Publicado por Montesinos en 2014, Giaime Pala, Antonio Firenze y Jordi Mir Garcia fueron sus editores, Gramsci y la sociedad intercultural es un libro que, como señalamos en nuestra anterior aproximación, debe, debería merecer nuestra atención. Aproximarnos a él es el objetivo de estas notas. Tras él índice y la presentación, abre el volumen un […]
Publicado por Montesinos en 2014, Giaime Pala, Antonio Firenze y Jordi Mir Garcia fueron sus editores, Gramsci y la sociedad intercultural es un libro que, como señalamos en nuestra anterior aproximación, debe, debería merecer nuestra atención. Aproximarnos a él es el objetivo de estas notas.
Tras él índice y la presentación, abre el volumen un escrito de Francisco Fernández Buey, «Sobre culturas nacionales y estrategia internacionalista en los Cuadernos de la cárcel de Antonio Gramsci», uno de sus últimos escritos. En nuestra opinión uno de sus grandes textos sobre el revolucionario sardo y sobre un tema de gran actualidad y enorme interés. Unos apuntes para estimular su lectura, apenas un resumen.
«El problema que supone traducir a un lenguaje común una estrategia internacionalista compartida por obreros e intelectuales y circunstancialmente por campesinos que hablan diferentes lenguas y pertenecen a culturas y nacionalidades distintas», señala el autor de Leyendo a Gramsci, se presentó ya desde los inicios de la AIT, en la década de los sesenta del siglo XIX. Es un asunto delicado que «no se puede abordar sólo desde el punto de vista de la solidaridad (espontánea o consciente) entre miembros de clases subalternas o predicando la fraternidad».
Una parte del movimiento socialista, comunista y anarquista, tal vez la mejor parte desde el punto de vista moral, escribe entre paréntesis FFB, «ha venido actuando desde entonces como si el dicho marx-engelsiano según el cual los obreros no tienen patria hubiera sido una proposición de carácter empírico o una conclusión sociológica derivada de alguna encuesta hecha entre segmentos representativos del proletariado industrial mundial». Pero, a poco que pensemos sobre ello, «enseguida se caerá en la cuenta de que aquella afirmación era de carácter normativo, o sea: más bien un desiderata, una gran ilusión, algo a lo que se aspira racionalmente teniendo en cuenta, eso sí, la tendencia expansiva, mundializadora o destructora de patrias, del capitalismo».
Lo cierto, matiza FFB, es que los efectos o consecuencias de esta tendencia expansiva del capitalismo a su mundialización, prevista también en el Manifiesto comunista, «no son, ni tienen por qué ser, de dirección única en el ámbito de los países y de las culturas nacionales». Ni los trabajadores asalariados de los distintos países viven en las mismas condiciones ni sus respuestas a una situación de explotación compartida son reducibles a un máximo común denominador. «Las distintas historias, lenguas, culturas, costumbres en común y tradiciones hacen que, enfrentándose, sí, en un mismo momento histórico a un mismo fenómeno mundial, los trabajadores asalariados del mundo no sean de hecho contemporáneos en sentido propio, y que, por tanto, tampoco pueda esperarse de ellos una respuesta simultánea, homogénea o unificada en el ámbito internacional». Además, la composición multilingüística y plurinacional de los principales estados europeos, «derivada de sus respectivas historias desde la desaparición del Imperio Romano», ha contribuido a mantener las diferencias entre trabajadores en el interior de estos estados. Conocemos, vivimos el tema.
Teniendo todo esto en cuenta, prosigue FFB, «parece sensato concluir que, por muy internacional que sea el contenido de la lucha de clases en el proceso de mundialización del capital, y aun admitiendo la coincidencia genérica de intereses entre los trabajadores asalariados de los distintos países, estados y naciones», difícilmente cabrá una y solo una estrategia mundial unificada. Tarea sobrehumana tal vez
La opinión del último Marx al respecto la resumía FFB en los siguientes términos: «al tratar de la posibilidad de la revolución socialista mundial, cuanto mayor es el número de países que hay que tomar en consideración más atención habrá que prestar al análisis concreto de las situaciones concretas, nacionales, diferenciadas; mayor complicación presentará el asunto del internacionalismo (por la simultaneidad de las acciones y la «no-contemporaneidad» de los sujetos); y más vías de evolución habrá que prospectar o imaginar, precisamente en función de las diferencias históricas entre las naciones».
De hecho, Marx, en sus últimos años -y sobre todo Engels al final de su vida-, «llegaron a pensar al menos en tres vías diferentes de posible paso al socialismo, siempre en función de este análisis concreto de las diferencias políticas e histórico-culturales de los países europeos». Las tres siguientes:
«1) para los casos de Alemania y Francia, en los que preveían una revolución clásica, por así decirlo; 2) para los casos de Inglaterra y Suiza, en los que no descartaban una transición pacífica y parlamentaria; y 3) para el caso de Rusia, donde aún existía la comuna rural tradicional, acerca del cual oscilaron entre varias salidas posibles, que iban desde la ya dicha (imaginada por Marx en diálogo con los populistas) a la necesidad de una revolución burguesa previa».
Antonio Gramsci, recordaba, FFB, no había conocido estos escritos de Marx (y de Engels o bien sólo tuvo noticia lejana de los mismos. Pero «había conocido, en cambio, el proceso de rusificación de los partidos comunistas que se produjo desde los primeros congresos de la III Internacional».
La división que en ese período -de 1920 a 1924- se fue creando entre el marxismo ruso y el llamado «marxismo occidental» tiene su origen prepolítico «en los problemas de traducción de una concepción de la historia de las revoluciones (la marxiana) que fue inicialmente elaborada teniendo in mente los problemas de la lucha de clases en Alemania, Francia e Inglaterra», y que fue «vertida luego al ruso por los bolcheviques (para que pudiera ser entendida en un océano de campesinos mayormente analfabetos) y retraducida a continuación del ruso al alemán, al inglés, al italiano, al español y a otras lenguas después del éxito de la revolución de octubre de 1917».
«Traducción» era, pues, aquí palabra clave.
Una de las tesis de FFB en este escrito: «Habitualmente, cuando se analiza las controversias entre comunistas, socialistas y anarquistas de la fase que va de 1924 a 1936, no se presta la atención suficiente, en mi opinión, a un asunto que es previo a la definición propiamente política, a saber: si realmente los interlocutores rusos, alemanes, húngaros, italianos, franceses, ingleses, polacos, españoles, etc. entendían las palabras clave de la discusión en el mismo sentido, en la misma acepción. No digamos ya cuando, en ese contexto, se empieza a hablar y discutir acerca de los problemas de los afro-americanos, de los indios o de la revolución china, y a hacerlo con términos y conceptos procedentes del lenguaje político francés pasado por el ruso, que eran, efectivamente, los términos en que solían hablar los bolcheviques de estas cosas».
De entre los dirigentes comunistas afiliados a la III Internacional, señala el revolucionario palentino-catalán, Gramsci era probablemente el mejor preparado para entender «aquel problema de traducción que estaba planteando Lenin y abordar, más en general, el delicado asunto de la forma nacional y contenido internacional de la posible revolución socialista». Por varios motivos: «por su atención, desde joven, a las lenguas y dialectos minoritarios a partir de su relación con la lengua sarda y con el sardismo organizado; por su preparación universitaria como filólogo particularmente interesado en la historia de las lenguas y en la relación de éstas con las culturas; por su participación directa en el debate político que había suscitado en Italia entre 1919 y 1921 la traducción del término (ruso) soviet y su comparación con el (italiano) consiglio a partir del florecimiento del movimiento de los consejos de fábrica; y también, claro está, por la vinculación sentimental, desde su viaje a Moscú en 1922, a una familia rusa, bolchevique y culta, con la que inevitablemente tuvo que tratar de estas cuestiones».
No puedo seguir con detalle pero no se pierdan el desarrollo. Un apunte final muy actual.
Sin hacer de asuntos pre-políticos temas instrumentalmente políticos, «que es lo que está ocurriendo precisamente en las controversias de los últimos tiempos sobre lenguas y culturas», Gramsci supo captar muy bien, en opinión de su estudioso, «la dimensión política y político-cultural que se oculta, o no siempre se declara, en todo proyecto de normalización lingüística (cuando aflora nuevamente la cuestión de la lengua), empezando por las distintas variantes de la gramática normativa». Las consideraciones histórico-críticas iniciales sobre la cuestión de la lengua y las clases de intelectuales o sobre los distintos tipos de gramática «acaban remitiendo a consideraciones de política lingüística, de política cultural, de sociología de la contemporaneidad, a consideraciones, en suma, sobre la reorganización de la hegemonía cultural en el presente».
Un ejemplo en uno de los últimos cuadernos de la cárcel:
«Cada vez que aflora de un modo u otro la cuestión de la lengua, eso significa que se está imponiendo una serie de otros problemas: la formación y ampliación de la clase dirigente, la necesidad de establecer relaciones más íntimas y seguras entre los grupos dirigentes y la masa popular-nacional, o sea, [la necesidad] de reorganizar la hegemonía cultural. Hoy en día se están produciendo diversos fenómenos que indican un renacimiento de tales cuestiones».
En la época del multiculturalismo pero también de la globalización y de un nuevo ascenso de los nacionalismos y de los particularismos, señala FFB, podemos hacer cotidianamente la comprobación de hasta qué punto «lo que está en juego en polémicas, que en su inicio parecen sólo lingüísticas, filológicas, sociolingüísticas o de antropología cultural, es también la lucha por la hegemonía (cultural, económica y política) entre las distintas fracciones de las burguesías nacionales regionalmente diferenciadas, entre las distintas burguesías de los estados plurinacionales y multilingüísticos y entre las burguesías y capas medias de estados compuestos con variantes dialectales importantes».
Elemental querido Watson, se desarrolla delante de nuestros ojos.
En este sentido, prosigue FFB, «me parece que aproximar las agudas notas de Gramsci sobre «americanismo» a sus consideraciones sobre el trasfondo político-cultural de los proyectos históricos de normatividad lingüística, o a sus observaciones sobre lo nacional-popular, todavía puede ayudar bastante a la comprensión racional de lo que está pasando en el marco geográfico europeo».
Que no era precisamente halagüeño. Podría decirse incluso que el péndulo de la historia ha cambiado de dirección: «mientras que Gramsci evolucionaba desde el autonomismo de juventud («Al mar los continentales!») hacia una fundamentación de lo nacional-popular con intención internacionalista pero respetuosa de las diferencias», hoy en día, por el contrario, «en parte por reacción ante la globalización y la uniformización cultural que ella comporta, pero no sólo, se camina, en cambio, hacia una identificación de lo nacional-popular con el autonomismo (en versiones políticas diversas: regionalistas, nacionalistas, independentistas, etc.)».
Relevante para entender el cambio de los tiempos era comparar lo que parece apuntarse en la Europa de ahora con la previsión gramsciana acerca de la evolución de la cultura europea:
«Existe hoy [hacia 1930] una conciencia cultural europea y se dan una serie de manifestaciones intelectuales y de hombres políticos que sostienen la necesidad de una unión europea. Se puede decir también que el proceso histórico tiende hacia esa unión y que existen muchas fuerzas materiales que sólo en esta unión podrán desarrollarse. Si dentro de x años esta unión se realiza, la palabra «nacionalismo» tendrá el mismo valor arqueológico que el actual «municipalismo»».
No parece que sea el caso… Por el momento, con los poderes actuales y con la actual correlación de fuerzas.
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