Santos ha sido elegido nuevamente presidente de Colombia, con un 51% de los votos emitidos, en medio de una perenne crisis de legitimidad -la abstención nuevamente fue la ganadora, llegando al 52%, más 4% de voto en blanco. Más de la mitad del electorado no se acercó a las urnas pese al terrorismo histérico mediático, […]
Santos ha sido elegido nuevamente presidente de Colombia, con un 51% de los votos emitidos, en medio de una perenne crisis de legitimidad -la abstención nuevamente fue la ganadora, llegando al 52%, más 4% de voto en blanco. Más de la mitad del electorado no se acercó a las urnas pese al terrorismo histérico mediático, que de lado y lado describía panoramas apocalípticos después del 15 de Junio, o a las encuestas amañadas. El triunfo de Santos no debería sorprender a nadie: las elecciones no definen nada, sino que sancionan apenas, con un tenue barniz democrático, lo que ya estaba decidido. Con el respaldo del capital financiero, de los empresarios, de los EEUU y de la Unión Europea, era imposible que Santos perdiera. Como dijera el profesor Renán Vega en una entrevista «Las elecciones simplemente son como el cierre de esos proyectos en marcha que llevan mucho más tiempo de consolidación en el país en términos políticos« [1].
Aunque un sector de la izquierda quiera ver este resultado electoral como un voto por la paz, o más aun, como el equivalente colombiano a Stalingrado o al Día-D (dependiendo de su persuasión ideológica) en la derrota del «fascismo», lo cierto es que tanto el aumento en la votación de Santos como una cierta baja del abstencionismo, tienen más que ver con la fuerza aplanadora de las maquinarias electorales, particularmente en la Costa caribe [2], incluidas la compra de votos a granel y la mermelada para todos los gustos. Aunque es discutible el peso de la izquierda en el resultado electoral (en ciertas zonas hubo claras transferencias, incluida Bogotá, no así en otras), lo cierto es que la izquierda tuvo un rol clave no en decidir las elecciones, sino en ayudar a lavar la imagen de Santos ante la opinión pública.
Santos inicia un nuevo período de gobierno en la misma crisis crónica de legitimidad del régimen colombiano, pero con una imagen fresca. Este triunfo electoral y todo el manejo propagandístico que se hizo en torno al «candidato de la paz», han ayudado a disociar su imagen de los falsos positivos, del bombardeo a Ecuador, de su catastrófica gestión social anti-popular, de su ministerio de guerra y de su ministerio de palmicultura, de todos los engaños y promesas incumplidas al pueblo campesino, de los tratados de libre comercio, de la impunidad militar, de la ley de seguridad ciudadana y la criminalización de la protesta… se ha echado una buena cantidad de tierra sobre los muertos de estos cuatro años en que el pueblo no ha dejado de movilizarse y ¿los presos políticos?, muy bien gracias. Santos emerge de la contienda electoral, indudablemente, con una imagen renovada.
Pero importantes sectores de la izquierda hicieron un poco más que esto. Además, al personalizar -junto a los santistas- el proceso de paz en la figura del presidente, han ayudado a que la paz, originalmente una conquista del pueblo movilizado (y en últimas hasta un deber constitucional), pueda ser redefinida en este segundo período de gobierno en los términos de Santos. El presidente tiene las llaves de la paz, ahora sí, bien guardaditas en su bolsillo y no las compartirá con nadie, a menos que sea hacia la derecha. Ya los analistas van sacando sus conclusiones: Santos ha logrado un mandato para avanzar en el proceso de paz, pero tendrá que hacer concesiones al 46% de votos uribistas que ellos interpretan como más mano dura [3]. El mandato por la pax santista, ergo, incluirá bajar las «expectativas» a las FARC-EP y al ELN. Como dice el análisis de la Silla Vacía, el resultado electoral «quizás, ayude a focalizar la discusión en la mesa en lo posible, más que en lo deseable« [4]. O sea, pisar el acelerador para lograr, cuanto antes, la paz con injusticia social. El análisis de Semana es aún más claro al definir que la pax santista consistirá, sencillamente, en «llevar las conversaciones de La Habana y las que se hagan inicialmente en Ecuador, Brasil u otro país con el ELN a que esas dos guerrillas acepten desmovilizarse y desarmarse« [5]. La paz ha sido definitivamente divorciada de los cambios estructurales para superar las causas del conflicto; a lo mejor hay cambios que habrá que hacer, pero nada muy radical, aunque demagógicamente se invoquen «cambios profundos» que solamente pueden creer los más ingenuos [6]. En palabras del mismo artículo de Semana, «Santos no tiene, pues, carta blanca para negociar con las FARC. Las líneas rojas que su propio gobierno se trazó al emprender este camino han sido reforzadas y, si se quiere, reducidas por el resultado electoral«.
Santos logró algo histórico además en el plano político. Logró volver a recomponer el bipartidismo bajo los colores del uribismo y de su propia tolda. El término «oposición», de hecho, ha sido apropiado -gracias a los manejos mediáticos y al encuadramiento electoral de la izquierda- por el uribismo, con quienes objetivamente, comparte más que lo que los divide. Santos es, sin dudas, un hábil jugador en medio de la debilidad estructural de su mandato. De hecho, debe ser en el mundo el único presidente de derecha, delfín de lo más granado de la odiada oligarquía, involucrado en groseras violaciones a los derechos humanos y crímenes de lesa humanidad, que ha recibido un respaldo electoral importante por parte de la izquierda. En la práctica, Santos logró unir a la izquierda colombiana a un grado que no logró ni la candidatura de Clara López ni el paro agrario del 2014. Lo que demuestra lo astuta que es la oligarquía colombiana. Son unos berracos; no por nada llevan dos siglos en el poder, manejando uno de los Estados más reticentes a la reforma social.
¿Qué se viene ahora? Santos intentará consolidar su proyecto de la unidad nacional, conciliando con el uribismo, en torno al discurso de la paz minimalista en medio del recrudecimiento de la ofensiva. Recordemos que el mismo día que supuestamente se votaba guerra o paz, el gobierno se felicitaba por el presunto abatimiento de Román Ruiz, líder del Frente 18 de las FARC-EP (pese al cese al fuego unilateral), quien al final resultó no ser el muerto… o sea, otro falso positivo [7]. A la izquierda no tendrá que hacerle mayores concesiones porque no tiene capacidad de exigirlas. A algunos en la izquierda les tocará la mermelada (alcaldía de Bogotá), a otros con un plato de lentejas les bastará (por ejemplo, si les hacen la vista gorda ante casos de corrupción de ciertos familiares). Pero la mayoría tendrá que contentarse con las promesas de lentejas, porque las concesiones serán con la «oposición oficial» (uribismo). Lo que no impedirá que un sector se quede pegado con mermelada, lentejas y promesas, al «presidente de la paz», secundando su mandato por la paz con la injusticia social con la esperanza de que el régimen sea un poco más «incluyente» (o sea, que los inviten a co-administrar los escalones más bajos del sistema que existe, abandonando toda ilusión de cambio social). Tal vez veremos más ritos indígenas de armonización, más treguas sindicales de 100 ó de 1000 días, y más dirigentes de izquierda diciendo que actualmente es inoportuno luchar, que no hay que desestabilizar, que hay que rodear la paz (o sea, rodear a Santos). El país político sesionando en pleno.
El voto táctico de la izquierda oculta en el fondo una derrota estratégica de ésta. Derrota que no es de las últimas dos semanas, sino que se arrastra de largo y que se ha expresado en su incapacidad de canalizar el descontento popular en un programa de lucha, en una renovación de la política y en deshacerse de los métodos de la política tradicional, metiéndole cuerpo al promisorio proyecto de unidad desde abajo que comenzó a forjarse en la Cumbre Agraria y Popular. Sólo tal vez así, se podrá llegar a más de la mitad del país que mira a la distancia, con asco e indiferencia, desde su pobreza y exclusión social, sin inmutarse, a ese país político ajeno. Lo único que podría inclinar la balanza hacia la paz con justicia social es la fuerza de la lucha popular, del pueblo organizado. Pero para ello hay que vencer los caudillismos y burocratismos de esa «ciudad letrada» que mira con desconfianza al bajo pueblo y a su iniciativa espontánea. Esa ciudad letrada que confía más en la negociación por arriba que en la capacidad de lucha de los de abajo. La izquierda oficial ha demostrado tener más capacidad para desmovilizar que para movilizar, más capacidad para elegir al mal menor que para ser alternativa política. Así las cosas, los dados parece que en este segundo período estarán inclinados hacia la paz en los términos de Santos. A menos que haya una asonada al interior de la izquierda que dé por el traste con los verticalismos, oportunismos, sectarismos, personalismos y todos los ismos que le impiden crecer y convertirse en alternativa política, no para el pueblo, sino que construida desde el pueblo. Si no, lo que nos espera, es el destino de ser Guatepeor: algo así como tener la violenta paz de Guatemala, pero elevada al cubo.
Notas:
[1] http://www.lahaine.org/index.
[2] http://www.semana.com/nacion/
[3] http://www.semana.com/opinion-
[4] http://lasillavacia.com/
[5] http://www.semana.com/nacion/
[6] http://www.semana.com/nacion/
[7] http://www.elespectador.com/
(*) José Antonio Gutiérrez D. es militante libertario residente en Irlanda, donde participa en los movimientos de solidaridad con América Latina y Colombia, colaborador de la revista CEPA (Colombia) y El Ciudadano (Chile), así como del sitio web internacional www.anarkismo.net. Autor de «Problemas e Possibilidades do Anarquismo» (en portugués, Faisca ed., 2011) y coordinador del libro «Orígenes Libertarios del Primero de Mayo en América
Latina» (Quimantú ed. 2010).
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