A medida que se aproximan las elecciones presidencial y parlamentaria, aumenta el miedo de la derecha. Como expresión política del gran empresariado y las trasnacionales se sabe minoritaria, y teme el triunfo de una oposición heterogénea en su composición de neoliberales y estatistas, ahora con participación protagónica del Partido Comunista, en la cual ganan terreno […]
A medida que se aproximan las elecciones presidencial y parlamentaria, aumenta el miedo de la derecha. Como expresión política del gran empresariado y las trasnacionales se sabe minoritaria, y teme el triunfo de una oposición heterogénea en su composición de neoliberales y estatistas, ahora con participación protagónica del Partido Comunista, en la cual ganan terreno demandas como la Asamblea Constituyente. A pesar de sus debilidades y confusiones, la coalición Nueva Mayoría -que viene a reemplazar a la Concertación- representa una amenaza de cambio institucional y eso es muy grave para la derecha. Lo demuestra la guerra sucia que ha iniciado a propósito de los exonerados políticos de la dictadura. La derecha necesita aferrarse a un poder que de ser cuestionado abre la posibilidad del término del modelo neoliberal y, por ende, de una institucionalidad que encarcela la voluntad popular y congela esta situación en beneficio de los sectores dominantes.
La guerra sucia tiene diversas expresiones. El ministro de Hacienda, Felipe Larraín, encabezó la ofensiva alertando sobre los peligros que implicarían algunos planteamientos de la oposición, que ahuyentarían las inversiones, perturbarían la tranquilidad de los empresarios y pondrían en peligro la estabilidad económica (ver págs. 8 y 9).
Esta nueva campaña del terror no se limita a la economía. Enfila también -y de manera fundamental- a la defensa de la institucionalidad impuesta por la Constitución de 1980, ilegítima por su origen dictatorial y también por su ejercicio, ya que obstaculiza la democracia en tanto expresión de la voluntad ciudadana para producir los cambios profundos que los ciudadanos están exigiendo mediante la movilización social.
En ese plano, la campaña del terror apunta contra la Asamblea Constituyente, que se demoniza como expresión de populismo. Lo notable es que nada de lo que teme la derecha ha ocurrido en los países en que se ha cambiado la Constitución mediante Asamblea Constituyente y referéndum popular. Esos países son hoy mucho más democráticos y participativos.
El historiador Cristián Gazmuri ha deslizado una reflexión amenazante. Podría haber -señala en El Mercurio (10 de junio)- una reacción conservadora de las fuerzas que controlan la economía, la prensa y diversos partidos políticos, que «además tienen las simpatías de otras fuerzas aún más poderosas», en obvia referencia a las fuerzas armadas. Y agrega: «Estos poderes serán los que juzguen que se haya pasado la raya en materia de protesta de los sectores sociales».
A la campaña del terror se une la guerra sucia. Se quiere desprestigiar a los opositores haciéndolos aparecer vinculados a hechos fraudulentos, en el caso de los exonerados políticos, y se intenta enlodar a las víctimas de la dictadura. Se aprovecha torcidamente un informe de la Contraloría que objeta errores administrativos en los trámites de otorgamiento de las pensiones de algunos exonerados. Pero el informe no indica actuaciones delictuales.
El escándalo ha sido alimentado por el gobierno, en circunstancias que se ha iniciado una investigación judicial cuyos resultados es necesario esperar. Todos saben que es muy menor la existencia de irregularidades, en situaciones que involucran a un enorme universo de personas. Son miles los exonerados políticos que han debido ser compensados (de manera en general insuficiente) por haber perdido sus trabajos por motivos políticos durante la dictadura militar-empresarial. Durante años más de cien mil chilenos estuvieron cesantes por ese motivo. Sus nombres aparecían en «listas negras» que les vedaban acceso laboral en la administración pública y en la empresa privada.
Así lo ha destacado el Comando de Exonerados Políticos, que sostiene la legitimidad de los beneficios concedidos por el Estado y el rol de parlamentarios que dieron testimonio, incluyendo parlamentarios de derecha. El Comando explica la complejidad de la tarea que permitió materializar esos beneficios aún a costa de errores.
En miles de casos no existía finiquito, en no pocos las empresas habían desaparecido. Por ejemplo, documentar la exoneración de campesinos en los asentamientos de la reforma agraria era prácticamente imposible. Por lo general, no había archivos o éstos eran incompletos, -o habían sido saqueados-. Fue necesario establecer una verdadera cadena de verificaciones en que, finalmente, se consideraba un factor determinante la buena fe de personas que habían tenido conocimiento o vinculación con los solicitantes.
El Comando de Exonerados Políticos señala que no teme la investigación judicial que debe realizarse, reiterando su confianza en lo irrefutable de la causa de esas víctimas del abuso dictatorial.
El caso de los exonerados políticos se liga necesariamente con la reticencia del gobierno de afrontar la situación de las víctimas de violaciones a los derechos humanos aún no reparadas. ¿Fue acaso una casualidad que cuando la Cámara de Diputados debatía la situación de los exonerados políticos, un diputado de la UDI presentara una moción para amnistiar a los responsables de violaciones de derechos humanos -en su mayoría militares- que están cumpliendo condena?
¿No será el caso de los exonerados políticos una cortina de humo para esconder negociados de alto calibre en las grandes transacciones con el Estado, en las condonaciones de impuestos, en los conflictos de intereses, en las concesiones y otros ámbitos tolerados por éste y los anteriores gobiernos?