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Habanastation o ampliación de una Suite por la ciudad

Fuentes: Cubarte

Cuando, al final de Habanastation, primer largometraje fictivo del realizador Ian Padrón, el adolescente «rico» sale corriendo del automóvil de los padres para prestarle su juguete electrónico al condiscípulo «pobre», un espectador recuerda el abrazo de Diego y David en Fresa y chocolate, de Tomás Gutiérrez Alea. Son gestos dispares en índole, fines y alcance; […]

Cuando, al final de Habanastation, primer largometraje fictivo del realizador Ian Padrón, el adolescente «rico» sale corriendo del automóvil de los padres para prestarle su juguete electrónico al condiscípulo «pobre», un espectador recuerda el abrazo de Diego y David en Fresa y chocolate, de Tomás Gutiérrez Alea. Son gestos dispares en índole, fines y alcance; pero avalan el triunfo de sentimientos cordiales por sobre las barreras de las diferencias: en la sexualidad, Fresa y chocolate; en las condiciones materiales de vida, Habanastation.

Por otra parte, el nombre de Fernando Pérez entre los agradecimientos plasmados en los créditos de la segunda sugiere un significado especial. Recién estrenada, y ya en el camino de los premios, Habanastation remite implícitamente a otra: la Suite dedicada a nuestra capital por el que antes incluso de esa obra muchos consideraban el más eminente cineasta vivo del país, y uno de los mayores en toda su historia, que él ha seguido ennobleciendo: ahí está José Martí, el ojo del canario. Los nexos de la película de Ian Padrón con Suite Habana no se explican solo por el topónimo compartido en sus títulos, ni como capricho cerebral o mera coincidencia en el afán de calar en nuestra realidad.

Entre los buenos frutos del cine cubano de los últimos veinte años cabría recordar también, por ejemplo, las sacudidas axiológicas con que Páginas del diario de Mauricio, de Manuel Pérez, y Barrio Cuba, de Humberto Solás, estremecieron -o estremecen- al espectador, y la pica heroica levantada por Kangamba, de Rogelio París. Son algunos de los aciertos que se alzaron en medio de la banalidad propalada internacionalmente por la impronta de Hollywood y el mercado que ella informa, del que resulta difícil librarse. Es presumible que el afán por lograr esa liberación sería especialmente arduo para nosotros, dada la necesidad de acudir a coproducciones: algunas podían menguarnos la iniciativa. Pero en conjunto nos llevaron a pelear en la arena internacional, y propiciaron que nuestro cine no naufragara en crisis que, encarnizadas en la economía, agitan asimismo otras aguas.

Nada habrá que menospreciar ni sobrevalorar para sostener que Fresa y chocolate, Suite Habana, José Martí, el ojo del canario y Habanastation -en orden cronológico, sin afán jerárquico- jalonan nuestra cinematografía de ese período. Dígase sin olvidar grandezas anteriores, logradas en el camino que el triunfo de la Revolución abrió. Citemos dos clásicos: Memorias del subdesarrollo, de Gutiérrez Alea -para mencionar una sola de sus obras-, y Lucía, de Solás. Pero tan rica historia no es tema para un breve artículo.

Volvamos a Habanastation, de la que se ha sugerido que apoya una tesis: que en Cuba las desigualdades crecerán, pero podrían basarse en el trabajo, no en el robo. Asegurarle al trabajo su lugar como fuente de vida, y erradicar prácticas cotidianas que, con máscaras diversas, se asocian a grados y modalidades de corrupción, es propósito que nos convoca, o debe convocarnos, con urgencia. Pero, por inevitables que resulten, resignarse a las desigualdades no es lo que debemos hacer para salvar un proyecto cuyas mayores virtudes y realizaciones han estado asociadas, y lo estarán, a la defensa de una justicia social que peligra si se bendicen -más que aceptar- las desigualdades, o si se idealiza o escamotea la realidad en que ellas pudieran presentar crédito de males presuntamente inevitables.

Preocupémonos si, más que bracear por la igualdad, se pone de moda arremeter –y ya– contra el igualitarismo. José Martí negó la existencia de razas entre los seres humanos, cuya identidad universal defendió; y en uno de sus cuadernos de apuntes, al repudiar la cuestión llamada racial, hizo esta abarcadora generalización: «así se va, por la ciencia verdadera, a la equidad humana: mientras que lo otro es ir, por la ciencia superficial, a la justificación de la desigualdad, que en el gobierno de los hombres es la de la tiranía». Habanastation no apuesta por la desigualdad, sino por valores llamados a vencer sus efectos donde ella pudiera considerarse inevitable, fruto de circunstancias que condicionan, y hasta corroen, la naturaleza humana. Pero la película aparece en un entorno que no avala ilusiones.

En los hilos principales de la trama las desigualdades no vienen de la corrupción. Se deben al trabajo exitoso, aunque los beneficiarios asuman el éxito con ostentosa voluntad «aristocrática», propia de los nuevos ricos, quienes se aíslan -otra forma de marginalidad- en ambientes donde disfrutar sus ventajas y mantener códigos afines a ellas. Así ponen al hijo a vivir «en una burbuja». Pero, repitamos, la base de esa desigualdad está en el trabajo remunerado espléndidamente, no en inmoralidades visibles.

Cabe en ello percibir una especie de táctica representacional -¿consciente?- que facilita el camino para la película. Las diferencias que disfrutan los padres de Mayito, uno de los dos adolescentes coprotagonistas de la cinta -el otro, Carlitos, es el «pobre»-, se dan en el sector artístico, al cual pertenece el realizador. Para señalarlas, el ojo crítico no las busca donde pudieran asociarse al manejo de responsabilidades y jerarquías concebidas para otros fines, o a la corrupción, si es que entre esta y el manejo aludido hay límites precisos.

Al incluir en sus miras la referencia a sectores privilegiados por circunstancias que hacen rentable su eficiencia profesional, Habanastation amplía el fresco trazado por Fernando Pérez en Suite Habana, acaso la más intensa, concentrada y vibrante conjunción entre lenguaje cinematográfico y contenido sociológico y emocional lograda en el cine cubano. Y su triunfo encara el desafío y los peligros -habrá pagado o estará pagando por ello- de no asumir compromiso con género o discurso alguno que mueva a un final feliz estimulante, pero situado en la cuerda floja de la complacencia.

Esa obra -entre cuyos méritos late una banda sonora que deja en el espectador el corazón golpeado, más que por las olas del Malecón habanero en tempestad, por angustias y bondades de seres humanos- se concibió para una serie internacional titulada Ciudades Sumergidas. Y aquí procede hacer algunos comentarios. Empecemos por apuntar que entre las reacciones que puede suscitar esa película, no cabe la indiferencia.

En su momento hubo quienes -incluso con algún texto publicado, y, sobre todo, con discusiones de viva voz- vieron (vimos) necesario defender Suite Habana. No faltaron voces que reprobasen al realizador de Clandestinos el haber recreado una Habana que estimaban poco representativa, o que no debía mostrarse. No, no es la única, y otras deben mostrarse también; pero la de Suite no podría apreciarse desde condiciones de vida tal vez inferiores a las que algunos impugnadores de la película tendrían en otros entornos, pero mucho más holgadas que las diarias de la mayoría de la población cubana en un proyecto movido por elevados ideales de justicia. En realidad, esa Habana poco tiene de sumergida, aunque así les tranquilice imaginarla a algunos que no la conozcan de veras. No la sufren.

La película de Fernando Pérez no incluye entre sus personajes -ni lo pedía el plan de dar una imagen de la ciudad supuestamente oculta- ninguno que, en condiciones de vida, pueda compararse ni de lejos con los padres del niño «rico» de Habanastation. Pero esta, como aquella, también se centra en un sector marcado por penurias, y que tampoco cede a ellas, no menores que las recreadas por Fernando Pérez a pulso de buen cine, y honradez.

Ambas películas muestran -en cuanto a profesión, origen étnico y otros componentes humanos- distintos estratos poblacionales agobiados por carestías, de las que no se libran ni un arquitecto ni un bailarín que pasan por blancos. Las dos -no digamos además-encarnan el mestizaje de nuestro pueblo, algo que, por la trama y por los fines que la animan, se aprecia de manera más minuciosa, y es de suponer que intencional, en la segunda: el matrimonio «rico» lo forman un actor visiblemente mestizo y una actriz de rasgos blancoides, aunque nuestro país, y en general la humanidad, tienen modos y grados diversos de mestizaje, ostensible asimismo en los protagonistas adolescentes.

La diversidad étnica es sustancial en La Tinta, recreación del barrio Zamora (de Marianao), en el que se hizo gran parte del rodaje. Y el nombre, los números de las calles y algunas características del barrio de ficción remiten a La Timba, real y ubicado -«marginalidad» en el «puro» centro- muy cerca de la Plaza de la Revolución José Martí. Los pobladores de Zamora-La Tinta son una amplia gama demográfica, un muestrario sociológico de virtudes y defectos que pueden hallarse, por lo general, en cualquier parte de la nación.

Habanastation no sucumbe, como tampoco Suite, a modas visuales que se (im)pusieron para tratar a Cuba, no solo en el cine. En esas películas las casas -si lo son- y las calles derruidas, y la mugre de Zamora, no sirven para ridiculizar al país. No alimentan un «costumbrismo» tópico afanado en fabricar risa a base de nuestra pobreza material.

No hay que desterrar la risa, ni olvidar que el humor ha sido una de nuestras válvulas de escape, o salvadoras. Pero la reiteración machacona y superficial de ciertos «chistes» puede parar en el choteo ramplón, y en otro modo de encubrir la realidad o complacer gustos influyentes en el éxito comercial. Aunque para revertir las privaciones de la Cuba de hoy no se vislumbren cornucopias mágicas, no parece acertado compararla con la España en que resultaron «simpáticos» los espejismos del anticomunista Plan Marshall, que en ese país suscitaría esperanzas ante secuelas de una guerra civil y el entronizamiento del fascismo. Si la comparación tuviera sentido, boguemos para que lo pierda. No sería cosa de risa.

Frente a las insuficiencias en el logro de la igualdad, también en lo étnico, por parte de una Revolución que tanto ha hecho en pos de la dignidad de todo nuestro pueblo, hay quienes pretenden negar el valor que la unidad de la patria tiene para enfrentar nuestros problemas. Proponen incluso imitar las llamadas «acciones afirmativas» de los Estados Unidos: las que, en el fondo, si no también en lo somero, han sido y son estratagemas de fuerzas dominantes para aquietar rebeldías y solapar los destripamientos de negros y negras en esa nación.

En la capacidad de influjo en que hace tiempo esa potencia desplazó al imperio británico, su padre putativo, opera también la lingua franca imperial que se extiende sobre el planeta. Entre los recursos tecnológicos y comerciales con que esa nación hegemónica influye -si es que no acude a la guerra-, hay aparatos como el juguete llamado playstation, que, aludido en el título de la película, funciona como resorte en su desarrollo dramático.

Por muchos logros seguirá Habanastation abriéndose camino. Recién estrenada y con largas colas aún para verla a lo largo del país, su primer triunfo en el exterior ha sido un lauro alcanzado en los Estados Unidos: en el Festival que organiza el allí disidente Michael Moore. En esa cita internacional compartió con Románticos anónimos, de Francia, el premio Fundadores (Founders, en inglés). Y seguramente continuará suscitando valoraciones como película estupenda, a la que ya se le han hecho y harán reparos (dicho sea sin olvidar que también la crítica yerra). Otros textos han hecho y seguirán haciendo lo que el presente artículo no pretende: ponderar el desempeño del director, de actores y actrices, del colectivo en general, el guión, la música, y acaso hasta el resultado y los guiños que pudieran inferirse de la caracterización y los nombres de algunos personajes.

La película deja sembrada la imagen de la maestra que, al final, prefiere quedarse con los pobres solidarios de La Tinta, no subir al automóvil refrigerado de los nuevos ricos. Así tiene otro vaso comunicante con Suite Habana, donde las precarias condiciones de vida no matan la bondad de sus personajes -reitérese: seres humanos reales, no de ficción-, aunque los dejen sin sueños, como a la viejita que intenta sobrevivir vendiendo maní. «¡Ah, los pobres de la tierra, esos a quienes el elegante [John] Ruskin llamaba ‘los más sagrados de entre nosotros’ […]!», escribió Martí. Para recordarlo no sería sano idealizar la realidad.

A la dirección del Partido y del gobierno en el país debemos agradecer la atención que ha brindado a la película, y a La Colmenita -grupo de teatro infantil y de adolescentes-, cuyo trabajo ha sido básico en el éxito de la primera. Pero gestos como ese no deben ser necesarios, ni tal habrá sido la intención de quienes lo promovieron o autorizaron, para que las obras de arte sean bien valoradas: ponderadas con justicia, desde la soltura propia de un pueblo al que de Martí le viene, como honrosa raíz vital, vincular cultura y libertad.

Se piensa en eso por la persistencia de prejuicios que no impidieron que Suite Habana, merecedora de una atención institucional aún mayor que la que tuvo, se abriese camino; pero sumergidamente vician la valoración sobre esa película, de la que en buena parte viene Habanastation. Decirlo no significa ignorar la originalidad y demás méritos de esta última. Le abundan para seguir triunfando, y confirmar el crecimiento de un buen realizador.

Fuente: http://www.cubarte.cult.cu/periodico/letra-con-filo/habanastation-o-ampliacion-de-una-suite-por-la-ciudad/19635.html

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