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A propósito de la sentencia de la Corte Suprema norteamericana sobre Guantánamo

Guantánamo y el derecho de defensa: razones de una gran victoria jurídica

Fuentes: Sin Permiso

1. Boumediene v. Bush es uno de los casos más importantes fallados por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos en los últimos años (1). Por cinco votos contra cuatro, el Tribunal decidió que los extranjeros detenidos como combatientes enemigos en Guantánamo tienen el derecho constitucional a defenderse ante los tribunales ordinarios. Esta decisión no […]

1. Boumediene v. Bush es uno de los casos más importantes fallados por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos en los últimos años (1). Por cinco votos contra cuatro, el Tribunal decidió que los extranjeros detenidos como combatientes enemigos en Guantánamo tienen el derecho constitucional a defenderse ante los tribunales ordinarios. Esta decisión no supone la liberación de ninguno de ellos (algunos, de hecho, han permanecido encarcelados sin juicio alguno por seis años). Sin embargo, les permite sostener ante un tribunal de distrito federal que la administración carece de bases fácticas o jurídicas para encerrarlos. Si el argumento convence al juez, éste debe ordenar su liberación. La legislación estadounidense nunca había admitido que extranjeros encarcelados por los Estados Unidos fuera de su territorio tuvieran estos derechos. En este sentido, el ignominioso caso de Guantánamo ha marcado un punto de inflexión en nuestra práctica constitucional.

 

La sentencia ha suscitado cuestiones constitucionales complejas a las que me referiré más adelante. El principio esgrimido por el Tribunal Supremo, no obstante, es sencillo y claro. Desde antes de la Carta Magna, el derecho anglosajón admite a cualquier persona encarcelada el derecho a exigir a quien lo detiene la justificación de la medida ante un tribunal (El habeas corpus, precisamente, es el instrumento técnico mediante el cual se ejerce este derecho. A través de este procedimiento, el juez se dirige a quien tiene retenida a la persona para exigirle que justifique la detención y permita que el cuerpo de la misma comparezca ante él).

 

Como parte de la llamada «guerra contra el terror», el gobierno Bush creó una categoría singular de prisioneros que carecerían de este derecho por ser extranjeros, es decir, no ciudadanos, y por no estar detenidos en una prisión de los Estados Unidos sino en territorio extranjero. El gobierno los considera combatientes enemigos pero se niega a tratarlos como prisioneros de guerra y a otorgarles la protección que dicho estatuto comporta. Los considera delincuentes pero les niega asimismo derechos reconocidos a cualquier otro acusado de un delito, confinándolos tras alambres de púas e interrogándolos bajo torturas.

 

Pues bien, lo que el Tribunal Supremo acaba de sostener es que este vergonzoso episodio de nuestra historia debe terminar. En realidad, las implicaciones del caso van más lejos todavía. Lo que se pone en cuestión es la idea, sólidamente arraigada entre abogados y juristas, de que la Constitución ofrece a los extranjeros una protección mucho menor que a los ciudadanos frente a la tiranía de los poderes públicos estadounidenses.

 

El caso Boumediene se falló con una estrechísima mayoría. En casos de gran relevancia, el Tribunal suele dividirse en una falange conservadora que incluye al presidente John Roberts y a los magistrados Antonin Scalia, Clarence Thomas y Samuel Alito, y un grupo más progresista integrado por los magistrados John Paul Stevens, David Souter, Ruth Ginsberg y Stephen Breyer (2). El noveno magistrado, Anthony Kennedy, suele inclinar la balanza. En este caso, desairó al ala conservadora, se sumó al grupo más progresista y actuó como ponente, incluso, del voto mayoritario.

 

La decisión indignó al sector conservador que, para criticarla, incurrió sin embargo en varias contradicciones argumentativas. Roberts declaró que el fallo del Tribunal sólo tendría un impacto «limitado», que no sería de ninguna utilidad para los recluidos y que no les otorgaría más oportunidades de obtener la libertad de las que ya gozaban. En realidad, vino a decir, con la decisión sería todavía más improbable pensar en una pronta liberación. Scalia, en cambio, exhibió su ya usual e insidiosa extravagancia y declaró que el fallo comportaría la liberación de peligrosos terroristas y que «casi con certeza conduciría a la muerte de más estadounidenses». Cada uno de los cuatros magistrados conservadores suscribió ambas opiniones sin preocuparse, aparentemente, por la contradicción que encerraban.

 

El Senador John Mc Cain se refirió al fallo como «uno de los peores» en la historia del país. La prensa conservadora tampoco ocultó su horror; el Wall Street Journal dijo que Kennedy había convertido la Constitución en un «pacto suicida». Nadie explicó por qué los Estados Unidos se destruirían si gente que se considera inocente de todo delito tiene la posibilidad de defender su punto de vista ante un juez estadounidense que, en principio, está tan preocupado por la seguridad de su familia como el mismísimo Presidente ¿Por qué sería suicida otorgarles las mismas oportunidades de defensa que se reconocen, por ejemplo, a quien es imputado como asesino en serie?

 

El Senador Barak Obama, por el contrario, elogió el fallo, lo que sugiere que el papel de la Corte tendrá su peso específico en la próxima contienda presidencial. Mc Cain ha prometido que en caso de resultar elegido nominará más magistrados como Roberts y Alito. Una sola designación de este tipo, en realidad, bastaría para cerrar el paso a casos similares a Boumediene e incluso para desandar lo decidido en él.

 

2. Detrás del caso Boumediene late una velada guerra de cuatro años entre el Tribunal Supremo, por un lado, y la Administración Bush y el Congreso republicano, por otro. En Hamdi v. Rumsfeld, en 2004, cinco magistrados del Tribunal Supremo admitieron que el gobierno estaba facultado para detener a personas capturadas en combate en Afganistán. Al aprobar su Autorización para el Uso de la Fuerza Militar, afirmaron, el Congreso consintió de manera implícita la detención de combatientes enemigo «por el tiempo de duración del singular conflicto en el que habían sido capturados». Los cuatro magistrados restantes (3), sin embargo, mantuvieron que, en cualquier caso, todo ciudadano estadounidense que fuera considerado combatiente enemigo tenía derecho, en virtud de la cláusula constitucional del debido proceso, a «conocer los fundamentos fácticos de su inclusión en dicha categoría y a una oportunidad justa para refutar las afirmaciones gubernamentales ante un órgano neutral». Desde la minoría disidente, la magistrada Sandra Day O’Connor sostuvo que la administración podía satisfacer esta exigencia a través de tribunales militares adecuadamente constituidos, aunque no proporcionaran las garantías propias de los tribunales ordinarios.

 

Como respuesta a estos planteamientos, el Ministerio de Defensa creó los denominados Tribunales de Revisión del Estatuto de Combatiente, con el objeto de determinar si los detenidos, incluidos los extranjeros retenidos en Guantánamo, habían sido correctamente designados como combatientes enemigos (4). Estos tribunales reunían a duras penas los requisitos del debido proceso exigidos por O’Connor. A los detenidos no se les reconocía el derecho a escoger un abogado, sino meros «representantes» legales especiales designados por el gobierno. No se les permitía confrontar los testigos designados por el gobierno y sólo podían ofrecer testimonios a los que se pudiera acceder de manera «razonable». Los simples rumores podían ser tenidos como pruebas en contra, mientras que los argumentos aportados por el gobierno se presumían veraces, salvo refutación en contrario.

 

El mismo día de 2004, en cualquier caso, en el que resolvía el caso Hamdi, el Tribunal Supremo sostuvo, en Rasul v. Bush (5), que los detenidos de Guantánamo tenían derecho al habeas corpus ante el Tribunal federal de distrito del Distrito de Columbia (DC).

 

Los abogados del Ministerio de Justicia habían asegurado al Presidente que, de acuerdo a la jurisprudencia previa del Tribunal Supremo, los prisioneros detenidos fuera del territorio de los Estados Unidos no podían interponer un recurso de habeas corpus ante un tribunal estadounidense. En el caso Rasul, el Tribunal desautorizó esa interpretación. Sostuvo, precisamente, que la normativa del Congreso que estipulaba el procedimiento de defensa debía interpretarse de manera tal que lo hiciera accesible a los prisioneros situados no sólo en los Estados Unidos, sino también en ámbitos sujetos a su exclusivo y permanente control, como ocurría con la Bahía de Guantánamo (6).

 

La decisión adoptada en Rasul desbrozó el camino para que Lakhdar Boumediene y otros 36 detenidos de Guantánamo pudieran interponer recursos de habeas corpus ante tribunales federales. Boumediene es uno de seis hombres nacidos en Argelia y arrestados en Bosnia, en octubre de 2001, bajo la sospecha de querer atentar contra la embajada de Estados Unidos en aquel país. Al carecer de evidencia en su contra, el Tribunal Supremo de Bosnia ordenó que todos fueran liberados. No obstante, fueron entregados en custodia a las tropas estadounidenses que los transportaron al Campo Rayos X de Guantánamo. Allí fueron ingresados como combatientes enemigos pero sin que se les imputara delito ningún y sin juicio alguno.

 

Tras el habeas corpus colectivo presentado en nombre de Boumediene y los otros 36 detenidos, sin embargo, el Congreso revisó rápidamente la decisión adoptada en Rasul. En 2005, aprobó la Ley sobre Tratamiento de Detenidos en la que se establecía que «ningún tribunal, juez o magistrado tendrá jurisdicción para oír o considerar (…) una demanda de habeas corpus interpuesta por o en nombre de un extranjero detenido por el Ministerio de Defensa en la Bahía de Guantánamo, Cuba.»

 

La Ley otorgaba al Tribunal de Circuito del Distrito de Columbia jurisdicción exclusiva para controlar las decisiones de los Tribunales de Revisión del Estatuto de Combatiente. El Tribunal del DC debía ceñirse a determinar si las respectivas decisiones «se ajustaban a los estándares y procedimientos estipulados por el Ministerio de Defensa» y «en la medida en que estuvieran en juego la Constitución y las leyes de los Estados Unidos, si los estándares y procedimientos utilizados eran compatibles con las mismas» (7).

 

En 2006 tuvo lugar el siguiente asalto de la batalla. En Hadman v. Rumsfeld (8), el Tribunal Supremo sostuvo que la normativa del Congreso no resultaba aplicable a los demandantes que hubieran interpuesto recurso de habeas corpus antes de que la Ley de Tratamiento de Detenidos entrara en vigor. El Congreso contraatacó: en la Ley de Comisiones Militares de 2006 estipuló que la ley sobre detenidos debía aplicarse retroactivamente, de modo que incluso esos demandantes carecían de otros recursos que no fueran los elevados por su Tribunal de Revisión del Estatuto de Combatiente al Tribunal de Circuito del DC (Mc Cain votó a favor de esta ley; Obama, en contra).

 

De esta suerte, el Tribunal Supremo no podía seguir sosteniendo que la normativa vigente proporcionaba tutela judicial efectiva a los detenidos en Guantánamo, ya que el Congreso había cambiado la ley. Pero el Congreso, como se sabe, no puede dejar sin efecto la Constitución, la cual, en virtud de la llamada «cláusula de suspensión», estipula que éste sólo puede suspender el derecho al habeas corpus durante una invasión o una rebelión. Nadie ha sostenido que los ataques terroristas constituyan alguna de estas situaciones. Como consecuencia de ello, el Congreso ha obligado a los jueces a abordar dos nuevas cuestiones La primera es si la garantía constitucional del habeas corpus se extiende a los extranjeros detenidos en Guantánamo, fuera del territorio formal de los Estados Unidos. Y si esto es así, si el mecanismo establecido por el Congreso en la Ley de Tratamiento de Detenidos y en la Ley de Comisiones Militares es un sustituto adecuado de dicho procedimiento. En el caso Boumediene, Kennedy, el quinto magistrado por la mayoría, respondió que sí a la primera cuestión y que no a la segunda, declarando inconstitucional el procedimiento regulado por el Congreso.

 

3. Los desacuerdos de Scalia se centraron sobre todo a la posición sostenida por Kennedy en la primera de las cuestiones ¿Cómo debería un juez decidir si la garantía constitucional del habeas corpus se extiende a extranjeros detenidos por fuerzas armadas estadounidenses fuera de los Estados Unidos? Scalia apeló a un criterio histórico. «La garantía contemplada en la Constitución -dijo- no podría ir nunca más allá de lo previsto por el common law al momento de redactarse el precepto». Kennedy argumentó que era imposible saber cuál era el common law en 1789. En ausencia de un criterio histórico definitivo, sostuvo, el asunto debería resolverse a partir de principios. Scalia discrepó con ambas afirmaciones. Históricamente, dijo, no hay duda alguna de que los prisioneros detenidos fuera del territorio de Inglaterra no podían interponer este tipo de recurso ante un tribunal inglés. De hecho, ni siquiera podían hacerlo los prisioneros detenidos en Escocia antes de la Ley de Unión de 1707, incluso cuando los reinos de Inglaterra y Escocia se encontraban sometidos a un mismo rey. Pero aún en caso de que se admitiera la ambigüedad de la historia, agregó, los mecanismos previstos por las Leyes de Tratamiento de Detenidos y de Comisiones Militares no podrían considerarse inconstitucionales, ya que cuando se está ante cuestiones constitucionales dudosas, el Tribunal debe ser deferente con el Congreso en tanto representante del pueblo.

 

¿Lleva razón Scalia cuando presenta la historia de la Constitución como el punto decisivo? En realidad, la cláusula de suspensión puede leerse de dos maneras. Puede entenderse, como pretende Scalia, que los Estados Unidos deberían reconocer a cualquier prisionero sólo aquellos derechos que habría tenido de haber vivido en Inglaterra o Estados Unidos en 1789, salvo en caso de rebelión o de invasión. También podría entenderse que la cláusula estipula un principio constitucional según el cual, excepto en estos últimos supuestos, el gobierno siempre debe reconocer a un detenido la posibilidad de recurrir su detención ante un tribunal ordinario. Al igual que otros principios constitucionales, esta exigencia no debería leerse en términos absolutos. El habeas corpus no procedería si fuera imposible o excesivamente gravoso garantizarlo. Así, por ejemplo, si comportara el traslado de un prisionero desde el campo de batalla hasta un tribunal de los Estados Unidos. Estos límites, en cualquier caso, no autorizarían al gobierno a librarse de su obligación de garantizar el derecho a la defensa construyendo en territorio extranjero campos de prisioneros sobre los que tiene tanto control como sobre cualquier base existente en el propio país. Como bien dijo Kennedy, «el criterio para determinar el alcance de esta decisión no puede ser manipulado por aquellos cuyo poder se busca acotar».

 

La lectura histórica que propugna Scalia devalúa el sentido de la Constitución e insulta la inteligencia de quienes la concibieron. Es absurdo convertir una clara declaración de principios en una regla que, de manera inútil, pretende identificar los derechos de los prisioneros con los fijados en una fecha más o menos arbitraria (9). Kennedy, en cambio, adopta una lectura basada en principios. El alcance del derecho constitucional de habeas corpus, dijo, debería determinarse a partir de lo que el denomina un criterio «funcional»: así, el derecho a la defensa debería garantizarse siempre, a menos que, según sus palabras, resultara «impracticable y anómalo», como ocurriría si se exigiera en medio de una operación militar.

 

Scalia esgrimió un argumento ulterior. En un caso de 1950, Johnson v. Eisenträger, el Tribunal denegó el derecho de habeas corpus a unos soldados alemanes que habían huido a China para seguir combatiendo contra los Estados Unidos tras la rendición de Alemania en 1945 y fueron capturados. Finalmente, fueron condenados por delitos de guerra por una comisión militar y encarcelados en una base estadounidense situada en la Alemania ocupada. El Magistrado Robert Jackson sostuvo en el voto de la mayoría que como los alemanes eran extranjeros que no habían estado nunca en los Estados Unidos, no tenían derecho alguno a impugnar su detención ante un tribunal estadounidense. Scalia recordó que Jackson había dejado claro que los extranjeros detenidos fuera de los Estados Unidos no disponen de estos derechos, por lo que la decisión mayoritaria alcanzada en el caso Boumediene suponía apartarse un precedente firme (10).

 

Ciertamente, el lenguaje utilizado por Jackson en los años 50 respalda en parte esta lectura. Sin embargo, las circunstancias fácticas en uno y otro caso son suficientemente disímiles como para permitir a Kennedy distinguirlas. Jackson, por ejemplo, insistía en que los prisioneros alemanes admitían ser ciudadanos de un país derrotado y aún así pretendían continuar la guerra contra los Estados Unidos. Reconocer el derecho al habeas corpus a este tipo de prisioneros, por consiguiente, equivaldría a extenderlo a los propios enemigos en medio de las hostilidades. Sería difícil pensar en un corsé más efectivo para un general que permitir a los enemigos que intenta doblegar citarlo en sus propios tribunales y obligarlo a desviar la atención de la ofensiva militar para atender cuestiones internas de defensa legal. Vistas así las cosas, la decisión adoptada en Eisenträger puede considerarse ajustada a los principios que subyacen a la cláusula de suspensión. Siempre que se asuma, claro, como hizo Kennedy, que habría sido anómalo e impracticable garantizar los derechos de los soldados alemanes, pero no así los de Boumediene y el resto de demandantes detenidos en Guantánamo.

 

4. Kennedy sostuvo también que el mecanismo de control previsto en la Ley de Tratamiento de los Detenidos y en la Ley de Comisiones Militares no podía considerarse un sustituto adecuado del derecho constitucional a la defensa. Un tribunal federal con jurisdicción en materia de habeas corpus dispone de amplias competencias para valorar los hechos. Cuando alguien condenado por un tribunal penal estatal pide a un tribunal federal que revise el caso en el marco de un procedimiento de habeas corpus, normalmente este último acepta los hechos que el tribunal estatal considera probados. Sin embargo, un tribunal federal debería ser mucho menos deferente tratándose de tribunales administrativos como los de revisión del estatuto de combatiente. Sobre todo cuando el procedimiento utilizado por este tipo de tribunal se ajusta tan poco a los estándares observados por un tribunal ordinario. Kennedy, de hecho, enumeró algunas de las carencias de estos tribunales. Un detenido que carece de asistencia letrada, por ejemplo, puede no entender argumentos clave utilizados por el Gobierno para ordenar su detención. Podría cuestionar los testimonios presentados por el Gobierno, pero dado el amplio margen de admisión de los simples rumores -el único requisito es que el tribunal los considere «relevantes y útiles»- las posibilidades efectivas de hacerlo son más bien teóricas.

 

En estas circunstancias, añadió Kennedy, un procedimiento de habeas corpus debería servir para considerar la existencia de pruebas exculpatorias no admitidas por el tribunal. También debería permitir la declaración de testigos cuya comparecencia el Gobierno hubiera juzgado irrazonable e incluso la posibilidad de que se aporten nuevas pruebas una vez finalizada la fase de audiencia (11).

 

Roberts dedicó su extenso voto particular a refutar este razonamiento de Kennedy. En primer lugar, sostuvo que los procedimientos previstos por los Tribunales de Revisión del Estatuto de Combatiente que Kennedy reputó inadecuados satisfacen, de hecho, los estándares del debido proceso exigidos por O’Connor en el caso Hamdi. Un detenido, dijo, al que se le concediera el derecho de interponer un habeas corpus ante un tribunal federal, no tiene nada de lo que quejarse una vez llegado a esta instancia. Esto, desde luego, no responde al argumento de Kennedy de que un tribunal federal debería tener amplios poderes para evaluar nuevos hechos y pruebas.

 

Por otro lado, cabe advertir que los estándares del debido proceso exigidos por O’Connor no vinculaban a la mayoría de magistrados que intervinieron en el caso Hamdi; es más, ni parecían satisfacer, al menos visto en términos retrospectivos, los propios criterios por ella fijados. Cualquier procedimiento, había dicho O’Connor, que coloque a los ciudadanos en la categoría de combatientes enemigos, debería ponderar adecuadamente el grave daño que se comete a quien es detenido de manera injusta con el riesgo de liberar a alguien capaz de reincorporarse en un grupo terrorista.

 

Bien podría decirse que la ponderación que O’Connor cuestionó en 2004 privaba a los prisioneros de una defensa adecuada, ya que permitía a una comisión militar recurrir a los rumores como medio de prueba y presumir la veracidad de la determinación gubernamental de los hechos, salvo prueba en contrario (12). Sea como fuere, O’Connor dejó claro que quienes continuaran detenidos tras los controles que ella proponía, no deberían ser sometidos a los severos interrogatorios que se han convertido en rutina en Guantánamo.

 

Roberts también argumentó que el Tribunal de Circuito del Distrito de Columbia (DC), al que el Congreso autoriza a controlar de manera «exclusiva» las actuaciones de los Tribunales de Revisión del Estatuto del Combatiente, podría subsanar los eventuales defectos probatorios, al igual que si se tratara de un tribunal federal de distrito con jurisdicción en materia de habeas corpus. En realidad, la Ley de Tratamiento del Detenido no faculta de manera explícita al Tribunal de Circuito del DC para reparar dichos defectos. Robert, sin embargo, entendió que el Tribunal Supremo debería presumir que el Congreso quiso reconocer dicha facultad, precisamente para evitar la inconstitucionalidad del procedimiento previsto en la ley. Esta presunción resulta poco plausible ya que, como apuntó Kennedy, el evidente propósito del procedimiento fraguado por el Congreso tras el caso Rasul era otorgar a los detenidos una protección menor a la que les hubiera proporcionado el habeas corpus. Pero incluso si se acepta que el Tribunal de Circuito del DC podría rectificar errores en los hechos, los procedimientos resultarían mucho más engorrosos y largos que los de un Tribunal Federal de Distrito, precisamente constituido para tratar cuestiones de este tipo. El control del Tribunal de Circuito del DC, por consiguiente, no equivale al proporcionado por un recurso de habeas corpus, sobre todo si se recuerda, como puso de relieve Souter en su breve voto concurrente, que los detenidos habían sido encerrados sin juicio y sometidos a interrogatorios coercitivos, en algunos casos durante seis años.

 

5. El razonamiento del voto mayoritario en Boumediene cuestiona dos distinciones que muchos juristas han considerado obvias y que a partir de ahora deberán revisarse. La primera es la distinción entre los derechos constitucionales de los prisioneros estadounidenses y los de los extranjeros; la segunda, la distinción entre los derechos de los detenidos en suelo norteamericano y los de los encarcelados en cualquier otro lugar del mundo.

 

En línea de principios ninguna de las distinciones tiene sentido. Por supuesto, los Estados Unidos deben especial consideración a sus propios ciudadanos. Por eso, por ejemplo, sólo a ellos debe garantizar los derechos a participar en sus procesos políticos. Los extranjeros no tienen derecho a ingresar al país; es más, sólo gozan de derechos limitados si el gobierno los detiene o pretende expulsarlos por alguna causa vinculada a esta cuestión. Dicho esto, los Estados Unidos tienen la obligación de observar los derechos humanos fundamentales de todas las personas que se encuentran bajo su jurisdicción, incluido el derecho a no ser confinado a una prisión de manera injusta. No hay justificación moral alguna que permita discriminar a los extranjeros tanto en la configuración como en la aplicación de estos derechos. El propio texto constitucional permite sostener que este principio moral es también un principio constitucional, ya que es a todas las «personas» a quien reconoce el derecho al debido proceso.

 

Es verdad que en el caso Eisenträger el juez Jackson mantuvo que los extranjeros no tenían el mismo derecho que el resto de los ciudadanos al debido proceso y a otros derechos contra la prisión injusta, sobre todo si no estaban en los Estados Unidos. Sin embargo, es fácil entender lo que subyacía a esta apreciación si se consideran las circunstancias del caso. Resultaba chocante sostener que soldados alemanes que habían confesado seguir en guerra contra los Estados Unidos tuvieran los mismos derechos de defensa que el resto de los estadounidenses. La cuestión, empero, es si esos derechos pueden negarse a extranjeros que niegan haber estado en guerra o ser una amenaza para los Estados Unidos.

 

El fallo Boumediene, en realidad, debería considerarse el fin de la discriminación justificada por Jackson. El sistema constitucional de garantías contra la detención injusta es un sistema interconectado. Poco sentido tiene sostener que los extranjeros gozan del pleno derecho al habeas corpus sin admitir, al mismo tiempo, que disponen del resto de derechos constitucionales ligados con el debido proceso. Los Estados Unidos no deberían encarcelar a nadie en circunstancias en las que, por mandato constitucional, tampoco encarcelarían a sus propios ciudadanos. Ciertamente, nuestros soldados acusados de crímenes de guerra son tratados de manera diferente a los delincuentes ordinarios; para eso está el Código de Justicia Militar. Pues bien, los extranjeros acusados de haber emprendido una guerra ilegal contra nuestro deberían ser juzgados de acuerdo a estándares no menos rigurosos que los de dicho Código.

 

El caso Boumediene también desbarata el argumento geográfico que Jackson consideró central y sobre el que también se ha apoyado el gobierno de Bush. El Tribunal Supremo, es verdad, puso especial énfasis en la historia singular de la Bahía de Guantánamo. Pero el criterio funcional que, según Kennedy, permitiría trazar una frontera en el reconocimiento de derechos, no justificaría una distinción automática entre esta base y otras. Así, por ejemplo, Bagram en Afganistán o nuestras bases en Irak son sitios sobre los que ejercemos un control temporal, pero suficientemente completo, en cualquier caso, como para que los tribunales responsabilicen plenamente al ejecutivo por lo que pueda ocurrir allí (13). Los derechos constitucionales de defensa, por tanto, deberían extenderse a los prisioneros de los Estados Unidos en cualquier sitio y en cualquier circunstancia, siempre que ello no sea ofensivo para otras naciones, esté reñido con el desarrollo de operación militares o resulte indebidamente oneroso o «anómalo».

 

Este criterio funcional permitiría conjurar la pesadilla de Jackson. No obligaría a nuestras fuerzas armadas a trasladar a Washington a todos los que capturaran en el campo de batalla junto con los propios soldados que los capturaron, para que comparecieran como testigos y justificaran la detención ante un tribunal. El criterio propuesto por Kennedy permite resolver fácilmente este tipo de casos. Pero no permite al Presidente liberarse de sus responsabilidades constitucionales buscando algún punto del mapa fuera de los Estados Unidos, pero bajo su pleno control, para detener y torturar a quien le venga en gana.

 

La aplicación de este criterio funcional por parte de los tribunales ordinarios permitiría alumbrar un nuevo entramado de controles que reemplace al oscuro sistema pergeñado por el gobierno de Bush y por el Congreso y que el Tribunal Supremo ha desmantelado (salvo, claro está, que nuevos magistrados nominados por la derecha lo hagan imposible.) En cualquier caso, este camino supondría años de litigios y nuevos recursos ante el Tribunal. Sería preferible, por tanto, que el Congreso diseñara, tras la elección del nuevo gobierno, un nuevo sistema legal. Este sistema debería perseguir tres objetivos. En primer lugar, posibilitar al gobierno lidiar de manera eficaz con aquellos prisioneros que se puedan reputar responsables de crímenes de guerra. También debería permitirle, al menos por cierto tiempo, impedir que terroristas verdaderamente peligrosos que no puedan ser procesados perpetren nuevos ataques. Y debería, finalmente, tratar de asegurar que quienes han sido equivocadamente encarcelados serán liberados lo más pronto posible.

 

Los constitucionalistas y otros analistas han propuesto diversas vías para acometer esta tarea. Una propuesta razonablemente sencilla exige al gobierno que, dentro de algunos meses posteriores a la captura o al arresto de un prisionero, lo designe, si quiere prolongar la detención, 1) como prisionero de guerra, pasible de ser juzgado por crímenes de guerra perro con derecho a la protección que concede el derecho internacional para esos casos; 2) como sospechoso de delitos ordinarios contemplados y protegidos por el derecho interno (14). Según los Convenios de Ginebra, los prisioneros de guerra gozan, entre otros importantes derechos, el de no ser sometidos a interrogatorios coercitivos o el de ser alojados en sitios tan cómodos como los de los soldados que los custodian. No está claro por cuánto tiempo permite el derecho internacional detener a quienes son considerados prisioneros de guerra. El criterio tradicional es que los prisioneros puedan permanecer detenidos hasta el cese de las hostilidades en las que estuvieron involucrados. Lo que no está claro es cuándo cesa una amenaza terrorista; en el supuesto, claro está, de que pudiera determinarse. Cualquier nuevo sistema legal, en todo caso, debería establecer un tiempo límite de detención que el Congreso, naturalmente, podría extender si lo estimara necesario. La sentencia dictada en Boumediene garantiza que cualquiera dudosamente detenido como prisionero de guerra podría impugnar la clasificación gubernamental ante un tribunal ordinario.

 

Ocurre, sin embargo, que los miembros de grupos terroristas no responden al clásico perfil del prisionero de guerra. Incluso aquéllos que los Estados Unidos puedan haber capturado en el campo de batalla, no luchan como soldados de un ejército enemigo. Pertenecen a grupos extremistas más que fuerzas de Estados soberanos; no llevan uniforme y operan como guerrillas. Es más, algunos de los que el gobierno pretende mantener detenidos ni siquiera fueron capturados en un campo de batalla. Lakhdar Boumediene fue arrestado porque la Embajada estadounidense en Bosnia sospechaba que estaba en contacto con miembros de Al-Qaeda.

 

Lo que haría falta, por tanto, sería ampliar la definición de prisionero de guerra. Algunos analistas han sugerido incluso que sería mejor prescindir del régimen tradicional de prisioneros de guerra. En su lugar, proponen una nueva categoría de personas cuya liberación fuera muy peligrosa y que pudieran ser detenidas y llevadas ante un nuevo tribunal de seguridad, especialmente constituido para el caso (15).

 

Esta propuesta presenta varias ventajas. Permitiría clasificaciones y distinciones que tienen mucho más sentido en un mundo continuamente amenazado por el terrorismo que la categoría tradicional de prisionero de guerra. Pero también encierra algunas desventajas. La detención preventiva -encerrar a alguien en prisión, no porque haya violado la ley sino porque se considera peligroso- siempre es indeseable, y probablemente sería preferible limitar su uso a los supuestos claramente establecidos de los prisioneros de guerra que introducir nuevos precedentes. Es más, desde el punto de vista político sería seguramente más fácil adoptar el tradicional sistema de derechos previsto para los prisioneros de guerra que prever una tutela equivalente para una nueva categoría. Soy partidario, en suma, de adaptar la estructura tradicional del derecho internacional a las nuevas circunstancias.

 

Las advertencias alarmistas de Scalia, McCain y otros, de que el caso Boumediene pone en peligro la seguridad nacional, carecen de fundamento. Queda por ver qué estándares utilizan los tribunales de distrito en materia de habeas corpus; qué acogida tienen las demandas presentadas; qué procedimientos establecen los tribunales para salvaguardar la seguridad y garantizar que sólo los jueces y los abogados defensores puedan estudiar información clasificada; y cómo reaccionan los tribunales de apelación, incluido eventualmente el Tribunal Supremo, frente a las decisiones de los tribunales de distrito. No hay razón para pensar que los nuevos procedimientos supongan la liberación de un número de terroristas genuinamente peligrosos mayor a los que quedarían libres con los procedimientos de la Administración Bush, que además de ineficientes, son injustos. En cualquier caso, recuperaremos algo del honor nacional perdido por la cobarde decisión de encarcelar sin cargos a quienes supuestamente nos amenazan o tienen información que nos es útil. Si McCain convierte el caso Boumediene en una cuestión política, cabe esperar que Obama haga de la recuperación del honor nacional un objetivo que los estadounidenses de ambos partidos puedan asumir con orgullo.

 

NOTAS: (1) Boumediene et al. V. Bush, President of the United States, et al., del 12 de junio de 2008. (2) Véase, al respecto, mi reciente libro, The Supreme Court Phalanx: The Court’s New Right-Wing Bloc (New York Review of Books, 2008). (3) Breyer, Kennedy, O’Connor y Rehnquist. (4) El Ministerio de Defensa define al combatiente enemigo como aquel «individuo que haya integrado o dado apoyo a fuerzas talibanes o de Al-Qaeda, o a fuerzas asociadas involucradas en hostilidades contra los Estados Unidos o sus aliados. Esto incluye a toda persona que haya cometido un acto beligerante, haya apoyado directamente hostilidades o haya brindado ayuda a fuerzas armadas enemigas». No quedan claro qué límites admite el Ministerio a lo que pueda considerarse «apoyo» a Al-Qaeda. (5) Rasul et al. V. Bush, President of the United States, et al., del 28 de junio de 2004. (6) El Tribunal destacó que aunque el Tratado firmado con Cuba después de la Guerra hispano-estadounidense establecía que Cuba mantendría su soberanía sobre el territorio de la base, fueron los Estados Unidos, y no Cuba, quienes ejercieron los atributos de la soberanía y su control se mantendría hasta que lo cedieran voluntariamente. (7) Detainee Treatment Act de 2005 (H.R. 2863, Título X). (8) El caso Hamdan también fue de gran importancia al establecer que las comisiones militares establecidas por el Ministerio de Defensa para juzgar a ciertos detenidos, incluido Salim Hamdan, contradecían el derecho de guerra y las convenciones de Ginebra. Posteriormente, el Congreso reinstauró estas comisiones a través de la Ley de Comisiones Militares a la que se alude en el texto. A resultas de ello, el Ministerio de Defensa planificaría una serie de nuevos procesos que incluían juicios como el de Khalid Sheik Mohammed, supuesto cerebro de los ataques terroristas del 11 de Septiembre, y el de Hammdan. Al respecto puede verse Jennifer Daskal, «Lawless in Guantánamo», http://www.salon.com/news/feature/2008/05/02/hamdan. (9) Scalia insiste en que la Constitución debe interpretarse a la luz de las intenciones de quienes la redactaron y ratificaron. Pero confunde dos cuestiones: lo que esas personas quisieron decir o asumir y lo que pensaron que resultaría de decir o asumir lo que ellos hicieron. Sólo la primera cuestión es relevante y plantea una cuestión de traducción, no de práctica histórica. El debate entre Scalia y yo puede verse en su libro A Matter of Interpretation: Federal Courts and the Law (Princeton University Press, 1998). (10) Si así fuera, el Tribunal ya lo había hecho en el caso Rasul. Como dijo Souter en su voto concurrente en Boumediene, «nadie que lea la opinión del Tribunal en Rasul puede dudar seriamente que el tema jurisdiccional debe abordarse del mismo modo en cuestiones puras de constitucionalidad, dada la frecuente apelación del Tribunal a los antecedentes histórico del habeas corpus cuando tiene que responder a una cuestión de legalidad». (11) Kennedy utilizó el siguiente ejemplo: un detenido, Mohamed Nechla, solicitó a su Tribunal de Revisión del Estatuto de Combatiente que llamara como testigo a su empleador, quien declararía que no era miembro de Al-Qaeda. El Tribunal, sin embargo consideró que este testigo no estaba razonablemente disponible. El abogado de Nechla había propuesto que el empleador compareciera ante un tribunal de revisión del habeas corpus, que habría tenido la obligación de escucharlo. (12)Yo estoy convencido de que O’Connor no respetó sus propios criterios ni siquiera en 2004. Al respecto puede verse mi artículo «What the Court Really Said», en The New Yorker, 12 de agosto de 2004. La confusa y deprimente trayectoria de los tribunales y comisiones del Ministerio de Defensa confirman este juicio. Para una breve síntesis, ver Andy Worthington, «Military Judge Dashes Hopes that Guantánamo Detainees Have Rights as Prisoners of War», www.huffingtonpost.com/andy-worthington/military-judge-dashes-hop_b_77957.html. (13) Scalia y otros críticos del fallo citan la posibilidad de que los prisioneros de estas bases interpongan un habeas corpus como un ejemplo de la catástrofe a la que podría conducir. Linda Greenhouse, por su parte, dijo en The New York Times que era bastante improbable que esta decisión «cosechara votos, salvo los cinco de los jueces involucrados» (14 de junio de 2008). Yo no estoy tan seguro. Me limito en todo caso a describir las posibles implicaciones del caso y no a predecir cuándo se cumplirán. (14) Yo sugerí un sistema de este tipo y lo describí con más detalle en estas páginas hace algunos años. Véase «Terror & the Attack on Civil Liberties», en The New York Review, 6 de noviembre de 2003. Bastarían algunas garantías mínimas, como las previstas en el artículo 3 común a las Convenciones de Ginebra para proteger a los detenidos en el período que va entre su captura y la definición de su estatuThe New York Review of Books, 14 agosto 2008