Entre los más destacados en abandonar el razonamiento cartesiano están el presidente Gabriel Boric, su ministra vocera Camila Vallejo, la presidenta de la Cámara de Diputados, Karol Cariola, la alcaldesa de Santiago, Irací Hassler, el músico Horacio Salinas, la senadora Isabel Allende (hija del presidente Salvador Allende), los líderes de casi todos los partidos de Gobierno, y una procesión de intelectuales y columnistas «progresistas» de todos los pelajes, cada vez más vehementes e indignados.
Hasta esta fecha, el 30 de agosto de 2024, el Consejo Nacional Electoral de Venezuela no ha publicado aún en su portal las actas finales del proceso electoral del 28 de julio pasado. Esto, como es natural, genera dudas en algunas personas acerca de ese proceso, como es el caso de los presidentes de Colombia, Gustavo Petro, y de Brasil, José Inacio Lula da Silva, quienes dicen que sólo la publicación de las actas y su verificación por ignotos «obervadores imparciales» podría legitimar la victoria del presidente Nicolás Maduro.
De ese modo, cuestionan -y no exactamente de modo elegante- todas las instituciones venezolanas, al no reconocer al Tribunal Supremo de Justicia, que tras verificar las actas físicas de los cerca de 12 millones de votantes, ratificó el triunfo de Maduro.
Un paso que no dio, por ejemplo, el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, por ser una interferencia tosca, que ningún país soberano aceptaría. Como sea, sin embargo, las dudas de Lula y Petro -políticas, bajo intensa presión desde Estados Unidos y la Unión Europea- son finalmente sólo dudas. No proclaman certezas de ningún tipo.
En Chile, en cambio, quienes dudan son muy pocos. Me refiero al sector político que se autoconsidera de izquierda, donde la inmensa mayoría reconoce haber llegado a conclusiones definitivas y taxativas sobre un fraude en Venezuela y el carácter dictatorial de su gobierno… con base en nada.
La oposición venezolana, que invariablemente denuncia fraude cuando pierde, jamás ha presentado una sola queja formal ante el ente electoral venezolano, que es un poder autónomo del Estado.
Ni eso hay para alegar fraude, sólo el «relato». ¿Cuál es el relato? Metódicamente se instaló en la prensa hegemónica y las redes sociales que la victoria de Edmundo González era un hecho, que no podía perder. Con el mismo fundamento de hoy: ninguno.
Con un poquito de razonamiento científico, podrían haber estudiado los números antes de opinar: los votantes inscritos, las tasas históricas de abstención de uno y otro bando, las tendencias electorales desde 1998 (año de la elección de Hugo Chávez), el grado de organización y coherencia de cada bando, las divisiones patentes en la oposición. Todo eso estaba publicado y disponible. Pero no fue asi: la fe puede destrozar cerebros.
Entre los más destacados en abandonar el razonamiento cartesiano están el presidente Gabriel Boric, su ministra vocera Camila Vallejo, la presidenta de la Cámara de Diputados, Karol Cariola, la alcaldesa de Santiago, Irací Hassler, el músico Horacio Salinas, la senadora Isabel Allende (hija del presidente Salvador Allende), los líderes de casi todos los partidos de Gobierno, y una procesión de intelectuales y columnistas «progresistas» de todos los pelajes, cada vez más vehementes e indignados.
«No cabe la menor duda del fraude de Maduro», repiten uno tras otro, una y otra vez. Lo necesitan tal vez, como los feligreses, para reafirmar en sí mismos esa fe inconmovible basada en nada: no han visto prueba alguna, no han escuchado a los observadores internacionales de su propio país, no han leido la resolución del Tribunal, no han analizado los números ni atendido a los expertos electorales de la propia oposición venezolana que anticiparon un escenario de derrota. Ni siquiera los conocen.
Tampoco tienen reparos en abrazarse calurosamente en esta causa con los más acérrimos enemigos de cualquier tipo de democracia, como es la derecha chilena, abrumadoramente pinochetista, que nunca está satisfecha con las concesiones que el «gobierno transformador» les regala, porque ellos están habituados a tenerlo todo. No vacilan en comparar a Venezuela con la «democracia plena» de Chile y su «absoluta libertad de prensa», junto a las «sólidas instituciones», todo ello basado en la Constitución del dictador Pinochet que hasta hace muy poco aborrecían y juraban derribar.
Votan juntos resoluciones condenatorias y dicen todos apoyar resueltamente al presidente Boric cuando asocia su nombre a gente como Javier Milei, el presidente argentino liquidador del Estado y la industria; la golpista peruana Dina Boluarte -responsable de decenas de asesinatos-, o el empresario y mandatario ecuatoriano Daniel Noboa, que limpió su excelentísimo trasero con la convención de Viena sobre inmunidad diplomática.
Acto seguido, sus iras se dirigen contra quienes sí tienen dudas, como es el caso de una parte del partido Comunista, notoriamente su presidente, Lautaro Carmona, los diputados Boris Barrera, Lorena Pizarro y Carmen Herz, el economista Manuel Riesco o el arquitecto Miguel Lawner.
Estos últimos basan sus dudas en el respeto elemental a las instituciones venezolanas -otra cosa es guerra- y en un razonamiento geopolítico: detrás de todo esto no está la democracia ni la soberanía popular, sino el control del petróleo venezolano, la mayor reserva del mundo. Y del oro. Y del coltán. Y más.
Los sin-duda olvidaron la guerra económica que vive Venezuela, el sufrimiento causado a millones de ciudadanos, y hace rato dejaron de hablar del tema crucial de nuestra era: el imperialismo.
El tema conviene a muchos; se transforma en primera prioridad nacional, y es útil para ocultar la caja de Pandora que entreabre el caso del abogado de los poderosos, Luis Hermosilla -un converso que hoy amenaza con sus carpetas secretas- que tras meses de preparación judicial ha mostrado en tribunales la punta del iceberg de la podredumbre absoluta en todos los ámbitos del poder y la «elite» chilena.
También el «fraude» es útil para dejar en segundo plano la visita de dos generales estadounidenses y la realización de variados ejercicios militares conjuntos, entre ellos uno en la provincia de Tarapacá, fronteriza con Bolivia, asiento de las principales reservas de lito del mundo. Una amenaza directa a Bolivia, en que participa entusiasta la nieta de Salvador Allende, la ministra de Defensa Maya Fernández, en una pirueta histórica de la que no habrá más regreso que un suelazo.
Y aun más tapado queda el caso del alcalde comunista de Recoleta, Daniel Jadue, arrojado a la cárcel por acusaciones rimbombantes de corrupción, sustentadas en actuaciones relacionadas con medidas sanitarias de protección del pueblo en pandemia, que en el peor de los casos apenas constituirían faltas administrativas.
Como en el caso venezolano, los acusadores de Jadue alegaron que no se necesitaban pruebas para meterlo preso: bastaba que la jueza de turno se convenciera de su culpabilidad, y al parecer -según nuevos argumentos- estaba ya «convencida» desde mucho antes.
El presidente Lula, tan dubitativo hoy, fue encarcelado por una premisa similar -sin pruebas, sólo «convicciones»- en lo que se comprobó era una conspiración venida de lo más alto del poder. Eso pudo enseñarle algo, yo creo ¿no?.
Si Venezuela muestra las actas, tampoco bastará, porque luego exigirán una intervención externa, hostil, inaceptable. Nada bastará, en realidad; las elecciones no les interesan. Sólo bastaría un golpe de Estado, una guerra civil, o la invasión extranjera que la no-candidata María Corina Machado ha propiciado abiertamente desde 2017.
Sólo asi tendrían el petróleo, pero se estrellan una y otra vez con una determinación que no comprenden ni comprenderán.
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