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Los años españoles

Hemingway y el fascismo

Fuentes: Rebelión

Ernest Hemingway tocó por vez primera la tierra cubana en abril de 1928. Venía de Francia en el vapor Orita, y había parti­do del puerto de La Rochelle, dieciocho días antes. En esta ocasión estuvo poco tiempo allí, iba de paso hacia Cayo Hueso; sólo aguardó unas horas en espera de otro barco. Años después […]

Ernest Hemingway tocó por vez primera la tierra cubana en abril de 1928. Venía de Francia en el vapor Orita, y había parti­do del puerto de La Rochelle, dieciocho días antes. En esta ocasión estuvo poco tiempo allí, iba de paso hacia Cayo Hueso; sólo aguardó unas horas en espera de otro barco. Años después regresó en el yate de su amigo Joe Russell, para pescar agujas en aquellas aguas. En esa temporada capturó diecinueve agujas y se convirtió en un devoto de ese tipo de pesca por el resto de su vida.
En Cuba descubrió el sabor del aguacate, la piña y el mango. De todo eso habló en un artículo al que tituló: «Agujas lejos del Morro: una carta cubana», que publicó en la revista Esquire, en el número de otoño de 1933; su segunda estadía en Cuba había ocurrido de abril a junio de 1932, la tercera un año después. Durante ese período escribió dos de sus mejores cuentos y advirtió que el clima cubano, y su actividad deportiva, lo vigorizaban física y mentalmente. Expresaba que Cuba «lo llenaba de jugos», que era su manera de decir que allí lo invadía una gran energía creativa.

En ese artículo Hemingway señaló su descubrimiento del Hotel Ambos Mundos, que sería su paradero cubano hasta que, casi una década después, adquirió la Finca Vigía. Desde el hotel disfruta­ba un excelente panorama de la Catedral, la entrada de la bahía y el mar; podía desayunarse en el café de la esquina con un vaso de leche fría y un pedazo de pan y estaba cerca del muelle de San Francisco, donde amarraba el yate Anita. Hemingway describía el fondo coralino de la costa, la brisa refrescante y los pequeños botes de los humildes pescadores, en aquella primera aproximación al tema cubano.
En su visita de 1933 enganchó un castero (aguja de gran tamaño) de 750 libras, que le quebró la caña después de hora y media de lucha: ese era el tipo de vivencia que le iba aficio­nando al país, pero pronto advirtió otra experiencia más profunda. En agosto de ese mismo año se preparaba para salir en el vapor «Reina del Pacífico» hacia Santander. Corrían los últimos días de la dictadura machadista y su segunda esposa, Paulina, sufrió un tiro­teo en la calle. Hemingway dijo a sus amigos que simpatizaba con la causa del pueblo cubano y que esperaba que el «miserable tirano» `[Machado] terminase pronto, lo cual ocurrió el día doce. Hemingway supo la noticia por la radio del barco.

El drama social ocurrido en Cuba en la década de los treinta: la dictadura machadista, la revolución, el golpe castrense, la frustración, quedó marcado en su obra. Su novela «Tener y no tener», publicada en 1937, ocurre en Cuba y en Cayo Hueso, y comienza con una descripción de la Habana Vieja: «Ya sabes cómo es La Habana por la mañana temprano, con los vagabundos que duermen todavía recostados a las paredes; aun antes de que los camiones de las neverías traigan el hielo a los bares. Bien, cruzamos la plazoleta que está frente al muelle y fuimos al café La Perla de San Francisco y había sólo un mendigo despierto en la plazoleta y estaba bebiendo agua de la fuente.»

Harry Morgan, principal personaje de esa novela, pregunta a un revolucionario cubano qué clase de revolución harán sus compañeros: «Somos el ‘único partido revolucionario… queremos acabar con los viejos politiqueros, con el imperialismo yanqui que nos estrangula y con la tiranía del ejército. Vamos a comenzar de nuevo para darle a cada hombre una oportunidad. Queremos terminar la esclavitud de los guajiros… dividir las grandes fincas azucareras entre quienes las trabajan… Ahora estamos gobernados por rifles, pistolas, ametralladoras y bayonetas… Amo a mi país y haría cualquier cosa… por librarlo de su tiranía.»

Su arraigo definitivo en Cuba se produjo en abril de 1939. Su nueva compañera, Marta Gellhorn, aspiraba a un lugar más retirado que el Hotel Ambos Mundos, donde estaban expuestos a la curiosidad –y a las interrupciones–, de demasiados amigos. Ella comenzó a buscar ese refugio y encontró la Finca Vigía, en San Francisco de Paula, que había pertenecido a la familia D’Orn, y se encontraba en un estado de abandono. La alquiló. A Hemingway no le gustó el lugar, le parecía demasiado lejano, y prefería pasar el tiempo en La Habana, o en su yate Pilar. Marta Gellhorn reconstruyó la casa. A Hemingway le gustó, después de la redecoración , y se mudó a la finca. En diciembre de 1940 adquirió la propiedad.
«Por quién doblan las campanas» fue escrita en su nueva residen­cia de San Francisco de Paula, y fue esa obra su primer vínculo con la actual revolución. En un diálogo sostenido en 1975 con Kirby Jones y Frank Mankiewicz, ulteriormente publicado en un libro de ambos, Fidel Castro les dijo: «De los autores norteame­ricanos, Hemingway es uno de mis favoritos… Conocía sus obras desde antes de la Revolución… Leí «Por quién doblan las campanas» cuando era estudiante… Hemingway hablaba de la retaguardia de un grupo guerrillero que luchaba contra un ejército convencional… Esa novela fue una de las obras que me ayudó a elaborar tácticas para luchar contra el ejército de Batista…»

El domingo 15 de mayo de 1960, durante el concurso internacional de pesca de la aguja, salieron a la mar, Hemingway en el Pilar, Fidel en el yate Cristal, donde lo acompañaba Che Guevara. El Che hizo, al inicio, algún intento con los hilos, pero pronto abandonó la pesca y se refugió en la cabina, a continuar la lectura de «Rojo y Negro» de Stendhal. Al finalizar el día Fidel y Hemingway se reunieron en el muelle. Fue su primer y único encuentro.

Robert Baker, en su biografía de Hemingway, expone cómo, al regresar a Cuba en 1959, el escritor fue interrogado por los periodistas sobre la frialdad norteamericana hacia Cuba. Respondió que la deploraba y que, después de veinte años de residencia en el país, se consideraba un verdadero cubano. Tomó, entonces, el borde de una bandera cubana, y la besó. El gesto fue muy rápido y los fotógrafos no pudieron captarlo. Le pidieron que lo repitiera. «Dije que era un cubano, no un actor», respondió sonriente, subrayando, con su rechazo, la autenticidad de su acción.

Su afición a Cuba quedó registrada en muchas descripciones y pasajes de sus obras. En «Islas en el Golfo» realiza una magistral observación de la calle San Isidro, el barrio de Atarés, de los muelles del puerto, del barrio de Jesús María, de las colinas de Casablanca. «Del otro lado de la bahía –escribe–, vio la anti­gua iglesia amarilla y el desparramo de las casas de Regla, casas rosadas, verdes y amarillas… y detrás de todo ello, las colinas grises próximas a Cojímar.»

Hemingway ha descrito, incluso, los olores de Cuba; el olor de la harina almacenada en La Habana Vieja, el olor de la madera en las cajas de envase recién abiertas, el olor del café tostado y el olor a tabaco. Su gran espacio vital fue la Corriente del Golfo, que cruza frente a La Habana, y la enlazó a la historia en una descripción aparecida en «Verdes colinas de Africa», donde afirma que esa Corriente, con la cual vive y aprende, se mueve «a lo largo de esta isla larga, hermosa y desdichada», y las cosas que se han descubierto sobre ella son permanentes y valiosas y existirán después que la riqueza, la pobreza, el martirologio, el sacrificio, la venalidad y la cruel­dad hayan desaparecido.

En 1960, procedente de Cuba, regresó a Estados Unidos, para hospitalizarse en la clínica «Hermanos Mayo», pues se hallaba muy enfermo. Allí lo abordaron los periodistas y Hemingway declaró escuetamente: «la gente de honor creemos en la Revolución Cubana.» Esa fue su despedida.

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