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Grandes hombres

Fuentes: Rebelión

Nunca he creído en los «grandes hombres» de la historia, ese tipo de grandilocuencias guardan, para mí, un tragicómico paralelismo con las películas de Superman, ese providencial superhombre sin el que la humanidad sería aún menos dueña de sí misma; a veces incluso me viene a la sesera la metáfora Freudiana e intuyo que las […]

Nunca he creído en los «grandes hombres» de la historia, ese tipo de grandilocuencias guardan, para mí, un tragicómico paralelismo con las películas de Superman, ese providencial superhombre sin el que la humanidad sería aún menos dueña de sí misma; a veces incluso me viene a la sesera la metáfora Freudiana e intuyo que las habilidades secretas del reportero Clark Kent desvelan la proyección narcisista, el super-yo de un guionista frustrado con su propia insignificancia para salvar el mundo. Hacer oposiciones a superhombre es un deseo cuya raíz está en la conciencia de la propia insignificancia. Para algunos, sentir que no somos el centro del universo, es toda una liberación, para otros, una insoportable evidencia. Hablando de narcisismos : a Don José María Aznar no se le ha ocurrido otra cosa que condecorarse a sí mismo en un congreso celebrado en los Estados Unidos, pagándose -como no- la ceremonia y la medallita de turno con el dinero de sus gobernados. Digo yo que, por lo menos, televisión española pudo haber tenido el detalle de enseñarnos esa joya -y no me refiero al presidente-.

¿Dónde y con qué dinero se habrá comprado nuestro presidente la medallita de marras?, espero que en algún local de compra-venta de algún guetto de Manhattan; para que luego digan que la política económica de Don Josema no tiene en consideración a las clases populares. Pero en fin, auto-condecoraciones aparte, esto de los grandes hombres de la historia es un curioso invento historiográfico y sociológico en el que la apología del individuo como célula madre -el «yoísmo», como diría mi paisano Manuel Rivas- de la sociedad adquiere connotaciones casi místico-religiosas; supongo que son restos antropológicos de una forma característica de pensar y sentir en plena hegemonía ultra-liberal. Una «forma mentis», como diría Antonio Gramsci, aún no superada en esta pequeña torre de babel global. Me temo que vamos a tardar mucho en sacarnos de encima este hiper-individualismo que, por otra parte, es tremendamente funcional a la religión laica del consumo.

En ausencia de un «nosotros» que supere la estéril narrativa de los nacionalismos, el populismo de ala estrecha o la infumable beatería de los papas mediáticos y sus fieles, siempre podremos convencernos de aquello que Espartaco le dijo a su poeta en medio de una hoguera, cuando éste le pidió permiso para luchar : «Hay un tiempo para luchar, y otro para cantar : tú, recitarás versos». Viendo como está el patio, quizás no nos vendría mal aplicarnos esa máxima : antes de ponernos a luchar, conviene saber, siempre, a qué » nosotros» tenemos pensado sacrificarnos, y sobre todo, cuales son sus objetivos y los medios a través de los cuales pretende alcanzarlos. Hoy por hoy, siento decirlo, el único «nosotros» que se me antoja creíble es aquel que radicaliza la lucha por los derechos y libertades civiles y que conjuga esas luchas desde una óptica eco-feminista y pacifista. Una ética y una estética de la resistencia.

Resulta como mínimo terrible el darse cuenta de los efectos que ha tenido, en la triste y loca historia de occidente, la propaganda política a gran escala para crear pensamientos y sensibilidades cuyos residuos llegan incluso a imprimirse en aquello que Carl jung denominaba el inconsciente colectivo. Toda propaganda, sea confesional o laica, apela a la emoción y a la «extrema necesidad de la causa»; se sabe que el marketing, invención Norteamericana, se exportó a Europa con la intención de filtrarlo en la propaganda política del fascismo; aún hoy persiste esa manía de convertir a los líderes políticos en providenciales etiquetas de Champú y a los papas mediáticos en hombres-dioses. Hoy aquí, mañana allí, cuatro fotos, cuatro sonrisas… y ¡et voilá!, la muchedumbre se va a casa entusiasmada. Adios y muy buenas : para nosotros, poder y dinero. Para los pueblos dolientes y perplejos, la esperanza que calma la resistencia. Esa esperanza que consuela, en parte, su sufrimiento. Esa esperanza acaramelada que no soluciona nada.

No hay propaganda que no busque voluntariamente deslumbrar, cegar al sujeto; se trata de que la causa mitificada se apodere del sujeto, evitando a toda costa que se distancie del susodicho tótem humano y su discursito para reflexionar y calibrar las supuestas ventajas de la causa con la que se identifica, y evitando que reflexione sobre en qué mejoraría su vida si se adheriese a ésta. La propaganda busca siempre la hipnosis, tiene que actuar igual que ese mal amante, convenciendo a la amada de que él es lo mejor para ella «porque sí», y barnizando -a poder ser- su discurso de un exagerado sentimentalismo. Convencer por vía de la pasión y de la emoción… es mucho más eficaz que convencer con palabras.

Toda propaganda es, en muchos aspectos, un ejercicio de creación artística aplicado a la política e incluso a la vida. No es de extrañar, pues, que ciertas figuras políticas, educadas en el culto a los grandes hombres, terminen queriendo interpretar el papel de Napoleones de la globalización económica; ¿pero de qué maldito resto antropológico sale esta ansia por la inmortalidad de ciertos estadistas?. Lo ignoro. Acaso sea, como decía ese alemán de gran bigote, malas pulgas y grandes palabras, porque «el poder vuelve estúpidos a los hombres», y punto.

Además, esta ansia por la inmortalidad adquiere un carácter tragicómico si tenemos en cuenta que los «grandes hombres» como Napoleón, aún midiendo metro sesentaiocho y situándose en la retaguardia de su ejército, tenía por los menos la delicadeza de bajar con al campo de batalla. No es que a mí me gusten mucho las batallas ni que tenga en alta estima a Napoleón, al contrario, pero lo que diferencia a este gran hombre de los grandes hombres de ahora, creo que es lo siguiente : éstos pueden declarar guerras con mando a distancia. Más tarde pueden observarlas por televisión. ¡Ay!, pero no bajan, como Napoleón, al campo de batalla. Eso sí, a veces, se condecoran a sí mismos con los impuestos de los ciudadanos de a pie, esos que no se enteran de que va la cosa porque no son «técnicos», «ideólogos» o expertos en realpolitik, como Don Josema.