No conocí a Gladys Marín en las mejores circunstancias. Lo digo así, sutil, para no reconocer que en realidad fue en las peores. Cierto es, eso sí, que ya la conocía por los diarios y que muchas veces había escuchado hablar de ella a gente que la admiraba y a algunos que estaban cerca de […]
No conocí a Gladys Marín en las mejores circunstancias. Lo digo así, sutil, para no reconocer que en realidad fue en las peores. Cierto es, eso sí, que ya la conocía por los diarios y que muchas veces había escuchado hablar de ella a gente que la admiraba y a algunos que estaban cerca de aborrecerla. Los primeros destacaban su entrega, su compromiso, su claridad, su amor por los postergados. Los otros la llamaban así nomás: sectaria. Había también quienes la llamaban resentida, pero felizmente con ésos yo no tenía mayor acercamiento.
Pero quién habla de haberla conocido en las peores circunstancias… en verdad para nosotros eran las mejores y no podríamos haber soñado siquiera con otras mejores: llevábamos cerca de dos años pretendiendo hacernos fuertes entre el estudiantado de la UTE, y para ello habíamos pasado por todo, desde la destrucción reiterada de nuestro material de agitación que ya era precario, hasta golpizas descarnadas y a descubierto. Pero no nos acobardábamos, seguimos en la lucha incansables y éramos poquísimos; con los dedos de la mano: Rodrigo, el Leo, el Chopo y Aguiló en mi escuela; la Begoña y Joaquín en Construcción Civil, y en el Pedagógico el Cheto, Barría, Larraín, la chica Erices, Pedro y Jaime. Comunistas en cambio habría unos trescientos si no cuatrocientos, y nos acusaban de revolucionarios de café, de violentistas, de agentes de la CIA. Los más instruidos o los que posaban de tales, nos llamaban «grupúsculo aislado de las masas» y nos mandaban a leer «El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo».
No tenían razón. A la mitad de 1969 empezamos a demostrarlo. De hecho, en número ya superábamos la treintena, en su mayoría con buena educación política, destacando que entre los nuevos militantes había varios que venían justamente de la Jota. Además, les disputábamos el liderazgo de la movilización por presupuesto para la UTE que el PC conducía sin dar una paso fuera de la legalidad. Imaginen: si hasta nos obligaban a desfilar por la vereda. Así se daban las cosas cuando llegamos al 2 de diciembre de 1969 después de mes y medio de huelga, con nosotros haciendo barricadas en Alameda frente a Estación Central y con la Jota tratando de «recuperar la cordura». Pero Gladys Marín no podía saber eso, aunque la Jota de la UTE sí: el MIR les arrebataba la conducción y eso ellos no podían reconocerlo ante su jefatura; o no así no más. Para eso tendrían que recuperar antes su posición, aunque eso no pareciera posible porque no era sólo el MIR: los estudiantes de la UTE estaban en la calle y ya no reconocían la conducción legalista de la FEUT ni de la Jota.
Fue cuando apareció desde Alameda un auto azul escoltado por dos motoristas que se quedaron esperando mientras los del auto se acercaban sin temor a nuestra barricada que ya había soportado una veintena de asaltos del grupo móvil. Nosotros detuvimos por un momento los proyectiles con que combatíamos a todo lo que tuviera «olor a verde», y cuando se detuvieron próximos, descubrimos que se trataba, nada menos, de Bernardo Leighton, ministro del interior y su subsecretario, Juan Hamilton, quien, con toda confianza bajó el vidrio diciéndonos que venían a una reunión con el Rector Kirberg por lo del presupuesto y que los dejáramos pasar por favor. Alguien -pude ser yo-, gritó algo así como «abajo el Gobierno de Frei», aunque pudo ser también algo más duro como «asesinos de Puerto Montt». El caso fue que diez o veinte se lanzaron sobre el lujoso coche azul a darle de garrotazos, y yo que también quería darle mi dosis -no por nada me decían «funesto»- no podía porque tenía las manos ocupadas con una molotov.
Ocurrió todo en un segundo: el chico Rodrigo destrozó de un golpe de luma expropiada a los pacos el vidrio junto al asiento del ministro; y yo, aprovechando el hueco del vidrio roto, hice entrar por él la molotov sin encender, la cual cayó justamente sobre las rodillas del ministro. Hoy, después de 35 años, juro que lo hice sin mala intención, y si así ocurrió, ocurrió sólo por atolondramiento, o por atolondramiento mezclado con rebeldía, o por solo rebeldía, o no sé. Sólo sé que a partir de entonces los sucesos pasaron ante mí como asistente a una película terrorífica filmada por Groucho Marx y sus hermanos, pero esta vez los protagonistas eran el subsecretario, el chofer y el propio ministro que tomó la bomba temblando y, sin saber qué hacer con ella, se la pasó aterrado al subsecretario que, aterrado también, no atinaba y permanecía con ella en las manos; todo esto mientras mis compañeros continuaban quebrando el resto de los vidrios del auto y machacándolo por donde podían, hasta que Hamilton atinó, pero atinó mal: en vez de arrojar la bomba afuera, se la pasó al chofer quien con un alarido de terror logró sobreponerse y echarla por fin al pavimento, mientras, desesperado, echaba a andar el motor y aserruchaba marcha atrás.
De ahí para adelante recibimos una seguidilla de ataques del grupo móvil que logramos rechazar como los otros con nuestra buena barricada, la cual tuvimos que abrir, eso sí, por unos instantes para que pasara hacia el centro el auto de la rectoría llevando a las autoridades, incluyendo al Rector, que se dirigían, supongo, a intentar convencer a Bernardo Leighton de que se olvidara de nuestro ataque para superar así la ruptura que con seguridad debía haberse producido. La habíamos embarrado, era evidente; con la adrenalina más baja me di cuenta de eso. Fue entonces cuando apareció Gladys por la esquina, y es por esto que digo que no la conocí en las mejores circunstancias, aunque para nosotros fueran las mejores, insisto: estábamos conduciendo la movilización, qué más podíamos querer.
Gladys se acercó a nuestras barricadas de Ecuador con Alameda junto a la tienda SEDERAP, y junto también al bar donde el Tío Roberto Parra dormía sus borracheras. Por supuesto, ella no estaba interesada en el tío Roberto ni en comprar chuteadores ni pelotas de fútbol. Se acercó a nosotros y talvez, confundiéndonos con militantes de la Jota, nos increpó en la más dura y directa. «La cagaron», así nos dijo mientras nos preguntaba indignada que cómo podíamos haber hecho algo como eso. Y tenía razón, y qué tamaño de cagada, pero una cosa era que yo lo entendiera, otra que quisiera reconocerlo, y ella a mí precisamente me escogió para preguntarme dónde estaba Palacios, comunista, presidente de la FEUT; venía a retarlo, era evidente. Yo, en parte deslumbrado por el desplante de mi interlocutora, y desde luego también por su belleza, le respondí, cuando pude hacerlo, que nosotros la cagábamos como queríamos, y que el cobarde de Palacios estaría escondido lejos, en alguna oficina en la Universidad. Y se lo dije así nomás, sin ningún respeto porque yo, si bien era políticamente instruido, quién era en verdad sino apenas un adolescente, un pendejo…
Gladys se dirigió rápidamente hacia la casa central en medio de abucheos e incluso de insultos. Nosotros esa noche nos reunimos a discutir la situación, estábamos contentos pero algo preocupados. Joaquín (**) fue quien nos calmó: «fue un error, cierto, pero no resultó nadie herido. Van a tener que fijarse más pa’otra vez… en todo caso, todos son menores de edad, por lo tanto ininputables».
«Ininputables…», bonita palabra. La fui masticando mientras esperaba la liebre Bilbao-Lo Franco en Alameda para ir a dormir a mi casa y volver al otro día temprano, lo cual no fue obstáculo para que al pasar por Condell decidiera bajarme, así nomás, ininputable, para pasar a ver a una guitarrista que había conocido y habíamos quedado de vernos, y no veía razón para dejarla esperando. Al día siguiente no pude llegar muy temprano, aunque, para mi buena suerte, el Rector había citado a una asamblea para las 11:30 donde informó que se había conseguido la totalidad del presupuesto requerido y con ello se terminaba la huelga. Los estudiantes y la universidad habíamos ganado, y a nosotros nunca nadie más iba a tratarnos de grupúsculo.
¿En realidad la habíamos cagado? La respuesta parece ser «no», aunque cien, o qué cien… mil veces me he preguntado qué hubiera sido de nosotros si aquella molotov se inflama y pasamos a la historia como los asesinos de Bernardo Leighton y Juan Hamilton, y del pobre del chofer que nada tenía que ver con ese entuerto.
Mucho tiempo después conversamos con Gladys mientras ella conocía y elogiaba el primer volumen de «Las historias que podemos contar», y yo le prometía que en el segundo (*) iba a aparecer una profunda autocrítica sobre esas diferencias nuestras que nos habían hecho tanto daño. Así mismo, le contaba también sobre mi hermano, abogado comunista que defendió a los soldados democráticos de la FACH, y que no alcanzó a ver de nuevo la democracia en Chile, le faltaron muchos años para ello. Y le conté por último de mi abuelo, comunista también, muerto maravillado después del «naranjazo» y que no llegó por eso a vivir la pena de la derrota de Allende de 1964 -bien por él-. Y narré entonces para ella esta anécdota que hoy recuerdo, aprovechando de disculparme por nuestra arrogancia y por nuestra ceguera adolescente, pero le hacía a ver también a ella de los errores del PC, de la prepotencia de la BRP y de la ceguera que no los había dejado preparse de verdad para el golpe. Gladys, que se acordaba perfectamente, aceptó mis disculpas y mi autocrítica; y aceptó también parte de las imputaciones que le hacía, pero con respecto a lo de la UTE, tras sonreírse, me dijo «claro que si no se mandan la cagada, capaz, todavía estaríamos perdiendo tiempo en esa huelga maldita…»
Así era Gladys, la verdadera Gladys: clara y directa, respetuosa de la institucionalidad pero rebelde y dispuesta a cometer trasgresiones si ellas ayudaran. Por eso se atrevió a reconocer que sabía de la internación de armas de Carrizal Bajo y que había apoyado entusiastamente esa acción; por eso se reconoció también «Rodriguista» y no tranzó jamás ninguno de sus principios. «Eran armas para combatir a la dictadura de Pinochet», dijo públicamente; cómo no quererla entonces, cómo no respetarla, cómo no sentir así profundo su partida, cómo no asistir atónito ante la avalancha de elogios de aquellos que ayer nomás la trataban de resentida, pero hoy, aprovechando la hipocresía del «fair play» la destacan como luchadora y consecuente.
No se diferencian en mucho de lo que ahora dicen de ti esos cientos que no se cansaron de repetir que te habías quedado en otras épocas y que eras incapaz de dar una mirada de futuro. Pero no te preocupes por ellos Gladys, porque ésos pertenecen al ejército de renovados, neoliberales, y apitutados que viven temblando ante la posibilidad de que gane algún día la derecha; y no es que les interese la revolución o siquiera el bienestar de nuestro pueblo. Nada de eso… al mejor postor compañera… si tiemblan es porque si eso ocurriera perderían su derecho bien ganado a que los mantengan a cambio de hacer nada. Así tal como escuchas, lloran ahora por ti, pero sus lágrimas son falsas; me encontré con varios en tu sepelio, no quise siquiera saludarlos; para qué darles audiencia si las frases bellas que hoy te brindan están hechas de palabras falsas y destempladas, tanto como las de esos otros que te trataban de resentida y ahora no tienen para ti sino elogios. Pero esos elogios son amargos compañera. Falsos y amargos, vinagre congelado, eso son… Resentida tú, puchas, si hubiera cinco resentidas como tú, o qué cinco… una, con una sólo que pudiera reemplazarte…
En estos días en que te estamos despidiendo, el colectivo de arte «Las historias que podemos contar» te rinde el más cálido de sus homenajes, y anuncia, querida compañera, desde ya, que incluirá tu historia en el volumen tres, el cual estará dedicado a los profesores y profesoras mártires, porque tú también lo eras: profesora normalista, bella profesora normalista. Maestra de ética y consecuencia revolucionaria.
(*) Gladys no alcanzó a conocer ese volumen dos. Cuando éste apareció ella ya estaba gravemente enferma.
(**) Jaime Vásquez Sáez, llamado también «Joaquín», o «Coca-Cola», fue emboscado en Las Condes, por miembros de la DINA que lo llevan a Villa Grimaldi desde donde lo hacen desaparecer.