Temprano comenzó a sangrar el rojo. A borbotones secos suicidó sus fulgores, gota a gota, pincelada a pincelada, ante la desolación de los demás colores, incapaces de evitar tanta descolorida desgracia. El verde presenció la roja desventura y herida de muerte la esperanza, se dejó caer desde su altura. Y el amarillo, mudo testigo de […]
Temprano comenzó a sangrar el rojo.
A borbotones secos suicidó sus fulgores, gota a gota, pincelada a pincelada, ante la desolación de los demás colores, incapaces de evitar tanta descolorida desgracia.
El verde presenció la roja desventura y herida de muerte la esperanza, se dejó caer desde su altura.
Y el amarillo, mudo testigo de la calamidad que los convocaba, fue incapaz de asistir en silencio al verde derrame y al rojo desangrarse, vertiendo sus tonos y matices hasta sumarse al colectivo suicidio.
Tampoco el naranja pudo seguir ajeno al general desplome de colores y, abrumado por la soledad, apagó sus relieves y se arrojó en los brazos del olvido.
El azul, que callado retenía en sus pupilas la tristeza de tanto desconsuelo, cerró también sus ojos para siempre.
Y entonces el violeta comenzó a llorar lágrimas rojas y verdes y amarillas y naranjas y azules, y tras despedirse de pájaros y flores, hundió su violeta condición en el silencio.
Solo, el añil buscó a su alrededor aquellas gratas compañías con las que tantas lluvias y soles compartiera, y fue languideciendo al no advertirlas, hasta decolorarse y extinguirse.
Así fue como el Arco Iris quedó globalizado.