Hablar de revoluciones nunca pasa de moda. Y es que las revoluciones son parte del sistema cultural que nos acompaña en nuestra cotidianidad -para bien o para mal, directa o indirectamente-. El estar permeadas las subjetividades por el pensamiento mítico, hacen que sean las revoluciones más difíciles de abordar.
En la modernidad, lo que ha marcado la reflexión sobre las revoluciones ha sido la francesa. Su influencia, no solo ha determinado un modelo de teorizar sobre procesos sociales, sino también hasta cómo se han auto-percibido estos. Por tanto, dicha lógica ha ocupado un lugar en la cultura popular sobre las revoluciones. Hecho este, que cómo mínimo dificulta el acercamiento a las condiciones de cada época en revolución. Y es que no se pude olvidar aquel llamado de Marx, de no juzgar la historia por como esta se piensa así misma.
Pero es necesario enmarcar a qué nos referimos al hablar de revolución. No lo es, todo aquello que se auto-declare como tal, o todo lo que por razones políticas o de ideología política o intereses de clases, la posteridad la declare de esa manera. Es decir, no nos referimos aquí a entender como revolución a lo que así sea nombrado, sino a aquellos procesos de subversión social. Y subversión social no es el cambio de una estructura política, ni del signo de esta, sino el cambio en la cotidianidad. Hacemos referencia aquí a la subversión de la cotidianidad.
Los líderes de aquella Revolución Francesa creían que la preparación previa que poseía un grupo -ellos-, cuando se estuviera en el momento de mayor contradicciones económicas, llevarían a la formación de un alto sentido político que terminaría con un estallido, en otras palabras, vendría el cambio en la dinámica social. Ese pensar, lo podemos identificar como la teoría de las luces.
Lo curioso, no es que ese era el cristal por el que se miraba aquella parte ilustrada de la revolución, sino que lo fuese también de todos los que participaban en dicho proceso de subversión. La visión basada en «las luces» era la que poseía el propio sujeto -el hacedor- revolucionario: la propia revolución se pensaba producto del liderazgo, de los teóricos -iluminados-revolucionarios. Y es que el pensamiento teórico que acompañaba a aquel proceso, no podía hacer otra cosa que -como toda conciencia teórica- cumplir con su función de rectificador del pensamiento cotidiano. Inevitable ha sido, que haya penetrado la cotidianidad.
Luego, el imaginario popular, en círculo dialéctico, vuelve a incidir sobre el pensamiento teórico. Lo prueba el peso que se le confiere a las figuras de los líderes en la historiografía, y en productos de consumo popular como series, películas, etc.
Así hemos visto que todos aquellos cambios que se hayan pensado a sí mismos como revoluciones -hagamos abstracción si realmente lo han sido o no-, se han codificado según aquel estereotipo heredado de 1789. Y es que si bien estos reclaman ser transformaciones verdaderamente populares de participación ciudadana -téngase en cuenta que sin eso no se es revolución-, por el otro lado no deja de pensarse en la vanguardia, que es «la que sabe hacer las cosas». Estas ideas nos marcan, incluso, son el sistema referencial para los que se oponen a ellas y que abogan una expontaneidad casi imposible que ignora elementos como la hegemonía cultural.
Pero debemos hacerle caso al llamado de Marx que antes mencionábamos y gozar de la ventaja de no tener que buscar la lógica de la historia estando inmerso dentro de ella, y así escapar de todos esos colores que ella misma se pone -o al menos estando en un punto donde es más fácil escapar de esas pigmentaciones.
Para ello, lo primero es dejar de ver los velos que se ponen los vencedores al escribir la historia. Por suerte el pensamiento humano, a veces lento, a veces en onda de corta expansión, es capaz de rectificarse, y desde hace alrededor de 60 años que se superó tal teoría de las luces.
Con ello, se comprende que no existe tal preparación previa. La fuente de conocimiento son las respuestas generadas en la subjetividad al propio todo social. No hay un antes extrínseco que es fuente del saber necesario, sino este es resultado del propio auto-movimiento social. La ausencia de un pensar dialéctico que disipara la lógica de la causa y el efecto en relación lineal, por tanto, la presencia de su opuesto -el principio de causa y efecto-, impedían ver que los actores del proceso de subversión son portadores de las condiciones para este -incluso antes de ser conscientes de ello-. No era tal preparación, sino ellos, expresión de la gestación de un cambio dentro que generaba el propio todo social. No era una fuerza externa personificada en la vanguardia, sino el devenir autopropulsado del grupo humano.
Tampoco el estallido tiene que ocurrir en el momento de mayor contradicción económica. Puede pasar, siendo esta, mayor, menor, o incluso igual que en tiempos previos a que se desate la lucha. Y es que esta visión cae en un mecanicismo que olvida quiénes son los sujetos del proceso de revolución, y que esta depende de que existan esos sujetos, o al menos, las condiciones para que estos actúen. Ello, no depende exactamente del grado de «gravedad» de la fricción de los grupos sociales vista desde un esquema exterior.
Por último, hay que referirse a la cuestión política implícita en todo momento en las ideas de la revolución y en la concepción de la luces. No se trata de la conciencia política per se, sino de la conciencia cotidiana que la sostiene. Esta, es la expresión de los conflictos existente entre aquellos que comparten modos de vida, pero que su nivel más visible es la lucha política -que es lo que causa la confusión de sobre cuál debe incidirse-. Es dicha cotidianidad, el escenario de los verdaderos procesos de subversión de la realidad, y que se aprecian y reflejan en lo político, lo teórico, lo jurídico, lo cultural. Entonces, que no es el asunto del sujeto político, sino el sujeto real -cotidiano-, si de revoluciones se trata.
Hoy, a pesar de ser difícil el ejercicio de inculcar en el imaginario popular una idea diferente de aquella que arrastramos de la Ilustración, no quiere decir que deba también el pensamiento teórico sobre la revolución quedarse atrapado en ella. Este, debe cumplir su papel de articular dichas conciencias cotidianas en pro del cambio social.
Si la ideología apuesta por una vanguardia, entonces, el pensamiento sobre la revolución, debe ver el potencial en esta como factor de cambio -siempre sabiendo que no es esta sola, sino en interacción con las masas-. No es tal subjetividad algo que se puede destruir en poco tiempo. Utilizarlo a favor, también es parte de pensar -y hablar de- la revolución.
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