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Gildas

Fuentes: Rebelión

En tercer curso de sociología conocí a un chico de Burkina Fasso, Gildas. Tenía la cabeza redonda y negra como un conguito y una de las risas más sinceras que haya visto y escuchado nunca. Si algo me llamó la atención de él era su profundísima serenidad y su educación. En el diccionario de la […]

En tercer curso de sociología conocí a un chico de Burkina Fasso, Gildas. Tenía la cabeza redonda y negra como un conguito y una de las risas más sinceras que haya visto y escuchado nunca. Si algo me llamó la atención de él era su profundísima serenidad y su educación. En el diccionario de la RAE se define a la educación como «cortesía» y «urbanidad». Ya saben ustedes, además, que lo urbano designa a lo perteneciente a la ciudad. Gildas, aún teniendo más urbanidad en su corazoncito que el ochenta por ciento de los nacidos en este país, no se crió en un ambiente urbano, no, sino en un pequeño, envejecido y pobre pueblo de Burkina Fasso. Nos veíamos todos los días por la mañana en la facultad de sociología de A Coruña. Cuando lo divisaba a lo lejos lo primero que se me ocurría era gritarle «!hola, negro, bienvenido!»; los estudiantes se nos quedaban mirando, desconcertados, les parecía, por lo visto, violento, que yo le recordase a Gildas su color de piel, y por lo visto también desconcertante desconcertante el hecho de que el entrañable hombrecito se escojonase de risa conmigo cada vez que le gritaba «!negro!» desde el fondo del pasillo de aquella pija, snob e insustancial facultad.

Recuerdo que un día, hablando sobre todo y nada, le confesé que yo era un completo descreído. Son los típicos arrebatos de espontáneo pesimismo, cuando ya no estás por la labor de creerte la cantidad de promesas falsas, mentiras y medias verdades de los predicadores del divino mensaje, ni tampoco las de los militantes full time de promesas laicas. En fin, que allí estaba para animarme ese entrañable negrito de dientes blancos como perlas y sonrisa de oreja a oreja. Dándome una palmada en el hombro me comentó aquello de : «No, no, no, Diego, tú no me engañas. Tú crees en algo. No sé en qué, pero se te ve en los ojos». Aún hoy en día, con 29 añitos de nada, me miro al espejo e intento averiguar, mirándome a los ojos, qué es ese «algo» que Gildas veía. Me gustaría poder tenerlo ahora a mi lado para poder confesarle, honestamente, que no me siento más iluminado ahora que antes. Incluso podría afirmar, tajantemente, que la lista de dudas y perplejidades va en aumento con los años. Cosa que, por cierto, no sólo me libera, sino que además me saca de encima muchos años de melancolías paralizantes.

Gildas tenía una voz suave y dulzona, coma la de esas personas que no han sido educadas para hablar a gritos e imponer sus razones. LLevaba siempre una pequeña medalla de la virgen María bañada en oro en el cuello. Cada vez que le preguntaba si realmente se creía que había sido concebida sin pecado, él estallaba en risas, enseñando sus grandes dientes blancos y estirando, de oreja a oreja, sus gruesos labios. A veces incluso dejaba asomar dos pequeños lagrimones en el rabillo de los ojos. Yo, la verdad, me reía con él : me alegraba su alegría, era contagiosa, como la melodía de una flauta o la sonrisa de un crío. La cuestión es que, claro, me di cuenta enseguida de que a Gildas le importaba tres pepinos la «realidad». Intuí muy pronto que, para él, las metáforas no eran sino «ficciones» que le ayudaban a vivir. Y desde luego, no hacía falta tampoco ser muy lúcido para darse cuenta de que él jamás estaría dispuesto a insultar ni a defender con su sangre ninguna metáfora. Eso se ve al momento, sólo hace falta mirar sin miedo a los ojos de la persona que se tiene delante, el cuerpo también comunica, y las palabras son, en muchas ocasiones, insuficientes, para hacerse una vaga idea de cómo es realmente la persona que tenemos delante. El fanático siempre suele estar intranquilo, incómodo, vive en un estado de autodefensa y conspiración permanente, como si el miedo se hubiese apoderado de su cuerpo y sintiese la esquizofrénica necesidad de estar siempre defendiéndose o justificándose ante los demás. Gildas era la serenidad en persona, nunca conocí a una persona tan tranquila; ya podría estar cayéndose en pedazos la torre de Hércules que él pasaría, tranquilo e imperturbable, delante del desastre, asumiendo una verdad cuya lógica es aplastante : «¿y qué narices puedo hacer yo para evitar esto?. En fin, Gildas me fascinaba por su simplicidad, me dejaba atónito, y si bien es cierto que este mundo es demasiado complejo para entenderlo con fórmulas simples, no menos cierto es que no tiene ningún sentido querer complicarse más la propia existencia, que ya es de por sí bastante complicada.

«Entre el amor a mi madre y el amor a la Justicia, escojo el amor a mi madre», dijo en su tiempo Albert Camus, provocando, como no, a alguna progresista intelectualidad francesa. Hay individuos que no pueden ser entendidos en su tiempo debido a la estupidez y a la simplicidad moral e intelectual de los bandos enfrentados. Para mí, esta frase de Camus viene a decir, sencillamente, que de nada sirve sentir «amor» por las leyes escritas en cualquier código jurídico, sino se siente amor por las personas concretas. Una madre, un padre, un hermano. Deseamos justicia, no porque amemos a un papel timbrado con un cúmulo de leyes escritas. Deseamos justicia porque nos resultaría insoportable ver como las personas concretas a las que amamos, la sufren. El hecho en sí es condenable, sin necesidad de estar enraizado en un punzante sentimiento de indignación, pero se siente más, mucho más, el deseo de Justicia, cuando ésta es sufrida sobre los seres de carne y hueso a los que amamos.

Nunca he sentido «amor» por el Estado, y la verdad, tampoco aspiro a ser un correctísimo ciudadano. Sí sé, sin embargo, lo que es sentir amor por las personas de carne y hueso, y cuando éstas sufren, yo siento dolor -aunque me aleje como la peste del sufrimiento, que diluye toda energía para poder rebelarse-; la necesidad de Justicia, para mí, está en el deseo cotidiano de felicidad, de dignidad, y es por ello por lo que, para bien o para mal, siempre serán necesarios, más que instituciones, individuos de carne y hueso, intelectual y moralmente preparados para tomarse la sacrosanta «Justicia» en serio.

No vivimos tiempos propicios para tales discursos, me consta, y quizás nunca lo hayan sido, pero cuando escucho los histriónicos y vehementes discursos que versan sobre la necesidad de salvaguardar a toda costa el «estado de derecho», cuando veo qué clase de individuos -un ejemplo es José María Aznar- verbalizan tales discursos, me resulta difícil, sino imposible, reprimir esa tan conocida sensación de desazón y hasta de malestar fisiológico que nos provoca el escuchar a políticos cuya calidad moral e intelectual está a la altura de la concha de un caracol, y que aún por encima intentan erigirse a sí mismos como arquitectos de destinos colectivos.

A Don Josema convendría juzgarlo, y ya, en los tribunales internacionales por criminal de guerra. Sí, criminal de guerra, sin eufemismos. Al trío de las azores se le han ido consumiendo con el tiempo todas las «razones» que justificaron aquella masacre de civiles inocentes; masacre que ya estaba preparada para ser televisada antes de que el primer soldado yankee aterrizase en Irak, y que reportó pingues beneficios a los medios de comunicación que ya estaban con las cámaras preparadas antes de que los mismísimos pollinos (en la RAE : hombre simple, ignorante o rudo) de Texas, Madrid y Londres diesen la orden de partida a sus ejércitos.

A estos hombrecillos enclenques y de pocas luces que, por algún cósmico misterio que no llego a entender, llegan a ocupar cargos de tanta responsabilidad política, no les llega sólo con pasarse a la torera la opinión unánime de los partidos representados en las cámaras parlamentarias, también se pasan a la torera la opinión unánime de la sociedad civil. Todo, eso sí, mientras recortan continuamente el gasto social para inflar sus ejércitos de inmigrantes. Inmigrantes cuya integración es casi automática para organizar bárbaras batallitas en pro de la democracia-mercado, pero regulada, controlada y problemática cuando se trata de encontrarles un lugar en el mercado laboral del país de acogida.

Desde el civilizadísimo norte, desde la flamante y ultra-liberal democracia-mercado gestionada por el hombre blanco, los ejércitos demandan soldaditos de piel negra, roja, amarilla o morenita : ahí no hay preselección ni precondiciones de ningún tipo. ¡!El norte civilizado abre sus brazos a tutti il mondo!!. El problema es cuando el «otro» busca trabajo : ahí es cuando nuestros pollinos y enclenques hombrecillos de estado ordenan construir muros para frenar el «coladero» -es muy frecuente escuchar esta palabra en los integrantes de la «centradísima» derecha Española- de inmigrantes. ¡!Incluso construyen ministerios para salvaguardar la «conservación» de la propia «identidad» nacional!!.

Dejando el tema, perdí la pista a Gildas hace ya un tiempo. Siempre recordaré el día en que me recomendó vivir la vida sin esa esquizofrénica pasión moderna por la velocidad y el cambio por el mero gusto del cambio.

-«Diego, si tienes prisa por comprar una cabeza de cabra, acabarás comprando una cabeza de perro»-

Gildas nunca leyó a Camus, no le hacía falta. No creo que estuviese tan dispuesto como otros a dar su vida por amor a la Justicia; en una de las cartas que Antonio Gramsci escribió a Julia Schucht, el comunista sardo se preguntaba a sí mismo algo que, por lo visto, muchos amantes de la justicia todavía no se han interrogado a sí mismos : «Pero cuantas veces me he preguntado si era posible ligarse a una masa cuando no se había querido a nadie, ni siquiera a la familia, si era posible amar a una colectividad cuando no se había amado profundamente a criaturas humanas individuales».

Gildas nunca leyó a Camus, tampoco a Gramsci. Doy fe de que toda su bonhomía (en la RAE : Afabilidad, sencillez, bondad, honradez en el carácter y en el comportamiento) le salía de lo más hondo de su estómago. Hay muchos filántropos por ahí sueltos, sean de izquierdas o de derechas, pero me cuesta muchas veces creerme el supuesto desinterés de sus principios, y así nos va.

No cambia, no cambiará, la barbarie globalizada, sino se apela al cambio de actitudes, de prácticas, de pensamiento. No cambiará la plétora miserable del capitalismo ultra liberal, si, amén de la creación de programas políticos que se propongan, como punto mínimo de partida, la reforma radical de las estructuras en la lucha política diaria, cotidiana, dentro y fuera de las instituciones. Si amén de eso, digo, nuestros pedagogos, profesores y educadores sociales, que trabajan, en un épico anonimato, en los difíciles barrios marginales de nuestras cosmópolis modernas, no disponen de los medios materiales y de la motivación suficiente para contrarrestar al absurdo, repetitivo y monocorde discurso del individualismo y el «laissez faire, laissez passe» cotidiano. Hay un sutil pero necesario camino pedagógico alternativo que construir entre la monstruosa pedagogía totalitaria de la persecución y la prohibición sin límites que nuestros padres y abuelos sufrieron en el franquismo… y la no menos monstruosa pedagogía ultra-liberal de la prohibición de los límites que se ha impuesto en todas las dimensiones de la vida.

Crear ese camino alternativo es y será, sí, una responsabilidad político-pedagógica colectiva. Responsabilidad sin la cual, por cierto, ningún tipo de cambio será posible. Quizás, quien sabe, dentro de medio siglo, en este país de locos, empecemos a darnos cuenta de ello.