Había una vez un país que se negaba a salir de la Edad Media, un país anómalo situado más allá de la razón, en el que mitos y leyendas dominaban los espacios públicos, elevándose cual espíritus incorpóreos por encima de púlpitos, iglesias y catecismos. Había un país donde los curas gobernaban extramuros -y casi todo […]
Había una vez un país que se negaba a salir de la Edad Media, un país anómalo situado más allá de la razón, en el que mitos y leyendas dominaban los espacios públicos, elevándose cual espíritus incorpóreos por encima de púlpitos, iglesias y catecismos. Había un país donde los curas gobernaban extramuros -y casi todo el mundo se lo permitía por acción u omisión-, imponiendo su concepción de la vida, enseñoreándose de la moral y las costumbres de sus habitantes, bien fueran creyentes o ateos, religiosos o agnósticos.
En ese país, aconfesional según su Carta Magna, colegios financiados con dinero de todos adoctrinaban en el culto a una única religión; y pese a que la Iglesia estaba exenta de abonar IBI a cuenta de sus innumerables propiedades, millones de euros del presupuesto público iban a parar a su sostenimiento económico.
En ese insólito país, trufado de pompa y boato, eran habituales las condecoraciones a personajes de ficción, como las Vírgenes católicas, a las que se les concedían honores terrenales, como el de alcaldesa perpetua a la Virgen de Zocueca en Bailén; o medallas de oro al mérito policial, como la otorgada por el ministro del Interior a la Virgen María Santísima del Amor, de ignota trayectoria en materia represiva.
En ese extraño país casi ningún político se negaba a disfrutar de su posición preferencial en misas y procesiones, siempre en primera fila, siempre arrodillados, siempre diciendo amén. Sus tomas de posesión estaban presididas por la cruz y la biblia, que sustituían al respeto a la diversidad. Y ¡ay de aquellos que se negaran a asumir ese rito! Pues corrían el riesgo de ser insultados, como le sucedió a un concejal de IU del pueblo toledano de Argés.
En ese país al revés las capillas católicas invadían universidades públicas desde donde los sacerdotes predicaban contra la libertad de las mujeres. Y a quienes protestaban por este trato anticonstitucional de privilegio, como la hoy concejala de Madrid Rita Maestre, se les perseguía de forma inquisitorial. Pero sucedió que un buen día ese país se liberó por fin de la obligatoriedad de la fe y de su teatro. Y ese fue un día feliz.
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