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Entrevista con Daniel Bensaid, filósofo y militante comunista

Hacia la construcción de un nuevo partido anticapitalista

Fuentes: Lignes

Lignes: Generalmente, la revista Lignes no se preocupa demasiado por la estrategia política, ni tampoco se ha interesado realmente por las contiendas electorales. Sin embargo, hoy se nos presenta la ocasión de hacerlo contigo, en el marco de este conjunto de textos que hemos reunido entorno a las ideas de «descomposición y recomposición políticas». Y […]

Lignes: Generalmente, la revista Lignes no se preocupa demasiado por la estrategia política, ni tampoco se ha interesado realmente por las contiendas electorales. Sin embargo, hoy se nos presenta la ocasión de hacerlo contigo, en el marco de este conjunto de textos que hemos reunido entorno a las ideas de «descomposición y recomposición políticas». Y es que tú ocupas una posición singular entre todos nosotros, una posición que hace de ti un intelectual «puro», por decirlo de algún modo – autor de numerosos libros de teoría crítica y de filosofía y, al mismo tiempo, un militante de la Liga comunista revolucionaria -, algo así como un intelectual militante. Lo que nos interesa es esa eventualidad, evocada por vosotros en numerosas ocasiones desde la Liga, y eventualidad hecha pública hoy en día, de la constitución de un partido nuevo y ampliado; de un partido o de un reagrupamiento – tú mismo dirás qué término resulta más apropiado. Quizás sería útil empezar recordando la antigüedad de ese proyecto. Hace más de diez años que vienes hablando de ello; desde 1995, si no me equivoco. ¿Qué es lo que os lleva, desde vuestra reflexión colectiva, a contemplarlo ahora como algo posible y necesario? ¿Y por qué esa idea no llegó a cuajar antes?

Daniel Bensaïd: Esa idea es incluso anterior a 1995. Surgió de una constatación: la «caída del Muro de Berlín» y la implosión de la URSS no alumbraron un escenario de relanzamiento de un socialismo democrático por el que, históricamente, apostaba la corriente de donde procede la Liga. En los años 30, Trotski formulaba dos hipótesis acerca del desenlace de la guerra. O bien una revolución antiburocrática relanzaba el proceso iniciado al final de la primera guerra mundial; o, por el contrario, el régimen soviético sería derrocado y el capitalismo restaurado. En realidad, no llegó a producirse ninguna de las dos alternativas. En cualquier caso, no en las formas ni en los plazos previstos. Hoy, podemos mesurar hasta qué punto 1989 culminaba una contrarrevolución que estaba en marcha desde hacía mucho tiempo. El manejo simplista de los términos «revolución» y «contrarrevolución» conduce a imaginarse esa contrarrevolución como un acontecimiento simétrico y tan claramente identificable como una revolución. Pues bien, Joseph de Maestre ha formulado la idea, a mi entender muy acertada, de que una contrarrevolución no es «una revolución en sentido contrario», sino «lo contrario de una revolución». Estamos hablando, pues, de un proceso asimétrico. Comenzó a finales de los años veinte y ya se había consumado ampliamente cunado se produjeron los acontecimientos de 1989 y 1991, que no representaban sino su desenlace. La constatación de la que partíamos a comienzos de la década de los 90 era, por lo tanto, que tales acontecimientos representaban una fractura histórica. Los espectros de Bujarin o de Trotski no volvieron del pasado, ni se convirtieron en referencias para las nuevas generaciones políticas en la Unión Soviética o en Europa del Este. La memoria también había sido vencida. La inmersión en los espejismos de la globalización liberal fue inmediata. Y las oposiciones al estalinismo surgidas entre las dos guerras, con razón o sin ella – equivocadamente, por supuesto, desde mi punto de vista -, quedaron enterradas bajo los escombros de este período. Desde finales de los años 80 (ya podíamos percibirlo bajo el mandato de Gorbachov) y, si quisiéramos establecer una datación más precisa, a partir del 89 y del 91, se impuso la percepción de que estábamos entrando en una nueva época. Las antiguas delimitaciones que habían justificado la constitución de corrientes o de organizaciones políticas – sin llegar a convertirse en referencias caducas – no operaban del mismo modo que antes. Estaba, pues, a la orden del día la necesidad de pensar una reconstrucción programática y un nuevo proyecto político, tanto en lo concerniente a su contenido como a sus formas organizativas. De hecho, el problema estaba planteado desde 1989-1991. Las huelgas del invierno de 1995 empezaron a dejar entrever la posibilidad de que equipos militantes, sindicales y asociativos, se comprometiesen con una perspectiva de este tipo. Pero esa posibilidad no llegó a cuajar. Rápidamente, se vio abortada por la victoria de la izquierda en 1997 – como un efecto diferido de las huelgas del 95 y de la disolución de la Asamblea Nacional decretada por Chirac. Esa victoria electoral canalizó buena parte de las energías liberadas durante las huelgas del invierno del 95 y las movilizaciones del invierno del 97 contra las leyes de Pasqua y Debré. Las organizaciones sindicales se vieron una vez más mayoritariamente polarizadas entorno al «diálogo social» con el gobierno de Jospin, neutralizadas en nombre de un realismo gubernamental y de una política del «mal menor» (¡que condujo sin embargo a darse de bruces con Le Pen, aupado por un 17 % del electorado, en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales del 2002!). Hay que decir, no obstante, que si bien la formulación «a un nuevo período corresponde un nuevo programa y un nuevo partido» no fue claramente enunciada hasta principios de la década de los 90, su necesidad era ya palpable en los años anteriores. En 1988, más allá del balance que saquemos de aquella experiencia, la tentativa de impulsar una campaña unitaria a la izquierda de la izquierda entorno a la candidatura del antiguo dirigente y disidente del PCF, Pierre Juquin, se inscribía ya en ese tipo de preocupaciones.

Lignes: En vuestro proyecto de los 90, subyacía la idea de federar a todas aquellas fuerzas militantes que se habían constituido en colectivos – estoy pensando en particular en los colectivos «sin» – y que surgieron por aquel entonces. En otras palabras: para vosotros, se trataba de una apertura hacia todas y todos aquellos que hacían política al margen de los partidos.

Daniel Bensaïd: A lo largo de los 90, han ido apareciendo diferenciaciones en el seno de la izquierda gubernamental. Varias generaciones de renovadores y de refundadores emergieron en las filas del Partido comunista. Conviene recordar en qué se convirtieron tres de los cuatro ministros que tuvo el PCF en 1981, durante la primera etapa de Mitterrand: Marcel Rigoud, Anicet Le Pors, Charles Fiterman, así como otros destacados dirigentes tales que Pierre Juquin, Claude Poperen o André Fizbin. Del Partido socialista se desgajaron Chevènement y el Movimiento de los ciudadanos. Todo eso se tradujo en intentos de reagrupamiento – entre los que cabría citar una primera campaña unitaria por un «No de izquierdas» con ocasión del referéndum sobre el Tratado de Maastricht en 1992. Pero esas rupturas resultaron efímeras. La mayoría fueron satelizadas por el Partido socialista (la lógica electoral de las instituciones de la V República favorece semejante deriva), o han seguido trayectorias más erráticas todavía, como en el caso de Max Gallo. Había que sacar conclusiones de todo ello. Se imponía la constatación de que los recursos militante para una renovación o para una reconstrucción se encontraban esencialmente en la fermentación de los movimientos sociales, en su pluralidad y en las nuevas formas que adoptaban colectivos emergentes como los de los «sin» a que te referías – sin empleo, sin vivienda, sin papeles, sin derechos. Eso es, por otra parte, lo que simbolizó en aquel momento el compromiso del filósofo Pierre Bourdieu. La problemática a partir de la que se habían construido las oposiciones políticas, y concretamente la Oposición de izquierdas al estalinismo, durante los años 30 y 50, consistía en que el movimiento obrero no disponía de la dirección y de la expresión política que merecía. Se trataba, pues, de cambiar tan sólo la cabeza de un cuerpo que seguía siendo un organismo fundamentalmente sano. El inicio de los 90 reveló que los estragos del estalinismo, prolongándose en el tiempo, eran mucho más profundos de lo que habíamos imaginado. No se trataba de un largo rodeo o de un simple paréntesis en el sendero de la historia, sino de una auténtica bifurcación, cuyos efectos percibiremos aún durante mucho tiempo. Se trataba por lo tanto de abordar una reconstrucción a todos los niveles, social, sindical, asociativo, hasta alcanzar las formas de la representación política.

Lignes: ¿Qué acogida recibió entonces vuestra propuesta? ¿Constituyó acaso la elección de Jospin el único obstáculo? ¿O también suscitó desconfianza o sospechas a nivel político o ideológico?

Daniel Bensaïd: En primer lugar, quizás no se daba todavía la condición necesaria, aunque no suficiente: es decir, la acumulación de nuevas experiencias de luchas de alcance fundacional. Ciertamente, existía el inicio de una nueva movilización social, pero no contábamos con un impulso de tales proporciones que nos hubiese permitido rebasar los obstáculos políticos reales que se interponían en nuestro camino. La diferencia, en relación con la actual situación, es que por aquel entonces considerábamos – y creo que con razón – que, para que un proyecto de organización resultase creíble, debía aparecer como una convergencia de corrientes políticas procedentes de historias y trayectorias diferentes y, al mismo tiempo, como una superación de las mismas. La pluralidad era pues una de las condiciones de la credibilidad, porque sin eso – y el problema sigue planteado hoy en día – corríamos el riesgo de quedarnos en un simple crecimiento de lo que ya teníamos, en una operación de nueva imagen o en una campaña de promoción y comunicación. Los plazos electorales fueron determinantes para poner a prueba la determinación de aquellos y aquellas que eran susceptibles de interesarse por tal proyecto, la coherencia entre sus discursos y sus actos, o, por el contrario, su facilidad en dejarse seducir por las sirenas institucionales y perderse en alianzas tácticas sin futuro. A lo largo de los años, de convocatoria electoral en convocatoria electoral, la misma conclusión no ha cesado de confirmarse. La victoria electoral de la izquierda en 1997, por ejemplo, reintegró en el área de la política gubernamental a un amplio abanico de movimientos sociales surgidos a principios de los 90 y especialmente en el 95. Para las organizaciones políticas, la opción era participar o no en un gobierno de la izquierda plural, ser solidario con su política o bien oponerse a ella en cuanto a las privatizaciones, al trato que se daba a los sin papeles, al Tratado de Ámsterdam o a las modalidades de aplicación de las 35 horas. Esa disyuntiva no ha dejado de repetirse desde entonces. Es una de las razones que hizo fracasar la tentativa, sin embargo deseable, de una candidatura unitaria de la izquierda radical en las elecciones presidenciales del 2007. Era ilusorio imaginar que el «No de izquierdas» del 2005 al Tratado constitucional europeo representaba una base suficiente para levantar un proyecto común de sociedad. Así, pudimos ver, a partir del congreso socialista de Le Mans, en el verano de aquel mismo 2005, como la mayoría de partidarios del «no» se reconciliaba con los defensores del Tratado en el marco de una moción de «síntesis» general. Nosotros habíamos afirmado, por el contrario, que no éramos «sintetizables» en una nueva versión de la izquierda plural, destinada a repetir lo mismo que hizo Jospin, o peor todavía, con Dominique Strauss-Kahn o Ségolène Royal. Era necesario definir un proyecto sólido entorno a las cuestiones cruciales (la justicia social, el reparto de riquezas, Europa, la guerra, la inmigración…), pero también ponerse de acuerdo acerca de las alianzas compatibles con ese programa. A lo largo de la última campaña, se verificó que el Partido comunista era «Ségocompatible», que estaba dispuesto a una reedición de la experiencia de la izquierda plural y, de modo más sorprendente quizás, vimos también que José Bové se mostraba sensible al llamamiento de la presidenciable socialista hasta el punto de aceptar una misión paragubernamental junto a la candidata… sin esperar siquiera a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. Esas adaptaciones sólo podían difuminar las líneas divisorias que apenas se empezaban a trazar, desorientando a aquellos y aquellas que volvían a interesarse por la política. Se sentían excluidos. Olivier Besancenot era sin duda alguna el mejor de los candidatos posibles; pero no por una cuestión de imagen, como muchas veces se dice, sino por su claridad y su firmeza sobre el fondo de las cosas, por su experiencia social, por su fidelidad al colectivo e incluso por su potencial electoral. Los hechos así lo confirmaron. Ante los ojos de nuestros eventuales socios, el principal defecto de Olivier era finalmente su pertenencia a un partido. Pero, más allá de su talento personal, las cualidades que todo el mundo le reconoce no existen a pesar, sino gracias también a esa pertenencia, gracias a su implicación en una historia y una experiencia colectivas. El problema de la relación con las instituciones ha sido determinante en las opciones de unos y otros. Entiendo los argumentos de quienes dicen que un partido que disponga de posiciones en los municipios de izquierdas puede promover allí políticas sociales distintas de las que propugna la derecha (incluso si ocurre muchas veces que, en lo referente a emigración y empleo, por ejemplo, las políticas desarrolladas en esos ayuntamientos acaban siendo tan discutibles como las de la derecha). Puede comprenderse la preocupación por mantener tales posiciones. Pero sabemos muy bien que un proyecto de reconstrucción de una izquierda que no reniegue de sus principios y quiera conservar su frescura pasará necesariamente por una cura de adelgazamiento institucional. Hay que saber si estamos dispuestos a pagar ese precio y a sacrificar algunos éxitos efímeros en aras de un proyecto de reconstrucción duradero. Hay que escoger. Comprometerse a medio y largo plazo en una acción que devuelva su coherencia a la palabra política y que genere confianza en ella. Preservar a cualquier precio las posiciones alcanzadas, significa necesariamente, en la actual correlación de fuerzas social y electoral, resignarse a una posición subalterna y auxiliar de la principal fuerza de la izquierda, el Partido socialista, convertirse en su rehén y en su caución sin llegar a pesar realmente sobre su política. Es lo que acaba de verificarse en Italia con la participación de Rifondazione Comunista en el gobierno de Romano Prodi. De ahí la idea de desbloquear la situación desde abajo, apostando por las nuevas generaciones militantes en las empresas, en las universidades y los barrios. Algo está ocurriendo. Ante todo, asistimos a la pérdida de legitimidad del discurso liberal. Aquel discurso triunfante de principios de los 90 – prometiendo una era de paz, de prosperidad, etc. – ya no funciona. El reinicio de la movilización social se ha traducido en un primer momento en un nuevo ascenso de los movimientos, acompañado de una gran desconfianza (comprensible) hacia toda forma de representación y de organización políticas. Esa desconfianza conlleva sin embargo, a mi entender, la ilusión que consiste en deducir los fenómenos de burocratización de las formas organizativas, en particular de la «forma partido». Pero la burocratización constituye un fenómeno mucho más profundo – y mucho más grave también – en las sociedades modernas. Está vinculada a la división social y técnica del trabajo, a la profesionalización de la política, a la privatización del saber, a la complejidad de las relaciones sociales. No sólo afecta a los partidos, sino tanto o más a los aparatos sindicales, donde las cristalizaciones materiales son considerables, e incluso a las organizaciones no gubernamentales o asociativas a partir del momento en que están fuertemente subvencionadas, por no hablar de los aparatos y la administración del Estado. Así pues, la problemática es mucho más vasta. A finales de los 90 y en los primeros años del nuevo siglo, se hizo la experiencia de los límites de lo que algunos creyeron ser una autosuficiencia de los movimientos sociales. Límites, por así decirlo, de la «ilusión social», de la pretensión de oponer la pureza de una acción social sana a las impurezas y máculas del compromiso político. Las expectativas sociales que no consiguen hallar respuestas en su propio terreno se desplazan (generalmente de manera minimalista) al terreno electoral. A esa demanda política, en el sentido más amplio de la palabra, hay que responder con algo distinto al discurso resignado sobre el mal menor («cualquier cosa menos Berlusconi», «cualquiera menos Sarkozy») y sin subir al furgón de cola de una izquierda agonizante. La necesidad urgente de un nuevo partido se inscribe en la lógica de la situación: una derecha francamente de derechas se propone, mediante la aplicación de contrarreformas brutales, alinear el país bajo la norma liberal de la globalización; una izquierda del centro se alinea, por lo que a ella respecta, tras la norma de una socialdemocracia convertida al liberalismo (moderado o no): New Labour en Inglaterra, Nuevo centro en Alemania, Partido democrático en Italia. Esa situación certifica la derrota histórica de las políticas de emancipación del siglo XX. La irrupción masiva en el mercado laboral mundial de cientos de millones de trabajadores desprovistos de derechos y de protección social pesará de un modo duradero en las relaciones de fuerza entre el capital y el trabajo. En cuanto a la evolución de las corrientes tradicionales de la izquierda, ésta parece difícilmente reversible. Ante ese panorama desastroso, asumimos nuestras responsabilidades. Somos conscientes de las dificultades. En primer lugar, la dificultad de emprender la construcción de un nuevo partido, si no en frío, cuando menos en un contexto defensivo y no de ascenso impetuoso de los movimientos sociales. Por supuesto, hay resistencias y luchas importantes, pero la mayoría acaba en derrotas. La otra gran dificultad consiste en la ausencia de socios significativos a escala nacional. Algunos guardan silencio ante nuestra propuesta o la soslayan, temiendo que se trate tan sólo de una simple operación de renovación de la Liga. Es una actitud miope. Lejos de refugiarse en el temor y la desconfianza, esa gente debería alegrarse de que la Liga tome esa iniciativa en vez contentarse con gestionar timoratamente su (pequeño) capital electoral. Y, en lugar de zafarse con malos pretextos, deberían entrar sin tardanza en la discusión de fondo: un nuevo partido, ¿sobre qué programa? ¿Con qué finalidad? ¿Con qué alianzas en perspectiva? ¿Qué garantías de funcionamiento democrático tendría? Si, a fin de cuentas, la tentativa no fuese más lejos que un crecimiento de la Liga, quienes tergiversan y evitan el debate con excusas de mal pagador serían responsables de ello. Nosotros lo intentaremos. Y si estamos decididos es porque procedemos de una corriente histórica que se plantea desde hace mucho tiempo esa cuestión; una corriente que, frente a la adversidad, ha tenido que acarrear durante muchos años el pesado equipaje del exilio, y que percibe ahora las posibilidades de la nueva coyuntura. Hemos heredado una visión de la historia que no cede ante el culto postmoderno de la política hecha migajas, de un presente encogido, sin pasado ni futuro, del falso realismo, del «aquí y ahora» que sacrifica la estrategia a la táctica, la finalidad al movimiento, y que no cesa de levantar fútiles castillos de arena en nombre de una «cultura de la ganancia». Sin duda, sería más sencillo gestionar prudentemente un simple reforzamiento de la Liga, pero faltaríamos a nuestras obligaciones ante la situación. Es posible que no alcancemos nuestro objetivo, o que sólo lo alcancemos parcialmente. Salvo en raras circunstancias, no se da una multiplicación de las fuerzas militantes como la de los panes y los peces. Al ponernos manos a la obra, sabemos que el camino va a ser largo. Aunque sean discutibles y poco fiables, las encuestas de opinión indican, quizás de una manera sobrevaluada, la existencia de una confusa espera política. Cuando menos, pretendemos reducir la distancia existente entre el potencial que expresa la popularidad de Olivier Besancenot y la debilidad de las fuerzas organizadas realmente existentes. Visto lo que pueden hacer algunos miles de militantes, cabe imaginar lo que podrían lograr si fuesen el doble o el triple. Pero el objetivo de un nuevo partido es tan cualitativo como cuantitativo. Se trata de crear un partido de carácter popular, enraizado en las empresas, los barrios, los centros de estudio, fiel a la composición y a la diversidad social y cultural de este país (ése es, en efecto, un problema mayor del campo político en Francia: sus actores no son a imagen y semejanza de la sociedad que pretenden representar). Existe un peligro: que este necesario esfuerzo de mutación sociológica se lleve a cabo en detrimento de la reflexión, que no sigue el mismo ritmo, que no responde a las mismas urgencias y que requiere de instrumentos particulares. ¿Seremos capaces de acometer todas las tareas al mismo tiempo? ¿Sabremos ampliar la capacidad de intervención, dotándonos al mismo tiempo de espacios de reflexión y de formación, de los soportes adecuados, de publicaciones, revistas electrónicas, de una buena política editorial? No se trata de levantar una organización donde los intelectuales – llamémosles así, incluso si esa categoría resulta ya poco apropiada, dada la extensión del trabajo intelectual a numerosos ámbitos de la actividad social – sólo sirvan para firmar manifiestos. No, hay un trabajo específico, una batalla que librar en el terreno ideológico y cultural. Es necesario superar algo que ha constituido uno de los problemas específicos del movimiento obrero y que tiene su origen en las experiencias traumáticas de Junio de 1848 y de la Comuna de París: una mentalidad obrerista, cultivada por el anarcosindicalismo y luego explotada por el Partido comunista bajo pretexto de «bolchevización», cuya contrapartida ha sido la desconfianza hacia los intelectuales, siempre sospechosos de ser potenciales traidores a la clase. Es lo que podríamos llamar el síndrome de Nizan…

Lignes: ¿Cuáles podrían ser los fundamentos programáticos de semejante partido? ¿Se trata de un adiós al trotskismo histórico?

Daniel Bensaïd: No se trata de someter a los miembros de un futuro partido a una especie de examen de admisión. Recitando el Manifiesto comunista de 1848 o el Programa de transición de 1938, sino de reagrupar fuerzas entorno a un acuerdo sobre la manera de afrontar los grandes acontecimientos en curso. No pediremos a nuestros eventuales socios que asuman una historia que no es la suya, sino que juntos respondamos a los grandes desafíos de la situación nacional y mundial, cosa que no puede reducirse a acuerdos efímeros sobre una profesión de fe electoral, sino que debe verificarse en la acción cotidiana. Algunos tienen la impresión de innovar proponiendo superar la oposición artificial entre reforma y revolución. Están tratando de derribar puertas abiertas desde hace mucho tiempo (por lo menos desde el debate que se produjo durante los años veinte en la Internacional Comunista en torno a las reivindicaciones transitorias). No hay contradicción entre las reformas y la revolución. Las reformas no son, en sí mismas, «reformistas» independientemente de su dinámica y de las relaciones de fuerza en que se inscriben. Por el contrario, hay una oposición estratégica entre el reformismo cristalizado, aquel que concibe el capitalismo como el horizonte insuperable de nuestro tiempo y que circunscribe su ambición a la voluntad de enmendar el sistema; y la firme voluntad de «cambiar el mundo», oponiendo punto por punto una lógica de solidaridad, de servicio público, de bien común, de apropiación social, a la lógica dominante del cálculo egoísta, del interés privado, de la competencia (y de la guerra) de todos contra todos. Más allá de las palabras, eso significa en la práctica que el partido que queremos sería anticapitalista – es decir, a mi entender, comunista y revolucionario -, sin pretender no obstante que haya resuelto, al surgir, el enigma estratégico de las revoluciones del siglo XXI. Las definiciones estratégicas se harán conforme vayamos avanzando, al calor de la experiencia, a la manera en que fueron tomando forma las controversias estratégicas del movimiento obrero a lo largo de los siglos XIX y XX a partir de las experiencias revolucionarias de 1848, de la Comuna de París, de las guerras mundiales, de las revoluciones rusa y china, de la guerra civil española, del Frente popular o de la Liberación. Por lo que respecta a nuestra herencia específica, la tradición de una larga lucha contra el estalinismo y el despotismo burocrático, a pesar de todos los elementos novedosos que caracterizan la situación mundial desde hace quince años, sigue siendo en gran medida funcional. Sin duda estamos asistiendo al final de todo un ciclo en la historia de los movimientos de emancipación. Pero no echamos a andar a partir de ningún sitio, no empezamos desde cero. El siglo XX tuvo lugar. Sería imprudente olvidar sus enseñanzas. Bajo reserva de inventario y a condición de no considerarlo como un valor en bolsa, nuestra herencia viva, política y teórica, será lo que de ella hagan sus herederos y herederas. Se trata de partir de lo mejor que ha habido para seguir adelante. Para nosotros resulta tanto más fácil cuanto que nunca hemos caído en una identificación exclusiva o en el culto de un padre fundador. Somos «trotskistas», si así se nos quiere llamar. Pero, desde hace mucho tiempo ya, nuestra preocupación consiste en transmitir, en toda su diversidad, la historia y la cultura del movimiento obrero, tanto Lenin y Trotski como Blanqui, Rosa Luxemburgo, Sorel, Jaurès, Cabriola, Gramsci, Nin, Mariategui, Guevara, Fanon, Malcolm X y muchos más. No sólo revolucionarios, sino también reformistas serios. Esas referencias no son equivalentes, no han tenido un peso idéntico en los acontecimientos históricos, pero constituyen una cultura común. Por lo tanto, gracias a ese enfoque y sin relativizar la importancia de sus conquistas, la Liga se halla predispuesta a abordar su propia superación o su transcrecimiento. La cuestión de una recomposición política ya se planteó, concretamente durante los años treinta o durante los sesenta. Las nuevas fuerzas emergentes eran incluso en aquel entonces (bajo el impacto de la guerra de Argelia, de la revolución cubana o de la guerra en Indochina) más importantes y vigorosas que las que aparecen hoy en día. En los años treinta, las fracturas en la socialdemocracia se tradujeron en la formación de partidos como el POUM en España, el ILP en Gran Bretaña, el SAP en Alemania o en Holanda, así como en el surgimiento de corrientes tales como el pivertismo en Francia. En la década de los sesenta, el impacto de las luchas de liberación nacional, las guerras de Argelia e Indochina, la revolución cubana, han suscitado rupturas de izquierdas en los Partidos comunistas de Asia y América latina, al tiempo que estimulaban una radicalización estudiantil masiva. Hubo los Blacks Panthers, las conferencias de la OLAS, los ecos mistificados de la revolución cultural… Algunos concibieron entonces la ilusión de una absoluta novedad, como si esa nueva oleada borrase las referencias y delimitaciones del pasado. Los acontecimientos ulteriores demostraron que eso no era así. En la dialéctica entre lo nuevo y lo antiguo, según una fórmula de Deleuze que me gusta mucho, siempre se echa de nuevo a andar a medio camino entre ambos extremos. Contrariamente a otras corrientes que se reclaman también de nuestra tradición, nunca hemos transformado la referencia al trotskismo en un fetiche. Es un término reductor, forjado por el adversario. Lo hemos asumido y seguimos asumiéndolo sin sonrojo, incluso con orgullo, como en un desafío. Pero, si se verifica que hemos acarreado – y acarreamos todavía – bagajes inútiles en nuestra herencia, señales de identidad sin ninguna pertinencia práctica, deberíamos considerar esos rasgos como una manera de cultivar una singularidad artificial – o sea, sectaria – y convendría deshacerse de ellos cuanto antes. Pero, tanto si se trata de la cuestión de la revolución permanente (opuesta a las utopías del «socialismo en un solo país»), de la lucha contra el fascismo, del peligro burocrático en las filas del movimiento obrero, de la cuestión de los frentes populares, del internacionalismo o de los principios democráticos que deberían regir una organización, las referencias fundadoras conservan su vigencia. Nuestra historia no se reduce a la de una oposición de izquierdas al estalinismo, de tal modo que su desaparición bastase para tornar caducas tales referencias. Lo que ha desaparecido es la Unión soviética y sus satélites. Pero en cuanto al peligro de gangrena burocrática se refiere, eso ya es harina de otro costal. En el fondo, el problema consiste en que los casos del estalinismo o del maoísmo estatales no pueden reducirse a una «desviación» teórica o ideológica. Sólo se trata de variantes históricas de un fenómeno burocrático masivo, presente bajo distintas formas en las sociedades contemporáneas. Giramos una página, empezamos un nuevo capítulo, pero ni borramos los capítulos anteriores, ni cambiamos de libro. Se trata de superar cuanto se ha hecho, conservando lo mejor de las diferentes tradiciones de los movimientos de emancipación, comunistas, libertarios, consejistas. En esa perspectiva, la Liga no representa una finalidad, ni tampoco constituye un obstáculo, sino un punto de apoyo indispensable. Uno de los problemas es que no somos aún lo bastante fuertes para arrastrar hacia el proyecto de un nuevo partido a determinados socios potenciales a nivel nacional que dudan o se resisten, y que sin embargo somos a sus ojos demasiado fuertes, hasta el punto de que temen un comportamiento hegemónico por nuestra parte. Como no vamos a achicarnos ni a volvernos más discretos para tranquilizarles, la única solución será hacernos más fuertes para arrastrar a los vacilantes y arrancar a los reticentes de la órbita social-liberal en la que permanecen cautivos.

Lignes: Tú mismo has subrayado las dificultades del proyecto. ¿Cómo superarlas?

Daniel Bensaïd: Las modalidades de un «proceso constituyente», sus formas organizativas, dependen del abanico de fuerzas asociadas, según se trate de individuos o corrientes, y si éstas son de alcance nacional o local, etc. Lo que, por el contrario, depende de nosotros, es el estado de ánimo y la manera de abordar el proceso. Sería una ilusión creer que uno resulta más tranquilizador (o seductor) si, de modo preventivo, suelta lastre y que el proyecto será más atractivo cuanto menos digamos acerca de él. Todo lo contrario: constatamos que quienes se interrogan acerca del balance de pasadas experiencias, lejanas o más recientes, y sobre la manera de enfrentarse a una situación desastrosa como la actual, muestran una gran necesidad de claridad, de conocimientos, de reflexión. Un discurso minimalista podría incurrir incluso en la sospecha de ser una maniobra o una manipulación paternalista. Hoy por hoy, la mejor palanca de que disponemos es la experiencia y la determinación de algunos millares de militantes, es un colectivo, son convicciones y un saber hacer compartidos. Podemos y debemos asumir el riesgo de invertir estas conquistas en una iniciativa audaz. Pero existe una diferencia entre un riesgo y una aventura, entre una apuesta razonada y abandonarse al azar. Queremos superarnos (no suprimirnos). A pesar de sus vicios, de sus inercias (tota forma organizada genera sus propios conservatismos inmunitarios), la Liga no representa ni un lastre ni una hipoteca, sino la mejor palanca que existe, del mismo modo que la candidatura de Olivier no era un apaño de circunstancias o una candidatura por defecto, sino la mejor manera de abrir un espacio político. Si llegase a reagrupar socios significativos, un nuevo partido implicaría sin duda compromisos. Pero los compromisos no son preventivos. No son ni un punto de partida ni un previo, sino por el contrario la conclusión de discusiones y de confrontaciones francas y leales. Al inicio de este proceso, no le pedimos a nadie que renuncie a su historia o reniegue de sus convicciones. Nadie, recíprocamente, debería exigirnos ningún strip-tease programático preventivo, ni tenemos que cambiar de ropajes o travestirnos. Si hemos hecho lo que hemos hecho hasta ahora, y si avanzamos hoy esta propuesta, es justamente porque somos lo que somos y porque venimos de donde venimos. Por poco que avancemos en el camino de un nuevo partido, las formas dependerán de esos mismos avances. No están establecidas de antemano. Diferentes hipótesis permanecen abiertas: un partido pluralista con derecho de tendencia, un frente de organizaciones o de corrientes como el Bloco de esquerdas portugués, etc. Resultaría ocioso prejuzgar los resultados de un proceso que ni siquiera ha comenzado o especular acerca de las soluciones a un problema cuyos términos aún no se han planteado. No obstante, tenemos bastante experiencia para saber que en un compromiso se puede ceder en cuanto a claridad programática a cambio de ampliar la superficie social a la que se llega, de favorecer la capacidad de acción y de experimentación común. Pero suavizar el contenido de un programa sin ganar en capacidad de acción, confundir el pluralismo con el eclecticismo, con frecuencia ha conducido, no a organizaciones más amplias y fuertes, sino más estrechas y confusas. Esa experiencia se ha verificado muchas veces desde el 68.

Lignes: Si ese nuevo partido o esa nueva Liga no resultan de un acuerdo previo entre partidos ya existentes, entonces será que contáis exclusivamente con vuestro trabajo, esperando la emergencia de unas nuevas bases, que se extenderían a determinadas franjas sociales aún despolitizadas o muy poco politizadas.

Daniel Bensaïd: No, no exactamente. El acuerdo con partidos de ámbito nacional no constituye un previo para iniciar un proceso. Es necesario al mismo tiempo proponer un proyecto a las organizaciones nacionales y discutir con grupos locales del Partido comunista, con Alternativa libertaria, con la minoría de Lutte Ouvrière, etc., sin subordinar esas iniciativas «por abajo» a la consecución de acuerdos nacionales. Algunos nos imputan la responsabilidad del fracaso de una candidatura unitaria a las elecciones presidenciales del 2007. Es tarea nuestra convencer a estos compañeros y compañeras que las condiciones que planteamos en su momento, en particular una clarificación – que exigimos en vano – acerca de lo inaceptable de una alianza gubernamental o parlamentaria con el Partido socialista, estaban plenamente justificadas. No pretendíamos demonizar al PS, pero sus orientaciones son simplemente incompatibles con nuestro proyecto, cosa que no excluye la unidad de acción – que, por otra parte, nunca hemos dejado de proponerle – sobre tal o cual cuestión concreta (la defensa de los y las «sin papeles», la lucha contra los despidos, la reforma universitaria…). En cuanto al fondo, el PS está de acuerdo con la reforma de las pensiones, con la reforma de la universidad y con el mini tratado europeo. Su oposición – ¡cuando la manifiesta! – se reduce a la forma de hacer las cosas y, justamente, resulta formal. Con frecuencia se nos objeta que nuestra negativa a aliarnos electoralmente con el PS bloquea cualquier posibilidad de alternancia. Seamos claros. Lo que resulta del todo imposible es una alianza de mayoría parlamentaria o gubernamental. Eso no nos ha impedido, como ha sucedido con frecuencia y como ocurrió concretamente en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, que votásemos por los candidatos socialistas. Y no porque tuviésemos acuerdo alguno con su programa, sino a pesar de su programa, simplemente para eliminar a la derecha. Un refrán popular dice que, para ir a cenar con el diablo, conviene llevar una cuchara muy larga. Incluso si considerásemos que el Partido socialista es más un diablillo (o un diablo de papel, como hubiese dicho el presidente Mao) que un auténtico diablo, el mango de nuestra cuchara sería todavía demasiado corto. Hay que empezar por modificar las relaciones de fuerza, no sólo frente a la derecha, sino también en el propio seno de la izquierda. Las razones que hacen que el PS sea hoy lo que es, son profundas. A lo largo de su campaña presidencial del año 2002, representó el papel de un Giscard de izquierdas, escamoteando la lucha de clases y haciendo de las clases medias – ¡lo que llamaba «la Francia de las dos terceras partes de la población»! – su objetivo electoral privilegiado. Resultado: una pérdida del electorado popular socialista y Le Pen presente en la segunda vuelta de los comicios. Para reconquistar a ese electorado popular, haría falta una política completamente distinta en materia de empleo, de poder adquisitivo, de servicios públicos. Algo que no se concibe sin romper con las exigencias de la construcción europea liberal aceptadas hasta ahora. Sin embargo, a lo largo de las legislaturas y de las privatizaciones por ellos mismos orquestadas, los aparatos dirigentes socialistas han ido tejiendo estrechos lazos con los medios industriales y financieros privados. Si un antiguo ministro socialista como Strauss-Kahn accede de un modo tan natural a la presidencia del FMI es porque, con anterioridad y junto al presidente de Peugeot, ya fue uno de los fundadores del Círculo de la industria. Hay una fusión orgánica entre la baja nobleza socialista y la aristocracia financiera. Su grado de «integración» es tal que cuesta imaginarse de dónde podrían surgir las energías y los recursos necesarios, no para una política revolucionaria, sino siquiera para una orientación reformista en el sentido clásico de la palabra – o «keynesiana», por emplear el argot al uso.

Lignes: La derechización de la izquierda de gobierno – tú acabas de explicar en qué consiste – es inevitable. Ese proceso empezó tiempo atrás. No hay razones para imaginar que vaya a detenerse. Es lo que presentaremos, en este número de «Lignes», bajo el epígrafe de la «descomposición», no de la política en general, sino de la política de izquierdas. Pero, de lo que estamos hablando ahora es de la eventualidad de un movimiento en sentido contrario, de la recomposición de la izquierda y, por lo tanto, de la política. Es perceptible que la derechización de la izquierda gubernamental no suscita una aprobación unánime. Existe una pulsión social, ideológica y política a favor de algún tipo de «izquierda de la izquierda». El éxito de la figura más destacada de la Liga, su portavoz, Olivier Besancenot, tiene mucho que ver en ello. Pero, seguramente también la retirada de Arlette Laguiller. Besancenot seduce. Y eso induce una nueva correlación de fuerzas entre la izquierda de gobierno y la izquierda crítica y radical. Así pues, algún cambio puede propiciarse también desde arriba, y no sólo a partir de la base.

Daniel Bensaïd: Las encuestas muestran, en efecto, que existe una corriente creciente de simpatía hacia Olivier Besancenot. Aparece como el oponente al sarkozysmo más determinado en las filas de la izquierda, y como una de las personalidades de izquierdas más populares, hasta el punto de rivalizar con los principales dirigentes socialistas. Pero no debemos dejarnos encandilar por tales espejismos, confundiendo la popularidad en la opinión (lejos de una convocatoria electoral) con la realidad de la correlación de fuerzas. Entre 2002 y 2007, el electorado de Besancenot ha evolucionado. Los estudios publicados tras las presidenciales del 2002 dibujan un electorado, digámoslo así, «alter mundialista y de clase media». En los comicios del 2007, se trata de un electorado mucho más popular en el sentido más amplio de la palabra, de «gente obrera, empleados y empleadas», y sobre todo joven (más del 50 % tiene menos de 35 años, cosa que muy distinta si nos referimos a Lutte Ouvrière o al PCF). Poder contar con un portavoz así es muy importante. Pero, la distancia sigue siendo enorme entre el eco de su discurso y la capacidad de movilización, incluso si su popularidad se verifica cada vez más en las luchas sociales. La figura militante de Olivier contribuye a hacer que las cosas se muevan «por arriba», como decís vosotros, pero la condición determinante de nuestro proyecto sigue siendo la apropiación de la política por parte de los y las «de abajo». Hay que aprender a utilizar la imagen sin caer en una dependencia respecto a ella, sin ceder a la cooptación mediática, y sin sucumbir a la ilusión según la cual la «segunda vida» televisiva podría sustituir la vida – o, dicho de otro modo – la lucha real.

Lignes: ¿Por qué un partido, que parece una forma organizativa antigua, y no algo más flexible, menos centralizado, más en sintonía con las formas flexibles de las redes contemporáneas?

Daniel Bensaïd: Partido, movimiento, liga, alianza… Poco importa la palabra. Lo que de verdad cuenta, por el contrario, es la eficacia de cara a la acción y los principios de vida democrática. Queremos una organización de militantes, y no de simples adherentes a quienes sólo se ve durante los congresos. Y no se trata de ninguna nostalgia del mito bolchevique, sino en primer lugar y ante todo de una preocupación democrática. A lo largo de su campaña, Ségolène Royal habló mucho de democracia participativa, pero un partido cuyos adherentes se inscriben pagando 20 euros – y que adhieren, no para militar, sino para votar, limitándose a pulsar una tecla a través de Internet – representa una forma de democracia pasiva, en el mejor de los casos consultiva, en el peor plebiscitaria. Muy al contrario, nosotros queremos una organización que resista, creando su propio espacio democrático, tanto a las lógicas del poder económico como a las lógicas del poder mediático. Existe una democracia activa cuando la deliberación más libre desemboca sobre decisiones colectivas que comprometen a cada participante y permiten verificar conjuntamente, a través de la experiencia práctica, la justeza o no de las opciones adoptadas. Una deliberación que no compromete a nada es un simple intercambio de pareceres. Para eso no hace falta ningún partido. Una reunión de amigos o la barra de un café bastan. Denostar la forma de partido participa de la degradación plebiscitaria de la vida política, de su creciente personalización, de su evolución hacia una fusión entre el individuo carismático mediatizado y la masa inorgánica, con total desprecio de cualquier mediación política, partidista o de otro tipo. Pero la política es justamente un arte de mediaciones. El incremento exponencial del «yo» en detrimento del «nosotros» en el transcurso de la última campaña presidencial es sintomático de esa preocupante tendencia. No hay organización sin un mínimo de reglas comunes, del mismo modo que no existe derecho sin un cierto formalismo jurídico. No sólo los partidos, sino también los sindicatos y las asociaciones tienen estatutos que, de alguna manera, son la carta constitucional sobre la que se fundamenta la adhesión voluntaria de sus miembros. Ciertamente, el centralismo democrático, hoy en día identificado con el centralismo burocrático, tiene muy mala prensa. Pero la democracia y un cierto grado de centralización no son antinómicos. Todo lo contrario: un término es condición del otro. La democracia nunca es perfecta, pero todas las fórmulas que persiguen una mayor flexibilidad informal se revelan menos democráticas y, de hecho, terminan por arrebatar su propia palabra al colectivo militante (así como el control de sus portavoces). Por desgracia, ya hemos experimentado muchas veces esa democracia de opinión – o, dicho de otro modo, esa democracia de mercado -, isomorfa respecto a la economía de mercado y propicia a todas las demagogias. De tal modo que nuestra preocupación puede resultar hoy en día perfectamente comprensible, a condición de que nos expliquemos con claridad. Hablar de un partido de militantes, y no de simples adherentes y votantes, no implica ni un ritmo desenfrenado de actividad, ni caer en un hipercentralismo, ni la instauración de una férrea disciplina. Cada cual puede contribuir a la actividad común según sus capacidades, sus limitaciones, su tiempo disponible. Lo importante es que las decisiones de las que cada adherente sea partícipe le comprometan personalmente y de un modo práctico. La comunicación transversal que facilitan hoy en día las nuevas tecnologías telefónicas o Internet permite romper el monopolio de la información, uno de los fundamentos de los poderes burocráticos. Las dificultades y los obstáculos son numerosos. Debemos ser conscientes de ello. Pero eso no es una razón para no probar. Nos reprocharían – y nosotros seríamos los primeros en reprochárnoslo – no haberlo intentado cuando era tiempo de hacerlo.

Traducción: Lluís Rabell.

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