsables frente a sus electores, e inmediatamente revocables en cualquier momento, además de constantemente rotativos [11] .
Así, más que de «tomar el poder del Estado» se trata de destruir este Estado, y de poner en su lugar un aparato racional e inteligente de administración de los problemas colectivos de la comunidad, aparato que incluso, difícilmente, puede tener ese viejo nombre de «Estado».
Y lo mismo sucede con toda la esfera de la política. Pues más que de «tomar el poder político», de lo que aquí se trata es de revolucionar radicalmente el modo mismo de concebir y de ejercer la política, desmitificando, por ejemplo, la absurda idea de que dicha política es una actividad compleja y sofisticada, y reservada sólo para un pequeño grupo de personas altamente calificadas, que usualmente son miembros de las elites dominantes -como hicieron también la Comuna de París, o los Soviets Rusos, o las Juntas de Buen Gobierno Neozapatistas-, para asumir la simple realidad de que se trata de una actividad sencilla y elemental, que puede ser ejercida y realizada por cualquier ciudadano común y corriente.
Y también, trascender la idea de esa política como algo reservado a ciertos tiempos específicos, como por ejemplo el tiempo de las elecciones, y a lugares privilegiados, como el Parlamento, o los Palacios de Gobierno, para concebirla más bien como un asunto cotidiano de todos los días, y también presente en todos los espacios humanos, desde el hogar, la escuela, la fábrica o la calle, hasta los campos, las ciudades y las universidades, entre muchos otros.
E igualmente, superar la idea dominante de la política vista en términos instrumentales, en donde «el fin justifica los medios» y los principios son sacrificados a los intereses egoístas y a los beneficios materiales de todo tipo, para asumirla en cambio como una actividad donde los medios cuentan tanto como los fines, y en donde el criterio ético debe primar por encima de cualquier otro, respetando la fidelidad a los principios, a la memoria y a la historia de los propios ancestros, y en donde la única recompensa del trabajo y el esfuerzo ejercidos debe de ser «la satisfacción del deber cumplido».
Es decir otra política, otro modo «de ver el poder» y de ejercerlo, que tampoco debería llamarse ya con este viejo nombre de «política», y que tiene muy poco que ver con esa actividad llamada «política» que se inventó en la antigua Grecia y que hoy vive su fase de crisis terminal y definitiva, muriendo progresivamente cada día, frente a nuestra propia mirada.
Otra política que, entre tantas otras cosas, no se basa ya en la caduca y limitada democracia formal, delegativa y supuestamente representativa, con su complicada división de poderes ejecutivos, legislativos y judiciales, y con su fetichista culto al sacrosanto principio de las «mayorías» y las «minorías», sino más bien y por el contrario, en una democracia real, directa y participativa, donde las asambleas en pleno toman siempre las decisiones fundamentales, y donde los «delegados» son siempre rotativos, directamente responsables y permanentemente revocables en cualquier momento, conformando su acción desde el principio de «mandar obedeciendo», y simplificando la gestión administrativa de todos los asuntos comunes, en una lógica que, lejos de imponer formal y mecánicamente el punto de vista de la «mayoría» (así esta sea del 51% en contra del 49% de otra posición), intenta más bien ir generando consensos amplios y razonados, a la vez que incorpora, todo el tiempo, los puntos de vista de las llamadas «minorías», en una permanente e interesante relación y asimilación dialógicas.
Entonces, generar el contrapoder popular, no equivale ni a «tomar el poder del Estado» ni a «tomar el poder político», pero tampoco es igual a olvidarse del Estado e ignorar su existencia, junto a la amenaza que en muchos sentidos representa, ni a olvidar el papel del mundo de la política y los riesgos permanentes que implica, de cooptar, neutralizar, instrumentalizar y hasta hundir a los movimientos sociales, tanto antisistémicos como en general.
Más bien, y en la lógica ya explicada, generar el contrapoder popular es avanzar en la creación de un potente movimiento social antisistémico, que encarnando un poder social creciente y cada vez más omnipresente en todo el tejido social, vaya destruyendo al viejo Estado y eliminando a la vieja política y a la clase política a ella vinculada, para instalar en esos espacios estatales y políticos, a un gobierno que ‘manda obedeciendo’ y que aplica y practica una «otra política».
DESDE ABAJO Y A LA IZQUIERDA.
Si de lo que se trata es de ir generando ese contrapoder subalterno y popular, es claro que el mismo no puede brotar de la cúspide de la pirámide social, de los de arriba, de los que hoy dominan, explotan, discriminan y humillan a otros, viviendo a costa del trabajo y el esfuerzo ajenos.
Lo que es atestiguado por la experiencia histórica de muchos de los movimientos sociales del siglo XX, que lograron «tomar el poder del Estado», para luego ser pervertidos y subsumidos a la lógica capitalista dominante. Pues el poder político y el poder estatal poseen mecanismos poderosos de perversión y seducción, que deforman y falsean, constantemente, las iniciativas, los logros, las conquistas y los triunfos venidos de parte de los de abajo, de las clases y sectores subalternos de una sociedad [12] .
Entonces, si el contrapoder popular no quiere deformarse y pervertirse, al ocupar los espacios que antes ocupaban el Estado y la clase política, deberá ser radical en sus tareas y fiel todo el tiempo con su origen y con sus bases de apoyo iniciales. Es decir, deberá avanzar radicalmente en la verdadera destrucción del viejo Estado y en la revolución total de la vieja política, a la vez que se mantiene firmemente como movimiento social de los de abajo y a la izquierda. Lo que significa que, en vez de subordinar y encuadrar al movimiento social dentro de la lógica de la vieja política y del viejo Estado, de lo que se trata ahora es de hacer prevalecer, todo el tiempo y en toda circunstancia, la lógica del poder social del movimiento, la lógica social del contrapoder popular, desde la cual se reestructura y reordena ese nuevo espacio de lo político y de lo estatal, y desde la cual se «revoluciona el poder y sus relaciones», y sus prácticas, y sus funciones, y su sentido, y su naturaleza, y su esencia misma, desde esa perspectiva ‘desde abajo y a la izquierda’, propia y consustancial de los sectores, las clases y los grupos subalternos de la sociedad.
Lógica de los de abajo o subalternos, que debe ser también una lógica de izquierda en el sentido ya antes referido, de no contentarse con la sola protesta o reclamo frente a la injusticia, la explotación o el despojo, y de no quedarse en la mera acción defensiva y reactiva frente a la humillación, la discriminación, el despotismo o la opresión, sino de avanzar, ofensiva y activamente, hacia esa constitución del contrapoder popular y hacia la generación de un mundo otro, diferente, alternativo y no capitalista, que podamos oponer al actual sistema social capitalista, en su fase de crisis terminal y en su etapa de caos total.
Doble vertiente de esta lógica necesariamente anticapitalista del contrapoder popular, que si de un lado se emplaza claramente desde ese punto de vista de los «de abajo», de esos vastos sectores, y clases, y grupos subalternos, del otro lado se inscribe necesariamente en esa perspectiva «de izquierda», que mira siempre el «lado malo» de las cosas y de la historia, para descubrir en ellas no sólo la raíz y la fuente de su obligada caducidad y carácter efímero, sino también y sobre todo, a la semilla que, desde ese lado negativo de los procesos y de las realidades que abordamos, va germinando y creciendo lenta y subterráneamente, para irrumpir un día u otro, como nuevo y distinto futuro, cualitativamente diverso de nuestro más actual presente.
Lo que, claramente, se ha plasmado en los trece años de vida pública del EZLN, y también en el primer año de intensa y muy fructífera actividad del digno movimiento nacional de La Otra Campaña. Y que también se hace presente en los movimientos sociales genuinamente antisistémicos y más avanzados de toda la América Latina actual.
¿Se trata entonces de «cambiar el mundo, sin tomar el poder»? Para nada. Más bien, se trata de «cambiar el mundo, revolucionando el poder». Para lo cual, es necesario distinguir entre el poder del Estado, el poder político y el poder social. Pues es justamente desde ciertos espacios y figuras de este poder social, desde los movimientos sociales genuina y radicalmente antisistémicos y anticapitalistas, desde los cuales habrá, no que «tomar el poder del Estado», sino que destruirlo, y no que «tomar el poder político», sino que suprimirlo, para emplazar en el lugar de ambos, de un lado un radicalmente nuevo modo de gobernar, basado en la lógica del «mandar obedeciendo», y del otro lado una también muy diferente y nueva manera de hacer política, que será sin duda una muy «otra política».
Así, puesto que es seguro que existe un mañana que no le pertenece a los que hoy nos explotan, dominan, despojan y humillan, quizá, y desde ese generar contrapoderes desde abajo y a la izquierda, podamos apostar a que dicho mañana sea finalmente nuestro, es decir, no de nosotros, sino más bien de todos.
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Ciudad de México, 26 de diciembre de 2006.
[1] Sobre esta crisis y debacle definitiva de la clase política mexicana, que nos sea permitido enviar al lector a la lectura de nuestro libro, Carlos Antonio Aguirre Rojas, Chiapas, Planeta Tierra, Ed. Contrahistorias, México, 2006. Sin embargo, es importante señalar que esta crisis política mexicana no hace más que expresar una crisis política que se da en escala planetaria, y que forma parte de la verdadera crisis terminal del capitalismo actual, punto sobre el cual vale la pena ver a Immanuel Wallerstein, La crisis estructural del capitalismo, Ed. Contrahistorias, México, 2005, y también Carlos Antonio Aguirre Rojas, Para comprender el siglo XXI, Ed. El Viejo Topo, Barcelona, 2005, así como la «Introducción» al libro, Carlos Antonio Aguirre Rojas, Immanuel Wallerstein. Crítica del sistema-mundo capitalista, Ed. Era, 2ª edición, México, 2004.
[2] Sobre las características generales de este importante proceso de La Otra Campaña, cfr. todo el número 6 de la revista Contrahistorias, publicado en abril de 2006, y en particular nuestro ensayo, Carlos Antonio Aguirre Rojas, «Ir a contracorriente. El sentido de La Otra Campaña«, en Contrahistorias, núm. 6, México, 2006.
[3] Sobre esta crítica de Immanuel Wallerstein, cfr. varios de sus ensayos contenidos en el libro Después del Liberalismo, Ed. Siglo XXI, México, 1996.
[4] Al respecto, debe revisarse su brillante obra, Michel Foucault, Vigilar y castigar, Ed. Siglo XXI, México, 1993. Puede verse también el libro Estrategias de poder, que es el volumen II de las Obras Esenciales, Ed. Paidós, Barcelona, 1999, así como El poder psiquiátrico, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2005, Seguridad, Territorio, Población, Ed. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006, y también Defender la sociedad, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2000.
[5] Sobre este punto, cfr. la idea de Marx de cómo, con la actividad cooperativa en el trabajo, se genera una fuerza o poder social nuevo, una fuerza de masas que es mayor a la suma mecánica del conjunto de las fuerzas individuales de los obreros que cooperan entre sí (Cfr. Carlos Marx, El Capital, tomo I, vol. 2, págs. 395-396, Ed. Siglo XXI, México, 1975). En nuestra opinión, esta tesis es válida no solamente para el proceso de la cooperación dentro de la actividad del trabajo, sino para todo tipo de cooperación e interconexión humana en tanto que tal.
[6] Sobre este punto cfr. Antonio Gramsci y todo el conjunto de sus brillantes reflexiones acerca del proceso de la construcción de una nueva hegemonía histórica, por ejemplo en su libro Consejos de fábrica y Estado de la clase obrera, Ed. Roca, México, 1973, y también en Notas sobre Maquiavelo, sobre Política y sobre el Estado moderno, Ed. Juan Pablos Editor, México, 1998.
[7] Sobre los problemas y riesgos de oponer a la lógica del poder, una lógica simplemente invertida pero no distinta, cfr. el texto del Subcomandante Insurgente Marcos, «OJEPSE LE Y OTIRUD (La política, la odontología y la moral. Carta a Carlos Monsiváis», de septiembre – noviembre de 1995, en EZLN. Documentos y Comunicados, tomo 3, Ed. Era, México, 1997. Y también Raul Zibechi, Genealogía de la revuelta, Ed. FZLN, México, 2004, pp. 12 – 26.
[8] Para esta brillante idea de Marx, de la naturaleza solo derivada y no autosuficiente de lo político, cfr. su libro Miseria de la filosofía, Ed. Siglo XXI, México, 1978, y sobre todo sus Elementos fundamentales para la crítica de la economía política. Grundrisse, Ed. Siglo XXI, México, 3 volúmenes, 1971-1976. De esta idea, Marx deriva además la tesis de que con el fin de las clases sociales y del antagonismo de clases, vendrá también el fin de esta actividad política, su muerte o extinción definitiva. Sobre este punto, cfr. nuestro ensayo, Carlos Antonio Aguirre Rojas, América Latina en la encrucijada, Ed. Contrahistorias, 2ª edición, México, 2006, en donde, siguiendo esta brillante tesis de Marx, caracterizamos los procesos actuales como el periodo de la ‘muerte de la política’.
[9] Lo que nos ha sido demostrado por las experiencias recientes de los pueblos de Bolivia, o Ecuador, o Argentina, en donde los movimiento sociales organizados han logrado derrocar a varios Presidentes, de manera pacífica, y por la simple vía de hacer valer de manera contundente su rechazo y su veto a las impopulares políticas de esos gobernantes, es decir al mostrar y hacer vigente su claro estatuto de figuras del contrapoder social.
[10] Sobre esta muerte de la política humana en general, puede verse, como mencionamos, nuestro libro Carlos Antonio Aguirre Rojas, América Latina en la encrucijada, capítulo 3, «La muerte de la política en el contexto de la América Latina contemporánea», págs. 75-84. Sobre el punto fundamental de la «Otra política», véase también nuestro ensayo, «La otra política de La Otra Campaña», en la revista Contrahistorias, núm. 6, México, 2006.
[11] Sobre todas estas lecciones esenciales de la Comuna de París, y sobre otras más que aquí no resumimos, lecciones aún profundamente válidas y vigentes, cfr. el brillante análisis de Marx en su libro La guerra civil en Francia, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín, 1978. La cita recién mencionada se encuentra en la pág. 67.
[12] Sobre este punto, cfr. los ensayos de Raúl Zibechi, «Movimiento social y poder estatal: relaciones peligrosas», en la revista La Guillotina, núm. 54, México, primavera de 2005; y «El zapatismo y América Latina. La otra y nosotros», en Contrahistorias, núm. 6, México, 2006. Y para un ejemplo concreto y muy actual de estos procesos de perversión y deformación, véase del mismo Raúl Zibechi, el breve ensayo «Evo empantanado», en el diario La Jornada, del 22 de diciembre de 2006, pág. 20.