Recomiendo:
0

Hammett, prisionero en Nueva York

Fuentes: El Viejo Topo

«No hablará la ciudad que enmudeciósi no la acaricianlas manos esposadasen sus bolsillos.»Nazim HikmetDe un poema escrito para una huelga de tranviarios,en la Estambul de 1929. Llegué hasta el Gramercy Park, de Nueva York, con la intención de echar un vistazo al espacio verde que Hammett debía mirar desde su habitación. Lo hacía porque había […]


«No hablará la ciudad que enmudeció
si no la acarician
las manos esposadas
en sus bolsillos.»

Nazim Hikmet
De un poema escrito para una huelga de tranviarios,
en la Estambul de 1929.
Llegué hasta el Gramercy Park, de Nueva York, con la intención de echar un vistazo al espacio verde que Hammett debía mirar desde su habitación. Lo hacía porque había obtenido la información de que, al parecer, en una de las habitaciones del hotel que lleva el mismo nombre, Hammett escribió una de sus más célebres novelas, El halcón maltés. El pequeño parque es un recinto privado, aunque esté en medio de la ciudad, y, a él, sólo pueden acceder los propietarios: está completamente rodeado por una verja. Vi que los arbustos amarillos brotaban de los caminos de gravilla, y que había narcisos plantados. Se veían, también, pequeños setos y bancos recoletos, donde, especulé, tal vez se sentaba Hammett pensando en la trama de su novela. Después, supe que su propia hija mantenía que esa novela había sido escrita en un edificio de la calle Post, de San Francisco. No importa demasiado. Después de todo, yo sabía con certeza que Hammett había sido un prisionero en Nueva York, en la cárcel de la calle West, y eso, sin duda, justificaba su búsqueda en la ciudad. El parque estaba desierto a aquella hora de la mañana y me fijé en que, desde la fachada del hotel Gramercy Park, un hombre estaba mirando el mismo espacio que yo. El hotel se encuentra en el número 2 de la avenida Lexington, ante el parque.

Entré en el hotel, y vi enseguida que era un establecimiento de otra época. Al lado del vestíbulo, había un pasillo con lámparas de lágrimas, y las paredes estaban forradas de madera. El mostrador tiene una reja para proteger la ventanilla del cajero, como si fuera un viejo banco de las tierras salvajes del Oeste americano, un siglo atrás. Detrás, se extendía un enorme armario lleno de casillas, donde los empleados guardan las llaves de las habitaciones, y las cartas y notas para los huéspedes. El casillero está coronado por un reloj. Sonreí, con timidez, a la mujer que manejaba unos papeles en el mostrador y ella, sin decir una palabra, casi ignorándome, me entregó la tarjeta de un club de jazz, llamado chez Suzette, de la 9th Avenue, como si fuera eso lo que buscaba.

Mientras curioseaba por el hotel, observando a los clientes, con la esperanza de encontrar alguien que se pareciese a los personajes de Hammett, vi una escalera, al fondo de un corredor, y, casi escondidas, unas fotografías en la pared: en una se veía a John F. Kennedy, cuando tenía 11 años. Está con sus padres, Rose y Joseph P. Kennedy, cuando estuvieron alojados aquí, en el hotel. Me llamaron la atención las gafas redondas del padre, que sostiene al más pequeño de los hijos, Edward, el senador, que todavía vive. Había también una foto de Humphrey Bogart, cuando se casó con Helen Mencken, en el Roof Garden del establecimiento. Pensé que ya había enconctrado la pista de Hammett. Bogart está apoyado en el brazo del sillón donde está sentada Helen, y la mira,  sonriente y joven, con una flor en la chaqueta. Ví el sillón floreado de orejas, y, detrás, un teléfono de tubo. Después, pregunté, y me dijeron que era una fotografía de 1925. Es el mismo Bogart que, años después, protagonizaría El halcón maltés, la película de John Huston, que se estrenó en 1941, y que me hizo creer que había encontrado la pista de Hammett. Ya conocen la historia: los Caballeros de la Orden de Malta habían regalado a Carlos V un halcón de oro macizo, con incrustaciones de piedras preciosas, pero el barco que lo llevaba fue interceptado por piratas. Más de tres siglos después, Hammett hace que su personaje, Sam Spade, y su socio, Archer, se vean envueltos en la búsqueda de una mujer, y, tras ella, del halcón maltés. Humphrey Bogart, Mary Astor, Gladys George y Peter Lorre, dan vida a los personajes de esa magnífica película de Huston, aunque la novela, si creemos la opinión de nuestro Luis Cernuda, resultase monótona. No estoy muy seguro. En la imagen, Bogart parecía tranquilo y feliz. Es lógico: estaba recién casado, y ambos tenían 26 años. Al lado de las fotografías, había un viejo buzón de metal con la indicación: Letters, y una leyenda, U-S-Mail, con el águila imperial. Había otras escenas, sin interés.

Sin embargo, pese a las referencias que me habían facilitado, nada indicaba que allí hubiera estado alojado Hammett, pese a que hubiera encontrado a Bogart, así que aquella visita que yo estaba haciendo era una indagación inútil. Volví a la recepción. Mis preguntas se estrellaron contra las negativas del personal. Nadie conocía a Hammett, a no ser que no quisieran reconocerlo. Casi me sentía como un detective, otra vez Sam Spade dispuesto a arrancar la información, y a punto estuve de intentar sobornar a uno de los hombres del mostrador. Desistí. Y, mientras curioseaba por el hotel, era inevitable, recordé los difíciles inicios de Dashiell Hammett, su matrimonio con Josephine Dolan, su temprano ingreso en la agencia de dectectives Pinkerton, y su posterior incorporación al ejército, donde enfermó de tuberculosis. Después, me fui.

Hammett había nacido en 1894, en Maryland. Vivió en Filadelfia y en Baltimore y empezó a trabajar siendo todavía un niño. Con 21 años, se incorpora a la agencia de detectives Pinkerton: estuvo tres años. La Pinkerton se dedicaba a realizar los trabajos sucios de la patronal, a seguir a los dirigentes obreros e informar de sus actividades, a ejercer de matones propinando palizas a los trabajadores, a hacer fracasar las huelgas, y Hammett participó en ello. En el libro que publicó su hija Jo, puede verse una fotografía de los revientahuelgas de la Pinkerton, conservada por su familia: en ella, se ven a treinta hombres que posan, algunos sentados en el suelo, otros de pie, casi todos con sombrero. Allí está Hammett, que, trabajando en la Pinkerton, conocería las entrañas del capitalismo norteamericano y los recursos que utilizaba para combatir al movimiento obrero. De los violentos métodos de la agencia, habla con elocuencia el hecho de que la misma policía tenía que controlar los excesos de los matones: el mismo Hammett fue encarcelado brevemente, por uno de sus trabajos para la Pinkerton. Sus biógrafos coinciden: ahí se encuentra el origen de la posterior militancia comunista del escritor: había conocido, por dentro, el vientre de la bestia. Después, volcaría sus experiencias de esa época con los mineros de la Anaconda Copper Company, en Butte, Montana, en Cosecha roja. Con 28 años, Hammett abandona definitivamente la Pinkerton, asqueado de los grupos de matones y esquiroles que reventaban las huelgas del movimiento obrero norteamericano. En esos años veinte, empieza a beber, costumbre que mantendrá durante toda su vida, y, en 1929, rompe con su mujer. Al año siguiente, conoció a Lillian Hellman, con quien continuaría unido todo el resto de su vida.

Para escribir, Hammett, además del suyo, utilizó también nombres como Peter Collinson, Daghull Hammett, Samuel Dashiell y Mary Jane Hammett. Había escrito El agente de la Continental cuando tenía apenas 30 años. De hecho, escribió, en poco más de dos años, entre 1929 y 1930, sus más célebres novelas, Cosecha roja, La maldición de los Dain y El halcón maltés. Su producción se completa con La llave de cristal y El hombre delgado. Cinco novelas, no escribió más, aunque deben añadirse a su producción los numerosos cuentos que dejó. Puede decirse que creó la novela negra, o criminal, aunque los antecedentes se remonten a Poe. A partir de 1934, cuando publica El hombre delgado, empieza a escribir más espaciadamente, centrándose en los relatos. Algunos críticos, dicen que ya no tenía nada que contar. Tal vez. De cualquier forma, ya no podía escribir, aunque no por ello dejase de llenar más páginas. Así, se encontraron entre sus objetos personales muchas líneas inéditas, entre ellas, unos 50 folios de una novela que había de llamarse Tulip: trata de un escritor que ha dejado de escribir. Sin embargo, en esa época, vive despreocupadamente: Lillian Hellman, que ya vive entonces con el escritor, alquila con él, en ese 1934, una hermosa casa en Long Island, y recuerda, en Pentimento, que «gastaban sin medida el dinero que había proporcionado El hombre delgado.» Fue la última novela de Hammett.

El escritor bebe, frenéticamente, y participa en las luchas políticas, y sufre. Está enfermo. Su hija Jo, que recordaba los pasteles de limón hechos por Hammett, un padre que está lejos, insiste en su libro de memorias en la dureza de la enfermedad que padece el escritor. Sin embargo, Hammett quiere vivir. Escribir lo mantuvo vivo, afirmaba él mismo. En esos años treinta, se compromete con causas progresistas y se afilia al Partido Comunista norteamericano, posición política que mantendrá el resto de su vida. Así, en 1940, por ejemplo, ejerce de presidente de un comité para apoyar a los candidatos del Partido Comunista, y, desde antes, trabaja con la Liga Antinazi, donde coincide con Dorothy Parker, otra prominente escritora comunista. Las convicciones antifascistas de Hammett le hacen incorporarse al ejército durante la Segunda Guerra Mundial, pese a que tiene ya 48 años. Lo hace en 1942, por sorpresa. Es enviado a Alaska, y, después, destinado a Adak, en las islas Andreanof, de las Aleutianas, donde recibirá el encargo de escribir los acontecimientos de la guerra en ese territorio fronterizo que se asomaba al Japón desde occidente. Dicen que, allí, Hammett fue feliz, aunque, también, se aburrirá: en una carta enviada a Lillian Hellman, dice de sí mismo que parece «un pescador de almejas de Long Island». En esas islas, cumple cincuenta años.

Cuando termina la guerra y se reincorpora a la vida civil, continúa con sus actividades políticas, pero la doctrina Truman y el inicio de la guerra fría traerá muchos problemas para el escritor. Pudo comprobarlo en 1949: cuando, con ocasión de la apertura de la famosa conferencia del Waldorf Astoria para impulsar la paz mundial, a la que asisten significados intelectuales de izquierda, Hammett ve cómo grupos de ciudadanos exaltados, pagados y organizados por la policía, le insultan a él y a Lillian Hellman, así como a Leonard Berstein y otros. América estaba cambiando y la obsesión anticomunista iba a destrozar las vidas de miles de ciudadanos norteamericanos. En julio de 1951, Hammertt fue encarcelado por el comité de McCarthy, al negarse a contestar a sus preguntas, y por su rechazo a declarar contra militantes del Partido Comunista que eran acusados de conspiración contra el gobierno estadounidense. El fiscal del caso se llamaba Irving Saypol, que también participaría en el vergonzoso proceso de los esposos Rosenberg.

La digna actitud de silencio que mantuvo Hammett ante los esbirros del fascismo mccarthysta, y que contrastaba vivamente con las delaciones de otros -piénsese en Elia Kazan-, le costaría cara. Las represalias políticas hicieron que su nombre pasase a engrosar la lista negra de Hollywood, que dejase de colaborar en los programas de radio en los que intervenía -en la NBC, por ejemplo-, que fuese prohibida la venta de sus novelas en las librerías, y que los escasos ingresos que obtenía fueran embargados por el gobierno. Fue perseguido sin piedad. Ni siquiera le dejaron la posibilidad de conseguir la libertad bajo fianza. Tenía que ser arrojado a la cárcel, pese a su precaria salud. Primero, en la calle West, de Nueva York, después, a una prisión de Ashland, en Kentucky. En Nueva York pudo trabajar en la biblioteca, pero en Ashland tuvo que limpiar las letrinas. Hammett estuvo seis meses en prisión, arrastrando la tos por las celdas y los pasillos de la penitenciaría. Cuando salió en libertad, el embargo de sus ingresos por el gobierno le forzaría a vivir, con extrema modestia, de una pensión de veterano de guerra.  La  propia  Lillian  Hellman -que también sufre las consecuencias de la caza de brujas, y que, resignada, escribiría después: «el tiempo de hacer lo que me gustaba había tocado a su fin en 1952»- tuvo que testificar el año siguiente ante los sicarios del comité de McCarthy. Fue terrible. Ser llamado a declarar no era sólo un trámite: a su alrededor estaba la persecución, el odio, la amenaza constante de acabar en la cárcel de nuevo. Pero el escritor resiste, con dignidad, sus últimos años. Hammett muere en 1961, en Nueva York, esa ciudad que, según su hija Jo, tanto le gustaba, y que, según Lillian Hellman, nunca le gustó demasiado.

                                                * * *

Decidí ir a la Biblioteca de Nueva York. La reciente publicación de The Selected Letters of Dashiell Hammett: 1921-1960, en Estados Unidos, por Richard Layman y Julie M. Rivett, ha iluminado muchos aspectos de la vida de Hammett. Leyman, junto con Julie M. Rivett, nieta de Hammett, ha escrito también una de las biografías de nuestro escritor: Shadow Man: the Life of Dashiell Hammett. De hecho, fue la publicación de sus cartas la que permitió entender su vida, mal conocida pese a su celebridad, a las biografías publicadas y a las páginas que le dedicó Lillian Hellman, en Tiempo de canallas o en Pentimento. En la Biblioteca, consulté la cronología de Richard Layman. No encontré referencias al hotel Gramercy Park, por lo que, concluí, todo debía ser una confusión entre Hammett, su personaje Sam Spade, y Bogart, protagonista de la película de Huston, como si todos fueran el mismo hombre.
Encontré lo que buscaba. En Nueva York, en 1929, Hammett vivía en el 155 Este de la calle 30, a nueve manzanas del Gramercy: tal vez iba, en ocasiones, al bar que yo había visto. Por su parte, su hija Jo mantiene que, en 1929, Hammett se instaló en la calle 31, con su amante Nell Martin, a la que dedicaría la La llave de cristal. Según Layman, en 1932, el escritor vive en el Sutton club Hotel, en el 330 Este de la calle 56. En 1936, cuando Hammett vuelve a la ciudad, después de vivir en Hollywood, es internado en un hospital. Después, vive en el Hotel Madison, de la calle 58 Este. En julio de 1939, cuando se le termina el contrato con la Metro-Goldwyn-Mayer, se muda al 14 Oeste, de la calle 9. Todavía, después de volver de Alaska, tras el fin de la segunda guerra mundial, se instala otra vez en Nueva York, y vive, primero, en el 15 Este de la calle 66, y, después, en el 28 Oeste de la calle 10. Fui, después, a mirar algunos domicilios, pero no había rastros de Hammett. Era lo que ya esperaba.
Sin embargo, Hammett tuvo otro domicilio, más siniestro que todos los anteriores. Es el de la calle West. En julio de 1951, a consecuencia de su militancia, que le había llevado, por ejemplo, a ser elegido presidente, desde junio de 1946 hasta 1950, del New York Civil Rights Congress, Hammett tiene que declarar ante las autoridades, y es condenado a esos seis meses de cárcel, que empieza a cumplir en la Federal House of Detention de la calle West, de Nueva York. Cuando sale de la prisión, vuelve al apartamento de la calle 10, con sus ingresos embargados para hacer frente al pago de impuestos: en realidad, le habían embargado porque los organismos que organizaban la represión anticomunista no pensaban cejar en la persecución de Hammett, aunque ya hubiera estado en la cárcel. De hecho, ya no le dejarán vivir en paz. Vive en esa casa de la calle 10, que su hija recuerda por el minúsculo jardín que tenía una hiedra triste y unos helechos aplastados por el hollín, hasta que se traslada a un pequeño chalet de Katonah, proporcionado por unos amigos: no puede pagar el apartamento de Nueva York. En marzo de 1953, Hammett declara ante el comité de McCarthy, que está investigando la compra para bibliotecas públicas de libros escritos por autores comunistas. Y, en febrero de 1955, tiene que testificar ante otro comité de Nueva York por las actividades de entidades filantrópicas y de solidaridad. La feroz persecución que sufre Hammett, como Lillian Hellman, por parte de la policía, es el resumen de sus últimos años. El 10 de enero de 1961, Hammett muere en el Lenox Hill Hospital de Nueva York, y, tres días después, es enterrado en el cementerio nacional de Arlington.
La película de John Huston hizo famosos a Bogart y al propio director. Hammett ya era célebre. La obra de Huston creó, también, un género cinematográfico, aunque hubiese muchos antecedentes. El propio Huston cuenta en sus memorias que El halcón maltés ya se había rodado dos veces, sin éxito. Iba a ser su primera película, y los productores pensaron en George Raft para el papel principal (ese Raft que se convertiría en relaciones públicas de la mafia norteamericana en Cuba, en los años de Batista), pero Raft rechazó el papel y, así, Humphrey Bogart dió su rostro a Spade. Y Mary Astor fue la «encantadora asesina», como la llamó Huston. Ese Bogart que yo había visto fotografiado en el Gramercy, estaba, en ese momento, casado con Mayo Methot, con quien protagonizaba unas terribles peleas, con golpes incluidos, y Mayo se dedicaba a arrojar por los aires los platos en los restaurantes. Diez años después de rodar esa película, Huston rodó La reina de África, también con Bogart. De hecho, Bogart hizo muchas películas con Huston, pero eran esas dos las que yo relacionaba mientras había estado curioseando por el hotel Gramercy.
Así que volví al hotel, con intención de instalarme en el bar del Gramercy. Estaba en penumbra, y me acodé en la barra, imaginando a Sam Spade-Bogart, y a Hammett, todos bebiendo. Quise creer que el largo mostrador de madera vería, sin duda, beber a Hammett. Tiene dos enormes candelabros en cada esquina, y la única luz del bar la dan esas velas. Sonaba música de jazz, claro, y me entretuve mirando, en los espejos que había detrás del mostrador, al camarero que arreglaba botellas: vi que se miraba entre las copas, buscando sus propios ojos en la pared de espejo. Detrás del bar, se ve un salón, con sillones de época y canapés, y más velas rojas sobre mesitas o sobre un soporte que simila ser una pila de libros, tal vez por Hammett. Hay también una chimenea, con dos sillones blancos, y, en la pared, un cuadro de Nueva York: un óleo que todavía tiene las Torres Gemelas. Casi oculto, un saloncito rojo, más mesitas, sillas, cortinas, tapizados: todo es rojo, creando así un ambiente opresivo, con sus lamparitas de cera. No sé por qué, imaginé a un triste músico tocando la armónica, mirando una carretera que se alejaba. Además, quise ver a Hammett, y al agente de la Continental, acodado en el mostrador, con la barriga vencida. No podía ser de otra forma.
Pensé, también, en el interrogante que se planteaba Luis Cernuda sobre si Hammett sobreviviría a su tiempo, al tiempo que señalaba -en un pequeño ensayo, escrito poco después de la muerte del escritor- que el autor de La llave de cristal era, en sus mejores páginas, superior a Hemingway e incluso a Faulkner. De hecho, Hammett no tenía nada que ver con las novelas baratas que se vendían en los Estados Unidos. En ese mismo texto, Cernuda recordaba la admiración de André Gide y de Malraux por el autor norteamericano, remarcando la entidad de algunos de sus personajes, como la Dinah Brand de Cosecha roja, y la capacidad de Hammett para entretener al lector (una necesidad del ser humano, nos dice el poeta), en una tradición que Cernuda ejemplificaba con las novelas ejemplares de Cervantes.

Pero Hammett no sólo entretenía al lector. Ahora, más de cuarenta años después de su muerte, en otros tiempos difíciles, son reveladoras las palabras que Lillian Hellman dijo de él: «Dash nunca le siguió el juego a nadie, ni se lo hizo, a no ser el suyo propio. Nunca mintió, nunca engañó, nunca se humilló». Muchos de quienes se interrogan sobre la política y el arte, sobre la literatura y los tiempos que toca vivir a cada uno, pueden reflexionar sobre la vida de Hammett, porque la más alta expresión del arte es siempre el compromiso con la propia época. No hay contradicción entre la revolución y el arte, porque el arte es la revolución. Se ha hablado de la «poética del misterio» en las obras de Hammett, de sus personajes cínicos, de la amargura y decepción por la existencia que muestran. Ahí está el propio Hammett, sí, contradictorio y digno, ateo desde su juventud, desdeñoso con las hipocresías sociales, bebedor, esquivo al ideal de familia de la América conservadora, esa América que se recogía en el día de Acción de Gracias o en la Navidad para escenificar un ideal familiar que era apenas un espejismo; ese Hammett esquivo, poseedor de una inquietud que le hacía huraño y hasta desagradable cuando bebía demasiado, admirador de Joe Louis, amante del boxeo, que le hermana con Julio Cortázar, con el que tiene singulares puntos en común. Pero Hammett era mucho más que todo eso.

En los primeros años treinta, el público se mostraba interesado por historias de policías y gánsters, historias de mafiosos y de contrabandistas de alcohol. La gran depresión acababa de estallar, y un título de Huston, La jungla de asfalto, resume la desesperación de las gentes y la sordidez de las calles de lobos en que transcurre la vida. En esa jungla, viven los detectives cínicos que luchan contra el crimen, aunque conocen lo suficiente el mundo y la condición humana como para albergar cualquier esperanza. Ahí está el genio de Dashiell Hammett: utilizando los materiales propios de una cultura de evasión, amparada además por la gran fábrica de sueños de Hollywood, Hammett desnuda el capitalismo norteamericano y nos enseña los mecanismos del poder y del dinero, la corrupción del Estado, las manos sucias de quienes manejan los hilos. Esos detectives de Hammett, fracasados, duros, poco habladores, desnudan la mentira, como Sam Spade, o Ned Beaumont, aunque, para mí, tal vez sea el agente sin nombre de la Continental el más atractivo, por mucho que sea un hombre cuarentón, bajito, gordo, y se esté quedando calvo. Hammett, que siempre quiso ser considerado un escritor y no un autor menor de obras secundarias, tuvo siempre dudas sobre su propia valía, pero no hay duda de que logró serlo: sus páginas pueden estar al lado de las de Hemingway, Scott Fitzgerald, Faulkner, sin desdoro. Y su integridad intelectual, la dignidad con que resistió el acoso del fascismo norteamericano se ha convertido en un ejemplo del compromiso intelectual, igual que Paul Robeson, otro comunista norteamericano perseguido por la furia de McCarthy.

  Ese limpio lenguaje de Hammett, que recogía con precisión la desesperanza, el cinismo y la melancolía de una época que anunciaba ya la podredumbre del capitalismo triunfante, las cloacas en las que bebían los plutócratas, aunque tomasen champán en copas de Bohemia, ese lenguaje que desnuda una sociedad exhausta, cínica, está en toda su obra. «Así que aún estás vivo», le dice una mujer al agente de la Continental. «Bueno, supongo que no se puede hacer nada al respecto.» Sus lectores intuían lo que Hammett mostraba en sus páginas, aunque algunos pensasen que eran historias de gánsters y policías. Quienes leían sus páginas, husmeaban la vida que se escondía tras los brillantes rascacielos y los decorados de neón, veían la violencia como instrumento imprescindible del poder, la corrupción y la falta de escrúpulos del capitalismo, su recurso a los más cínicos engaños, el atropello constante de la dignidad humana. Esa es la sociedad norteamericana que retrata Hammett, aunque él sabía que, en ese escenario, seguían existiendo los seres humanos que combaten, durante toda su vida, la lacra de la mezquindad y el egoísmo mercantil, las mentiras del poder y la mugre pegajosa de la explotación. Él mismo era uno de ellos, y por eso fue un prisionero en la calle West de Nueva York. Casi sin saberlo, Humphrey Bogart, en la película de Huston sobre el halcón maltés, improvisa la respuesta a muchos enigmas, entre los que estaba la propia vida de Hammett y los años de plomo del capitalismo norteamericano: «¿Qué era aquello que importaba tanto antes y ahora ya no?», pregunta un personaje, cuando todo ha terminado, y Bogart-Sam Spade le contesta: «Eso de lo que están hechos los sueños».