Nos encontramos con la actual fase de perplejidad y búsqueda de alternativas de recomposición y refuerzo.
En un artículo reciente Izquierdas y guerras culturales he abordado la emergencia de los nuevos movimientos sociales y las controversias culturales para la renovación y/o superación de las izquierdas. Ahora me centro en la configuración de una nueva dinámica sociopolítica diferenciada de la socialdemocracia dominante, así como en las características de los tres componentes fundamentales, aparte de la plurinacionalidad y la democratización, que tiene este nuevo proceso en el campo social progresivo, feminista, ecologista y social, y su articulación en un espacio político transformador.
Nueva dinámica sociopolítica
Aunque hay precedentes históricos, podemos situar la emergencia de una nueva izquierda social en los años sesenta y setenta del pasado siglo (mayo francés -1968-, otoño caliente italiano -1969-, transición democrática en España, pacifismo estadounidense…), con los llamados nuevos movimientos sociales (feministas y ecologistas, pero también pacifistas, antirracistas o de solidaridad internacional…) y el impulso o readecuación de los viejos movimientos populares (sindicales, vecinales…), ambos tipos con una significativa renovación cultural y democrática.
Sus trayectorias tienen sus altibajos en las décadas siguientes, hasta el nuevo proceso de protesta social, conocido simbólicamente como movimiento 15-M (2010/2014), con el desarrollo de la activación cívica masiva por la democratización y la justicia social, o sea, frente a las políticas de austeridad y recortes sociales y laborales y las dinámicas prepotentes de las élites gobernantes en la gestión de la crisis socioeconómica e institucional en esos años.
La expresión pública de ese gran proceso de protesta cívica tuvo dos niveles de implicación. Un sector activo de varios millones, con la particularidad de su persistencia y su firmeza reivindicativa, con claridad sobre los adversarios (los poderosos o poder establecido, donde se incluyó al gobierno socialista de Zapatero) y diferenciado del campo propio (la gente popular, los de abajo). Así mismo, demostró su creatividad expresiva en torno a esas ideas fuerza, de más democracia y justicia social. Y obtuvo un nivel muy alto de legitimidad (entre el 60% y el 80%) a su indignación y sus demandas básicas contra la gestión institucional regresiva y por la exigencia de cambios democráticos y sociales reales.
La experiencia de la acción popular progresiva en ese lustro de 2010/2014 tenía tres características: adversarios poderosos claros pero con una gestión antisocial y poco democrática que les restaba credibilidad popular; amplios procesos participativos, con gran cobertura de legitimidad ciudadana de sus objetivos transformadores, y una articulación asociativa de nuevos liderazgos sociales, sobre todo juveniles. Esa conjunción fue lo que conformó las bases sociales del espacio de cambio de progreso, transversal en su contenido reivindicativo y democrático. Se situaba claramente a la izquierda del aparato socialista que practicaba en ese momento el neoliberalismo prepotente con retórica de centrismo liberal, y solo con su fuerte desgaste electoral esos años ha iniciado cierta recomposición de la mano de un sanchismo más firme ante las derechas.
En particular, ya he mencionado el fuerte componente social (o rojo) del movimiento 15-M y el propio movimiento feminista, a los que habría que añadir las movilizaciones sectoriales o parciales como las mareas (enseñanza, sanidad…), la acción contra los desahucios o las movilizaciones de pensionistas. Aparte de diversos conflictos laborales locales, en los grandes procesos de huelgas generales de los años 2010 y 2012, promovidas por las organizaciones sindicales contra los recortes sociales y laborales, participaron en torno a un tercio de la población asalariada, entre cuatro y cinco millones de personas, aunque siguiendo con la diferenciación anterior, en torno a dos tercios de la población compartía la oposición a los ajustes regresivos y las políticas de austeridad y defendían los derechos sociales y una fiscalidad progresiva.
Esa amplia ciudadanía crítica y activa, de entre seis y siete millones de personas, conformada en esos años, todavía tenía una orfandad representativa en el ámbito político-institucional, así como sus propios límites de incapacidad articuladora prolongada, con cohesión discursiva y organizativa. Pero ese campo social ya tuvo una influencia electoral proporcionada a esa cantidad en las elecciones generales de diciembre de 2011. Aparte del ligero ascenso de Izquierda Unida, el principal impacto se produjo en forma de ‘desafección’ de una gran parte del electorado socialista (más de cuatro millones) que se fue hacia la abstención, desde una crítica progresista o de izquierdas a su gestión y que solo ha recuperado parcialmente con la renovación sanchista a partir de 2018.
La paradoja fue que el sistema institucional viró hacia la mayoría parlamentaria del Partido Popular, es decir, más hacia la derecha dura que enseguida practicó el Gobierno de Rajoy, mientras se había producido la mayor movilización progresista y el desplazamiento crítico hacia la izquierda. Sin embargo, esa corriente social indignada necesitaba madurar en el plano político y, dada la ausencia de una élite política suficientemente creíble y representativa, no pudo superar su carácter reactivo y cristalizar en una representación del cambio de progreso.
Es lo que acertó a resolver Podemos, como fuerza prevalente de ese nuevo espacio, y sus convergencias y aliados. A ello se sumó Izquierda Unida tras la cruda realidad de su fracaso en las elecciones autonómicas y generales de 2015, que con realismo y renovación de su liderazgo pasó a conformar el espacio unitario de forma equilibrada partiendo de la evidencia empírica de su menor representatividad electoral.
Por tanto, a todo este conglomerado político de fuerzas del cambio de progreso lo podemos llamar una izquierda nueva y transformadora, vinculada a una amplia izquierda social o campo progresista, aunque es distinta a otras expresiones históricas de nueva izquierda. En ese sentido, hay que admitir la necesidad de la ‘resignificación’ de la izquierda (Chantal Mouffe), aunque no desde el idealismo discursivo sino desde el realismo crítico y un enfoque sociohistórico. Además, se debe diferenciar de las tendencias centristas o de tercera vía dominantes en la socialdemocracia europea y, sobre todo, reformular sus características ante la nueva etapa histórica en la que hemos entrado, partiendo de la multidimensional experiencia popular (E. P. Thompson).
El espacio violeta, verde y rojo
Esos tres colores simbolizan tendencias sociopolíticas y culturales específicas de la población de carácter feminista y ecologista, con fuerte componente social, en lo que vengo llamando nuevo progresismo de izquierdas. Aunque tenga elementos transversales, ideológico-culturales y de composición sociodemográfica, ese espacio se diferencia del centrismo liberal, así como de la vieja izquierda economicista, está confrontado a las inercias conservadoras y de derechas y tiene unos rasgos democráticos y populares. Su combinación expresa un campo sociopolítico diferenciado de la socialdemocracia, y supone una renovación y superación de las izquierdas tradicionales. Se trata de una nueva y pujante corriente sociocultural y/o político-electoral de carácter progresivo y democrático.
Dejo al margen otras dinámicas participativas, también con apoyos populares, pero que son de carácter nacionalista (en particular el proces catalán), o bien, de tipo conservador y reaccionario. Me centro en esa activación social progresista, con sentidos de pertenencia específicas, que se combinan en intersecciones múltiples y con una identificación sociopolítica e ideológica predominante de izquierdas.
Según detallo en el libro “Cambios en el Estado de bienestar” (2021), con datos del CIS y para dos opciones preferentes, el 47,4% del electorado de Unidas Podemos se define como feminista o ecologista y solo del 19,5% en el caso del Partido Socialista; es decir una diferencia de casi treinta puntos. La otra mayor opción complementaria es definirse progresista (39,6%) en el caso del primero y socialista/socialdemócrata (69,7%) en el caso del segundo. Sin embargo, respecto de su autoidentificación ideológica, y de forma compatible con las anteriores pertenencias colectivas, la gran mayoría de ambos electorados se consideran de izquierdas: 87% en Unidas Podemos (92% para En Comú Podem), y 68% en el PSOE, aunque en el caso del primero tiene más peso el segmento de izquierda transformadora y en el del segundo el de izquierda moderada.
Pero según los datos del CIS sobre las recientes elecciones en la Comunidad de Madrid, tenemos los siguientes resultados del adjunto gráfico sobre la autoubicación ideológica del electorado en el eje izquierda/derecha (en la escala hasta 1-10); selecciono las tres principales fuerzas progresistas, Partido Socialista, Unidas Podemos y Más Madrid, de especial relevancia en esta región.
En esta escala el centro puro es 5,5; es decir, se considera izquierda los segmentos que hay por debajo de ese punto y derecha los que están por encima. Así, acumulados los cinco primeros (1 a 5) la suma de la identificación de izquierda es: PSOE, 89,6%; MM, 96,6%, y UP, 97%. Pero, incluso, si no contamos el segmento cinco del llamado centroizquierda (o izquierda moderada), tenemos que el sentido nítido de pertenencia a la izquierda sigue siendo ampliamente mayoritario en sus electorados respectivos: 70,9%; 85,2%, y 92,8%.
Significa dos cosas, especialmente en las dos fuerzas del cambio de progreso. Una, en sus electorados no hay apenas transversalidad ideológica; se definen claramente en este eje político-ideológico por su identificación de izquierdas, y apenas tienen electorado de centro derecha (7,5%, 2,9% y 2,3%), con un escaso No sabe/No contesta (3%, 0,6% y 0,7%.). Dos, esa pertenencia de izquierdas la hacen compatible con una actitud feminista, ecologista y progresista, en una combinación mixta.
Por tanto, esos electorados tienen un perfil sociopolítico múltiple, que he definido como violeta, verde y rojo. Dicho de otra forma, esos tres rasgos son complementarios en una izquierda nueva y transformadora, aunque tengan sus dinámicas específicas y sus equilibrios e intersecciones entre ellas en el plano social, o bien, distintas prioridades en su combinación y su representación en el plano político e institucional.
O sea, la gran mayoría de las personas autodefinidas ecologistas o feministas se identifican con las izquierdas, siendo compatible y mayoritaria la triple pertenencia, particularmente en UP. Sin embargo, hay personas de ambos grupos, violeta y verde, que se autoubican en el centro liberal (incluso en el neoliberalismo), al igual que ante el conflicto socioeconómico en que algunos segmentos prefieren la tercera vía socioliberal o centrista (rosa, mejor que rojo). Ello significa que la actitud feminista y medioambientalista, así como la demanda socioeconómica popular, solo es transversal parcialmente en el eje izquierda/derecha, y que en el sentido sociopolítico e ideológico, especialmente la gente joven, mayoritariamente participan de esa amplia corriente multidimensional del nuevo progresismo de izquierdas.
Lo violeta expresa una conciencia y actitud feministas, con la que se identifica la mitad de la sociedad, especialmente joven y con un sesgo de género: cerca de dos tercios de mujeres y un tercio de los varones; aunque una posición favorable a la igualdad relacional y de estatus entre mujeres y hombres la avala en torno al 80% del conjunto, es decir, solo el 20% mantendría posiciones conservadoras machistas que legitiman los privilegios de los hombres. La actual cuarta ola feminista, con una amplia participación cívica desde 2018 que se puede cifrar en unos cuatro millones de personas -mayoría mujeres-, se ha activado contra la violencia machista y la desigualdad de género; expresa la firmeza y masividad de un feminismo transformador de las desventajas de las mujeres y, en general, de las personas discriminadas por su opción sexual y de género.
Lo verde representa la preocupación por la conservación del medio ambiente que es superior al 70% (hasta el 90% por el cambio climático). En este caso, aparte de algunas movilizaciones masivas ocasionales y de una mayor cultura medioambiental y un comportamiento individual más cuidadoso, predominan múltiples actividades locales y descentralizadas, aunque existan varias organizaciones ecologistas de ámbito estatal (e internacional). La conciencia ecologista también es muy mayoritaria, particularmente entre gente joven.
Lo rojo se refiere, fundamentalmente, a la justicia social, ya significativa desde el siglo XIX y referencia clásica para las izquierdas. La nueva cuestión social, en sentido amplio, ha adquirido gran relevancia, especialmente, tras la crisis socioeconómica de 2008 y la derivada de la actual crisis sanitaria. Las exigencias de empleo decente y protección social, incluido el sistema público de pensiones, sanitario y de cuidados, y frente a la precariedad laboral, vital y habitacional, son avaladas hasta por el 80% de la población. Las demandas sociales de servicios públicos, la acción contra la pobreza y la desigualdad y una mayor fiscalidad progresiva, es decir, un modelo social avanzado con garantías de un Estado de bienestar suficiente está avalado por dos tercios de la población.
Espacio social y articulación política
Conviene distinguir entre formación de un espacio sociopolítico y la articulación político-institucional de su representación a través de las formaciones partidistas. Interactuando entre ambas está el comportamiento electoral de sus respectivas bases sociales, con sus desplazamientos y fluctuaciones.
Para explicar las tendencias sociopolíticas de fondo conviene diferenciar también dos planos del nivel de implicación en la acción colectiva: uno, el de la participación activa con cierto sentido de pertenencia a un movimiento social, con sus repertorios de acción, sus objetivos y sus referencias expresivas y representativas, incluido la vinculación con el amplio y fragmentado tejido asociativo y de voluntariado social; dos, la vinculación con sectores más amplios que legitiman y avalan a ese sector activo, pero sin una involucración directa en los procesos de movilización social y con una definición partidista más abierta y ambivalente.
Pues bien, para hacerse una idea comparativa, tenemos dos niveles que interactúan entre ellos: uno, el nivel más restringido que apenas llega a un 20% de la población adulta (algo más si descontamos la mayoría de las personas mayores de 65 años, más pasivas), en los momentos más participativos y favorables; dos, el nivel más amplio que avala la acción colectiva del anterior y comparte muchos de sus objetivos y demandas, y que llega a los dos tercios, o sea acumula casi la mitad intermedia al sector más activo. Es el campo progresista en este plano de lo social, de legitimidad popular de las demandas inmediatas de seguridad y bienestar públicos, junto con las garantías básicas de democracia participativa e institucional.
Traspasado al ámbito político ese doble nivel participativo en lo social se mezcla con otros intereses y la credibilidad de cada representación política, y da lugar a una tendencia transformadora y otra moderada, referencias de las bases sociales de las fuerzas del cambio y las del Partido Socialista. Veamos algunas particularidades de esa interacción.
El espacio político-electoral violeta, verde y rojo, con su carácter transformador de las relaciones sociales y no solo cultural, se fue reafirmando en ese primer lustro de experiencia cívica y democrática a gran escala. Se diferenciaba del aparato institucional socialista y sus políticas centristas y se confrontaba abiertamente con las dinámicas reaccionarias, autoritarias y corruptas de las derechas. Por tanto, su experiencia básica fue doble: por un lado, de oposición (o resiliencia) a una gestión regresiva en lo social y lo democrático, así como a un simple continuismo socioeconómico e institucional; por otro lado, de defensa de un proyecto fuerte de cambio de progreso con sus ideas clave de más democracia y justicia social, con gran capacidad expresiva y de legitimidad, aunque difuso en su concreción e inconsistente en su articulación organizativa.
Dicho de otra forma: en el siguiente lustro, Podemos (y su liderazgo) se encontró con la existencia de ese espacio popular, prácticamente formado. No lo construyó, sino que consiguió erigirse como su representación política y lo consolidó como corriente político-institucional reformadora. Es el motivo de su acoso visceral.
Utilizando una metáfora, la configuración de esa ‘marea’ (olas o corrientes) se produjo por la confluencia de esos factores sociohistóricos, estructurales, culturales y asociativos. El mérito de la dirigencia de las fuerzas del cambio fue construir una representación político institucional, con una vinculación simbólica y discursiva con ese campo social, que facilitaron su expresión electoral y luego institucional.
Siguiendo con la metáfora, su liderazgo no construyó el ‘pueblo’, sino su representación, una tabla de surf adecuada para instalar unos buenos surfistas (la estructura superior del conglomerado) que consolidasen y representasen ese campo sociopolítico (la marea). Debía expresar las profundas señas de identidad de su experiencia crítica y sus demandas de transformación sustantiva, así como su continuidad en el ámbito institucional. El modelo de partido se concentraba en esa función representativa y discursiva, cuya insuficiencia, aun con sus aciertos estratégicos, es más notoria cuando se trata de impulsar la activación cívica desde el arraigo popular de base y la articulación compleja de múltiples élites asociativas y sensibilidades político-culturales que requieren una actitud integradora y un debate más abierto, profundo y plural.
No obstante, la marea social, con su acción colectiva autónoma, se ha debilitado (salvo con la cuarta ola feminista), entre otros factores estructurales, por la recomposición y ofensiva del poder establecido, la mayor competencia por la relativa renovación del Partido Socialista y las divisiones y limitaciones propias. Nos encontramos con la actual fase de perplejidad y búsqueda de alternativas de recomposición y refuerzo de ese espacio en los dos planos: en el ámbito sociopolítico y cultural, con la correspondiente activación cívica y sindical, y en el de la articulación de la representación político-institucional. La reflexión es doble, porque la solución viene del acierto y la interacción de ambas dinámicas.
En definitiva, ahora que se ha culminado la IV Asamblea Ciudadana de Podemos y se inician nuevos liderazgos, permanece el reto colectivo, junto con los Comunes, Izquierda Unida y el conjunto de fuerzas del cambio, incluido Más País-Compromís, de cómo ampliar el espacio violeta, verde y rojo y avanzar en su articulación unitaria. Habrá que volver sobre cómo se expresa esa dinámica y su orientación, con la vista puesta en los procesos electorales de 2023, el proyecto de país a desarrollar y el carácter de la siguiente legislatura.
Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid.
@antonioantonUAM