La génesis de dos huracanes de fuerza cinco (Katrina y Rita) golpeando una tras otro el Golfo de México es un hecho sin precedentes cargado de preocupantes consecuencias. Pero para la mayoría de los meteorólogos tropicales la verdaderamente asombrosa «tormenta de la década» fue la ocurrida en marzo de 2004. El huracán Catarina -llamado así […]
La génesis de dos huracanes de fuerza cinco (Katrina y Rita) golpeando una tras otro el Golfo de México es un hecho sin precedentes cargado de preocupantes consecuencias. Pero para la mayoría de los meteorólogos tropicales la verdaderamente asombrosa «tormenta de la década» fue la ocurrida en marzo de 2004. El huracán Catarina -llamado así por haber recalado en el Estado de Santa Catarina, al sur de Brasil- fue el primer fenómeno de esta naturaleza registrado en el Atlántico sur.
La ortodoxia de los manuales de texto siempre había excluido la posibilidad de un suceso parecido. Los expertos afirmaban que al sur del Ecuador atlántico la temperatura del agua del mar era demasiado baja y los vientos racheados demasiado fuertes para permitir que las depresiones tropicales evolucionaran y se convirtieran en ciclones. De hecho, los meteorólogos no daban crédito a lo que veían cuando los satélites transmitieron las primeras imágenes de la presencia en esas latitudes imposibles del clásico remolino con un ojo perfecto en el centro.
En distintas reuniones y publicaciones recientes los investigadores han debatido sobre el origen e importancia del Catarina. El asunto básico es éste: ¿El Catarina fue sólo una excepción a la situación climatológica estadísticamente normal del Atlántico sur (siguiendo la famosa analogía de Stephen Jay Gould, algo así como la racha extremadamente improbable en béisbol de 56 bateos de Joe DiMaggio en 1941) o, por el contrario, el Catarina inauguró un nuevo «umbral», apuntando hacia un cambio de estado fundamental y súbito en el sistema climático del planeta?
Las discusiones científicas sobre el cambio climático y el calentamiento global siempre se han desarrollado bajo la terca presencia de la no linealidad. Los modelos climáticos, como los modelos econométricos, son fáciles de construir y de comprender cuando son simples extrapolaciones lineales de una conducta pasada bien cuantificada; es decir, cuando hay una relación proporcional consistente entre causas y efectos.
Pero la mayoría de los componentes del clima global -aire, agua, hielo y vegetación- en realidad exhiben un comportamiento no lineal: a partir de ciertos umbrales pueden saltar repentinamente de un patrón organizativo a otro, con consecuencias catastróficas para especies con un diseño muy adaptado a las condiciones ecológicas previas. Hasta principios de la década de 1990 se creía que esas grandes transiciones climáticas requerían siglos, si no milenios. Hoy, gracias al procesamiento e interpretación de los registros materiales presentes en los casquetes polares y en los sedimentos de los fondos marinos, sabemos que las temperaturas globales y las corrientes oceánicas pueden, bajo determinadas circunstancias, cambiar muy rápidamente (en un década, o incluso en menos tiempo).
El ejemplo paradigmático es el llamado «Younger Dryas», ocurrido hace 12.800 años. El desplome de una gigantesca pared de hielo instantáneamente formó el río Saint Lawrence, el cual liberó al Océano Atlántico un inmenso volumen de aguanieve procedente de la menguante capa de hielo del glaciar de la meseta Laurentina [actual Canadá]. El enfriamiento súbito del Atlántico norte detuvo la circulación de agua tibia procedente de la corriente marina del Golfo y sumió a Europa en una era de glaciación que duró cientos de años.
Los cambios bruscos en el sistema climático -como por ejemplo los cambios relativamente pequeños que ocurren en los niveles de salinidad oceánica- son amplificados por bucles causales. Acaso el ejemplo más famoso sea el del albedo (*) del hielo marino: las vastas extensiones de hielo blanco compacto del Océano Ártico refractan el calor hacia el espacio, retroalimentando así la tendencia al enfriamiento; en cambio, la capa menguante de hielo marino aumenta la absorción del calor, acelerando tanto su propia fusión como el calentamiento planetario.
Umbrales, cambios bruscos, amplificadores, caos. La geofísica contemporánea supone que la historia de la Tierra es inherentemente revolucionaria. Es por esto que muchos destacados investigadores, sobre todo aquellos que se ocupan de analizar la estabilidad de la capa de hielo del Ártico y las corrientes marinas del Atlántico norte, siempre han puesto reparos a las proyecciones acordadas por el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (PICC), la autoridad mundial para el cambio climático.
Pero no vaya a pensarse que su postura crítica tiene algo que ver con la de los acólitos de Bush que siguen pensando que la Tierra es plana y con los que sólo piensan en los intereses de la industria petrolera. Su escepticismo se basa en el temor de que los modelos del PICC sean incapaces de predecir adecuadamente escenarios no lineales tan catastróficos como el Younger Dryas. Mientras otros investigadores hacen modelos sobre el clima de finales del siglo XXI en el que vivirán nuestros hijos basándose en los precedentes de las eras Antitermal (la fase más caliente del periodo holocénico actual, hace 8.000 años) o Eemia (el episodio anterior, aún más cálido, ocurrido 120.000 años atrás), un número creciente de geofísicos juegan con la hipótesis de que sobrevenga un calentamiento desbocado que devuelva la Tierra al tórrido caos del Máximo Termal del Paleoceno-Eoceno (MTPE), hace 55 millones de años, cuando el calentamiento rápido y extremo de los océanos provocó extinciones masivas.
Recientemente han aparecido nuevas evidencias de que quizá vayamos a sufrir calentamientos que, si bien no nos harían regresar al temible y casi inconcebible MTPE, sí llevarían a pensar en una situación más severa que la imaginada por el PICC.
Cuando hace tres semanas volaba hacia Luisiana y a la carnicería provocada por el Katrina, leí el ejemplar del EOS, el boletín de la American Geophysical Union, correspondiente al 23 de Agosto. Me impactó sobremanera el artículo titulado «La trayectoria del sistema Ártico hacia una nueva estacionalidad sin hielo», co-escrito por 21 científicos de otras tantas universidades e institutos de investigación. Incluso dos días después, mientras caminaba entre los cascotes del noveno dique [en Nueva Orleáns], me di cuenta de que estaba aún más horrorizado por el artículo del EOS que por el desastre que me rodeaba.
El artículo empezaba con un resumen de procesos climáticos recientes con los que está familiarizado cualquier lector habitual de la sección científica de los jueves del New York Times: durante casi 30 años, el hielo marino del Ártico ha ido adelgazando y menguando tan rápidamente que «es muy realista pensar que dentro de un siglo habrá un verano sin hielo en el Océano Ártico». Sin embargo, los científicos añaden otra observación: que este proceso probablemente sea irreversible. «Sorprendentemente, resulta difícil identificar un único mecanismo de retroalimentación en el Ártico que por sí mismo tenga la potencia o la capacidad de aceleración suficientes como para alterar el curso actual del sistema».
En el último millón de años no ha habido un Océano Ártico sin hielo, y los autores advierten de que la Tierra está abocada a un estado inexorablemente «hiperglacial, saltándose la secuencia de fluctuaciones entre periodos glaciales e interglaciales prevalente durante la historia reciente del planeta». Hacen hincapié en que durante el próximo siglo el calentamiento global probablemente excederá la temperatura máxima de la era Eemia, soslayando así todos los modelos construidos a partir de la hipótesis de que éste sería el escenario dominante. Además sugieren que hay una posibilidad real de desplome total o parcial de la masa de hielo de Groenlandia, un acontecimiento que provocaría un nuevo Younger Dryas sobre la corriente del Golfo.
Si están en lo cierto, entonces nosotros estamos viviendo en el equivalente climático de un tren en marcha que va aumentando su velocidad a medida que pasa por las estaciones «Antitermal» y «Eemia». «Saltándose la secuencia», además, quiere decir que no sólo estamos dejando atrás los variables parámetros climáticos del Holoceno -los últimos 10.000 años de tiempo benigno y cálido que han favorecido los rápidos crecimientos de la agricultura y la civilización urbana-, sino también los del Pleistoceno tardío que coadyuvaron a la evolución del Homo sapiens en el África oriental.
Con toda seguridad otros investigadores impugnarán las extraordinarias conclusiones del artículo del EOS y -debiéramos esperar- sugerirán que existen fuerzas compensatorias a este escenario de catástrofe del albedo ártico. Pero, al menos hasta el momento, la investigación sobre el cambio global apunta a los peores escenarios posibles.
Se calla por sabido que todo esto es un perverso tributo al capitalismo industrial y al imperialismo extractivo, dos fuerzas geológicas tan formidables que en apenas dos centurias -en realidad, en los últimos 50 años- han conseguido bajar la Tierra de su pedestal climático y propulsarla hacia una no linealidad desconocida.
Mi demonio interior ansía decir: pongámonos el mundo por montera. No hay ninguna necesidad de que nos preocupemos de Kyoto, de reciclar las latas de aluminio o de gastar demasiado papel higiénico, si resulta que en poco tiempo de lo que hablaremos será de cuántos cazadores-recolectores podrán sobrevivir en los abrasadores desiertos de Nueva Inglaterra o en los bosques tropicales del Yukón.
Sin embargo, el lado bueno que habita en mi grita: ¿Cómo es posible que podamos contemplar con seriedad científica si los hijos de nuestros hijos tendrán hijos? Dejemos que sea Exxon la que responda a la pregunta en uno de sus mojigatos anuncios.
Mike Davis es miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO. Está en prensa la traducción castellana de su reciente y celebrado libro sobre la venidera pandemia de gripe aviar: El monstruo en la puerta (trad. María Julia Bertomeu, Ediciones El Viejo Topo, Barcelona, 2006)
Traducción para www.sinpermiso.info: Jordi Mundó