“Gran política (alta política), pequeña política (política del día, política parlamentaria, de corredores, de intriga). La gran política comprende las cuestiones vinculadas con la función de nuevos Estados, con la lucha por la destrucción, la defensa, la conservación de determinadas estructuras orgánicas económico-sociales.La pequeña política comprende las cuestiones parciales y cotidianas que se plantean en el interior de una estructura ya establecida, debido a las luchas de preeminencia entre las diversas fracciones de una misma clase política.Gran política es, por lo tanto, la tentativa de excluir la gran política del ámbito interno de la vida estatal y de reducir todo a política pequeña (Giolitti, rebajando el nivel de las luchas internas hacía gran política; pero sus víctimas eran objeto de una gran política, haciendo ellos una política pequeña).Es propio de diletantes, en cambio, plantear la cuestión de una manera tal que cada elemento de pequeña política deba necesariamente convertirse en problema de gran política, de reorganización radical del Estado.”
Antonio Gramsci
El reciente plebiscito reventó un juego de imágenes ideológicas sobre la crisis política en Chile. Entre muchas, desarmó aquella idea según la cual el país estaba dividido en dos bloques equivalentes y con políticas similares – en número y legitimidad – respecto de los problemas graves de desigualdad y explotación que se explicitaron en octubre de 2019.
En cambio, la imagen que surgió de los conteos de sufragios aquella noche del 25 de octubre de 2020 daba cuenta más bien de una enorme mayoría, enraizada en los barrios populares de las grandes ciudades, que clamaba por cambiar la Constitución de Pinochet y que bajo el eufemismo del “Apruebo” colocaba una crítica frontal al orden neoliberal de las últimas décadas.
Desde esa noche y hasta el presente, se hace cada vez más insoportable la contradicción entre la forma en que la prensa, el gobierno y muchas de las vocerías políticas del ya fenecido duopolio de la transición, han explicado la lucha política; y la forma que ésta toma a través de los hechos y se explica entre las mayorías populares. El plebiscito nombró a la mayoría sin dejar sitio a dudas, y la puso encima de la farsa del “país polarizado entre la vieja Concertación de la transición y la Derecha pinochetista ”.
Desde ese día un nuevo pueblo se reconoce como no había ocurrido desde 1973. Y, produjo una serie de cartografías exactas para observar la compleja trama socio-territorial de la desigualdad de Chile. Explicó, en el fondo, la forma en que Chile es una comunidad difícil de sostener con el antiguo régimen . Pero, y he aquí el gran problema, inmediatamente demuestra su impotencia cuando sus cifras, la imagen que deja, no se convierte en arma y bandera de ninguna fuerza real.
La contradicción entre la persistencia de los poderosos en la TV y los medios de prensa por hacer como que el mito del “país polarizado” sigue siendo real (desde paneles de matinales y hasta comisiones parlamentarias siguen ordenándose según los equilibrios del duopolio transicional), y la demanda por una política para la mayoría social abrumadora en que se descubrieron los votantes del “Apruebo”, es una contradicción fuerte.
¿Cómo es posible que el poder siga como si nada hubiese pasado el 25 de octubre? La gente no es tonta, repetimos en tono de advertencia a todo aquel que crea que aquella contradicción es obviable. Aquella es el vacío de una explicación profunda, situada y no universal, de la política real y no oficialmente existente, es la medida de la despolitización construida en décadas de democracia formal, así como de la mistificación que debemos superar para afrontar secularmente el proceso ya está en marcha.
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“Entrarás en el cofre del muerto, sin tocar la botella de ron’, te lo dicen los mercados que son éste, aquel y yo”, canta el cantautor Evaristo en “Crónicas de un cerdo”.
En las democracias del siglo XXI puedes hacer lo que quieras, tienes derecho a todo, menos ejercer, o conspirar para poder ejercer, la soberanía, es decir, hacer política. Algo más o menos así fue la forma democrática del pinochetismo sin Pinochet, es decir la Transición.
Desde entonces, la política es un mercado donde consumir, vía votos, una mercancía de representación. Y como toda mercancía, a la larga, hostiga. La política fue reducida discursiva (a través de una acelerada liquidación de la cultura popular rebelde, y su reconversión en folcklore o patrimonio) y materialmente (híper tecnificando la administración de los recursos del Estado, bajo una inédita ética del ahorro público) a la “pequeña política”.
La gran política ya no existe, es cosa de la estructura, de la historia entendida como el trayecto evolutivo del homo sapiens al joven endeudado por estudiar. La naturaleza es economía y la economía es naturaleza, repiten hace unas tres o cuatro décadas los sacerdotes del orden devenidos en parlamentarios y políticos; y así como nadie vota por la hora en que sale el sol ni nadie marcha para modificar la longitud de las alas de los cóndores, también se consideró que nadie debía hacer política con la estructura socioeconómica del país. De otra forma, los mercados se resentirán y lo harán saber.
De ahí que desde octubre de 2019 anuncien la llegada de la crisis económica, pues equivale al castigo divino por la profanación de lo sacro.
Así llegamos al límite de la ciudadanía entendida como consumidora de representaciones: desde hace años que impone su protagonismo con fuego y caos, con masas y crisis, pues el sistema se resiste a que la política se produzca desde allí.
Aunque todas las condiciones para la democracia están ahí, un muro enorme protege el principal bastión del orden neoliberal, a saber, la expulsión de las mayorías de la política.
Eso es lo que se “descubre” el 25 de octubre pasado, que el problema político del bando popular no es de hacer visible la opinión de la mayoría, sino que cómo hacerla efectiva, potente. Y la cultura de la transición no nos educó en otro rol que no fuese el de espectador, de comentarista, y en el mejor de los casos, el que indica los problemas con su protesta para que los políticos decidan su solución. El “apruebismo” de masas espera por un partido, como quien busca atención en un restaurante: se coloca en el lugar del que busca disfrutar lo que otros producen.
La transición, en el fondo, se trató de esconder la política, así como el ciclo hasta 1973 se trató de integrar a las masas a ella y de explicar un cómo moverla a su favor, parcialmente. Los cambios ideológicos en buena parte de la izquierda chilena a fines de la década de 1980, invirtieron el valor que le otorgaban en su memoria a la Unidad Popular, y de esa forma, la característica polarización social del trienio de Allende, fue vista ya no como oportunidad de cambio profundo, sino como un grave error contra “el alma” de la nación.
Identificado con el interés de los más ricos, esa izquierda reconoció “lo peligroso” de que las mayorías populares participaran de la política. La renovación socialista no estuvo tanto en el abandono ideológico o programático del socialismo – esas cosas, en el fondo, no importan -, como en la renuncia a una forma de hacer política que les otorgaba un lugar fundamental a las masas movilizadas, y una comprensión clasista de la lucha por el poder.
Para Antonio Gramsci, los políticos modernos cumplen similar función que los sacerdotes, es decir, mantienen la unidad de lo social en torno al poder del Estado, al sostener y legitimar sus consensos basales. En un conocido texto, sostiene que “La relación entre filosofía “superior” y sentido común está asegurada por la “política”, así como está asegurada por la política la relación entre el catolicismo de los intelectuales y el de los “simples”.
La constatación de que la Iglesia debía atender las inquietudes, malestares o disidencias entre las bases de fieles -“los simples”- significa que no es un error o un disturbio, sino que hay un quiebre en la sociedad que se administra; “ruptura que no puede ser eliminada elevando a los “simples” al nivel de los intelectuales […] sino ejerciendo una disciplina de hierro sobre los intelectuales a fin de que no pasen de ciertos límites en la distinción [la disidencia] y no la tornen catastrófica e irreparable”.
Pero para el sardo, mirando desde las décadas de entreguerras del siglo XX en una cárcel de Europa, en la modernidad, en tiempos de la república liberal y la democracia, se notaba un nuevo instrumento para disciplinar a los intelectuales:
“En el pasado estas “rupturas” en la comunidad de los fieles eran remediadas por fuertes movimientos de masas que determinaban, o se resolvían en la formación de nuevas órdenes religiosas en torno a fuertes personalidades (Domingo, Francisco).Pero la Contrarreforma esterilizó este pulular de fuerzas populares. La Compañía de Jesús es la última gran orden religiosa de origen reaccionario y autoritario, con carácter represivo y “diplomático”, que señaló con su nacimiento el endurecimiento del organismo católico.Las nuevas órdenes aparecidas después tienen escasísimo significado “religioso” y un gran significado “disciplinario” sobre la masa de los fieles; son ramificaciones y tentáculos de la Compañía de Jesús, o se convirtieron en tales, instrumentos de “resistencia” para conservar las posiciones políticas adquiridas, no fuerzas renovadoras y de desarrollo. El catolicismo se ha convertido en “jesuitismo”. El modernismo no creó órdenes religiosas, sino un partido político: la democracia cristiana”
En un período en que dichas mediaciones están en crisis, en que la vieja DC de la década de 1990 ya no puede más mantener unida a la comunidad de los fieles; es posible darle una explicación desde la lucha de clases al problema de los independientes en política. No existe, algo así, como una categoría de “independientes” en política. No es lo mismo no estar formalmente inscrito en un partido si se vive entre las instituciones del poder, a si se vive en una población periférica alejado de todo poder.
La mera inscripción en una lista formal no puede ser una explicación del valor político de alguien, no sin mirar su disposición en los conflictos centrales en una sociedad. Mientras los independientes pobres organizaron ollas comunes para sobrellevar la pandemia, el independiente Don Francisco organizó una teletón millonaria apoyada por el capitalismo local. Sus accesos al poder son notoriamente distintos. Ese concepto, el de “independientes”, dicho desde la prensa del poder, simplemente describe a los militantes del neoliberalismo que no son directamente burócratas partidarios; o bien, cuando esos independientes no tienen nombre propio, es el eufemismo para describir a la inmensa mayoría expulsada de la política.
Para los tecnócratas del orden neoliberal, repartidos en una miríada de centros de estudio, think tank y fundaciones “ligadas” a los partidos de la Transición, la independencia fue la forma de decir que no eran de tal o cual partido del pacto, que aquellas divisiones eran las del pasado, sino que simplemente eran leales al pacto de la transición.
Ocuparon el lugar del sacerdocio: más allá de las peleas entre los fieles, la comunidad se cuidaba en su conjunto desde su saber técnico, desde su gestión “filosófica”. En otros tiempos, esta independencia fue inaugurada por el centro “Expansiva” quien llenó los ministerios de Lagos, declarando orgullosos su transversalidad ideológica (que iba desde los ultra-neoliberales a los neoliberales culposos) y su capacidad de diálogo con todo el arco político existente en el Congreso.
La necesidad de lealtad ideológica o a un programa es menor, importa menos, cuando se trata no de modificar una realidad distinta en pos de un ideal; sino de conservar la realidad presente. En ese caso, la única lealtad es con la eternización del reino de las clases dominantes, es con el bienestar presente y no con cualquier imaginación sobre un bienestar futuro.
Se ha quebrado la comunidad de los fieles, y los grandes empresarios demandan intelectuales, organizadores de toda la vida en sociedad, que la restauren. De ahí que sea evidente en la prensa local actual una presión enorme por relajar las condiciones para los no militantes formales de los partidos políticos, pues los empresarios y sus organizaciones más politizadas, necesitan movilizar esa fuerza de intelectuales y técnicos; necesitan colocarla en el centro del teatro de operaciones y con enormes recursos, tal y como lo han hecho por décadas: despolitizando el voto, separando discursivamente la lucha de clases de la práctica política, y, además, pagando por copar todos los medios de información pública y privada.
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La política siempre es distinta según la posición en la lucha de clases. Eso de viejas, nuevas, malas o buenas políticas son cosas de burócratas. La política se diferencia según desde donde y con quiénes se lucha. Este párrafo de Gramsci explica aquello, y se puede leer pensando, en vez de en las organizaciones armadas, en los grupos de intelectuales independientes:
“El carácter de clase lleva a una diferencia fundamental: una clase que debe trabajar todos los días con horario fijo no puede tener organizaciones de asalto permanentes y especializadas como una clase que tiene amplias disponibilidades financieras y no está ligada, con todos sus miembros, a un horario fijo. A cualquier hora del día y de la noche, estas organizaciones convertidas en profesionales, pueden descargar golpes decisivos y utilizar la sorpresa. La táctica de los “arditi” [escuadrismo] no puede tener por lo tanto la misma importancia para una clase que para otra.”
Los sectores subalternos de todo tipo, no son independientes porque simplemente no militen, sino por un desencanto aprendido de la política formal y de una educada des-ciudadanización, de su expulsión de la política.
Su independencia no es una forma de relacionarse con la política, sino la forma en que luce el estar afuera, ya sea por un rechazo activo o sufrido. La independencia de las mayorías populares, y también de sus organizaciones muchas veces, es también una extranjería respecto de todos los medios políticos formales, los mismos que han gozado los independientes-mercenarios de las clases dominantes: máquinas partidarias, dineros, asesores, etc.
En cambio, para la independencia de los subalternos, la política, si no es salarizada, es simplemente el riesgo probado de ir a ser traicionado, explotado y utilizado. En el fondo, mientras para la derecha y los restos más pro oligárquicos de la Concertación la “independencia política” es un área productiva con trabajadores bien asalariados y un abastecimiento garantizado de recursos; para los grupos sociales subalternos es una situación de desarme. Aunque, también puede ser observado como una afirmación post-revuelta: ahora conocen el poder político de su desconfianza activa. Pero ese poder no durará mucho.
¿Cuál es el rol de la izquierda en todo esto? Lo peor es la culpa. Triste y patético, además de inútil, sería continuar cierto tono de perseguir veleidosos grupos de activistas tratando de conseguir credenciales de “el partido que la revuelta no odia”. Incluso en estos tiempos pequeños y carentes de épica, es necesario realizar gran política. “Está bien utilizar las grandes ideas en el breve periodo; pero utilizar las pequeñas ideas en el largo plazo, no.
En el primer caso la gran política está inscrita en la táctica, pero en el segundo, no.”, dice Tronti. Así, tampoco debería buscarse ser la agencia del estado subsidiario de la expulsión política. No sirve, más que para merodear alguna posible ventaja menor y de corto alcance, la integración acrítica de los independientes. Eso es una especie de película Machuca en versión política: integrar sin modificar las condiciones de aquello a lo que fue integrado.
El independiente (si no es un militante de su propia organización social, lo que ya es otra cosa) termina siendo un niño símbolo, un invitado que legitima, la diversidad de la minoría que avala la homogeneidad de la mayoría de los políticos. En cambio, la política de izquierda se ha tratado siempre de elevar a las mayorías a la comprensión de la política, integrarlas a los recovecos complejos de la conspiración, la elaboración estratégica y la acción táctica. Y no es por ética, o por buena alma que hace esto. Es porque es un hecho probado que las masas son fundamentales para cualquier política desde abajo y afuera del Estado.
Tal vez es el momento de volver a la tarea modernizante de las izquierdas: educar para conocer la realidad, conocer la realidad para controlarla y transformarla. La política plebeya, que era el objetivo a producir por dicha tarea histórica, es una enunciación de parte, es una declaración de que la política es un arte que se practica distinto desde la subalternidad, y que la comprensión de aquello por las mayorías es de un grado subversivo enorme. Producir la consciencia del enfrentamiento. Marx, en una clásica y hermosa carta a Arnold Ruge lo decía así:
“No nos enfrentamos al mundo en actitud doctrinaria con un nuevo principio: ¡Esta es la verdad, arrodíllense ante ella! Desarrollamos nuevos principios para el mundo sobre la base de los propios principios del mundo. No le decimos al mundo: «Termina con tus luchas, pues son estúpidas; te daremos la verdadera consigna de lucha».“Nos limitamos a mostrarle al mundo por qué está luchando en verdad, y la conciencia es algo que tiene que adquirir, aunque no quiera. […] podemos formular la tendencia de nuestra opinión de la siguiente manera: el auto-esclarecimiento (filosofía crítica) por parte del presente de sus luchas y deseos. Ésta es una tarea para el mundo y para nosotros. Solo puede ser la tarea de fuerzas unidas. Requiere de una confesión y nada más. Para asegurar el perdón de sus pecados, la humanidad solo debe declararlos tal y como son.”
Eso, y no otra cosa, es la ciudadanía haciendo gran política y con perspectiva comunista. Eso, y no otra cosa, es el derecho a la política emprendido desde abajo, desde dentro, y en contra.
https://observatoriocrisis.com/2020/11/21/gramsci-y-la-rebelion-de-los-de-abajo-en-chile/