Bachelet ha sido una maestra. Durante años su discurso ha logrado mantener en vilo a la opinión pública por medio de cierta indefinición calculada. Cada vacío en sus intervenciones, cada palabra acallada, ha servido para que la audiencia complete la oración con lo que desea escuchar. Este método fue extraordinario durante la campaña electoral. El […]
Bachelet ha sido una maestra. Durante años su discurso ha logrado mantener en vilo a la opinión pública por medio de cierta indefinición calculada. Cada vacío en sus intervenciones, cada palabra acallada, ha servido para que la audiencia complete la oración con lo que desea escuchar. Este método fue extraordinario durante la campaña electoral. El mutismo de Bachelet servía como «significante vacío» y todos podían poner en ese espacio vacante lo que cada uno deseaba oír de la candidata. Y bajo el gobierno la estrategia ha continuado igual. Su discurso en la recepción del informe Engel es un ejemplo de este estilo, cuando instaló la idea de que en septiembre se va a iniciar un «proceso constituyente», pero sin señalar en qué consistirá. Todos pueden pensar en lo que les gustaría, y mantener la tensión por lo menos hasta esa fecha.
Pero lo que es bueno y eficaz en campaña electoral no es igualmente efectivo en el gobierno. Sobre todo si lo que se extiende como mancha de aceite es la desconfianza, y la presidenta no es ajena a las sospechas de la ciudadanía, especialmente cuando las recientes filtraciones respecto al financiamiento de su campaña electoral se empiezan a esparcir por sí solas. «Lo que pasa es que aquí ha habido una suerte de batalla comunicacional que hemos perdido», reconocía la presidenta Bachelet en una reciente entrevista con Cecilia Rovaretti en Radio Cooperativa. Conversación que se desarrolló en reacción a los resultados de las últimas encuestas, que muestran una aprobación del 29%, un mínimo histórico durante sus dos gobiernos, mientras la desaprobación alcanza al 66%, según Adimark, consultora de centroderecha. Y según Cadem el 57% de los chilenos tendría sentimientos negativos hacia la presidenta Bachelet, y la aprobación de la mandataria sigue en picada llegando, al 8 de junio, al 25%, con una desaprobación del 62%.
Si el gobierno reconoce que ha perdido su batalla comunicacional sería hora de revisar las premisas de la estrategia derrotada. El silencio, herramienta de éxito hasta ayer, es hoy fuente de todos los fracasos. Mientras tanto, un lento hilo de desafección corroe a los mismos que ayer sostuvieron a Bachelet con entusiasmo. Al parecer, la salida de Rodrigo Peñailillo y Jorge Insunza quebró lealtades y vínculos estructurales, que serán muy difíciles de reconfigurar. La estrategia de las verdades a medias, los silencios velados, la compartimentación de la información y el «control de la agenda» ha fracasado. Ha conducido al escenario de un gobierno mudo, sin relato, sin argumentos, con la derecha vociferando desde sus tribunas mercuriales y la izquierda en un desmembrado campo de movimientos sociales que piden que rueden más cabezas gubernamentales.
En este cuadro el mejor consejo que podría darse al gobierno no se lo oí a un alto funcionario o a un intelectual. Se lo escuché a Yerko Puchento. Ninguno de los asesores presidenciales podría decirlo mejor: «Y que el gobierno entienda de una vez por todas y deje de hacer comisiones, y haga un esfuerzo por explicarle la reforma a la gente, con gráficos, con papelógrafos, en cadena nacional, con títeres, con la pizarra de Bonvallet, por último con manzanas… puta con la gueá que sea, pero que la gente entienda, para que pueda decidir si la gueá le gusta o no le gusta»(1).
Lo que dice Yerko es tan simple como captar que gobernar es informar. Es ir con la verdad por delante, con la palabra en la boca y con las cifras en la mano, sin más arma que la convicción y sin más escudo que una enorme capacidad de escuchar y dar acogida sincera a las críticas del pueblo. En tiempos de coimas legítimas, latrocinios legales, rapiñas permitidas, hurtos reglamentarios, timos constitucionales, fraudes encubiertos, dolos procesales, pillajes judiciales, rapiñas admitidas, saqueos consentidos y estafas toleradas, decir la verdad, aunque sea una simple y crasa verdad, es casi un acto revolucionario. Eso es lo que podría salvar a este gobierno. Si no lo capta, no sólo se anticipa su derrota, sino también un escenario muy preocupante para todos, incluidos los que no participamos de su tarea.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 830, 12 de junio, 2015