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Historia, recuerdo y deseo

Fuentes: Rebelión

Por algún misterio indescifrable, los hombres que consideran que es posible darle la vuelta al mundo son aquellos que acaban siendo galardonados por algún prestigioso premio literario, científico o periodístico. Los que no tienen esa suerte -o esa desgracia, según se mire-, probablemente serán recordados después de su muerte, cuando hayan dejado de ser problemáticos […]


Por algún misterio indescifrable, los hombres que consideran que es posible darle la vuelta al mundo son aquellos que acaban siendo galardonados por algún prestigioso premio literario, científico o periodístico. Los que no tienen esa suerte -o esa desgracia, según se mire-, probablemente serán recordados después de su muerte, cuando hayan dejado de ser problemáticos para el establishment. Algo así le está pasando ahora en Italia a ese incombustible llamado Pier Paolo Pasolini. De bandido, azote y pirata del marxismo y la iglesia realmente existente a Italiano ilustre, casi nada.

¡Ay, madre Gaia, ¿porqué los bandidos rebeldes son reconocidos después de su muerte?

No deja de sorprenderme que, tanto los aplausos que se ganan después de muertos, como los silencios que provocan en vida, me confirmen con tanta claridad que a las personalidades incómodas suele perdonárseles la atrevida ingenuidad de convencernos de que hay serias razones, no sólo para cambiar el mundo, sino también para sentirse sinceramente disconforme con su marcha. Todo esto se acepta, en el mundo de la «cultura», claro, mientras tal pretensión no vaya más allá de lo estético y lo testimonial. Al fin y al cabo, en este país, más que aspirar a destilar, difundir, exportar y compartir cultura, a lo que se aspira es a «ser» artista y vivir del artisteo mediático y de los derechos de autor. En su momento, esto me enfadaba horrores. Ahora, sencillamente, no sólo me es indiferente sino que además lo observo con burla y comicidad indiferente.

Volviendo al tema; querer darle la vuelta al mundo es permisible y permitido en el mundo de las letras, pero en política, tan cara osadía, amén de reconocimiento retardado y retrospectivo, suele ser premiada con la cárcel o con el exilio, si se toma demasiado en serio. Supongo que por eso he decidido dedicarme más a la escritura que a la realpolitik. Instinto de conservación, supongo. Ser un «héroe» o un «mártir» sale demasiado caro, y nunca han sido esas mis aspiraciones.

Nos gusta mucho recompensar, en el futuro, a quien -o a quienes- no pudieron hacer de la justicia algo más que propaganda institucional, por eso existe y existirá siempre esa mirada retrospectiva; el pasado siempre estará incomodando al presente, echándole en cara, una vez sí, y otra también, todas las injusticias. Querer reparar una injusticia pasada es, también, una forma de revelarse contra un intolerable estado presente de cosas, y como éste nos hace a veces desistir de tal anhelo, bien por cansancio o por incapacidad, vamos curando las malas hierbas del pasado y aplicamos nuestro veredicto moral sobre él.

Guste o no guste a los profetas de la desmemoria, no hay sociedad que pueda desembarazarse del pasado. Lo llevamos a cuestas con nosotros, y el futuro que construímos vendrá condicionado en demasía por los silencios del pasado. En este país hay muchos, muchos, muchos silencios y muchos, muchos, muchos exilios, y hasta que esos silencios y esos exilios no recuperen con plenitud la presencia cultural e institucional plena en la España oficial, no podremos hablar de democracia en un sentido auténtico.

En el fondo, hay algo de romántica impotencia en esta actitud. Nos proyectamos hacia el pasado exigiendo responsabilidades -simbólicas, que no penales- porque, al contrario de lo que muchos creen, el pasado es una gran fuerza centrífuga que, desde su propio centro, puede impulsar con determinación hacia adelante las propias energías morales; sabemos que el presente es un presente perdido para las causas justas, así que rendimos cuentas con el pasado. Pero quizás debiéramos hacer ambas cosas a un tiempo : recordar lo que merezca la pena recordarse, admirar lo que merezca la pena ser admirado, sin cegarse, sin importar el tiempo o lugar del que venga la más elemental y necesaria de las culturas en esta loca aldea global : la de la honesta y persistente lucha por la verdad, la libertad y la Justicia. Al mismo tiempo, el presente no debe descuidarse nunca : pésimos son los resultados políticos que podría tener una izquierda anclada per sécula en el pasado.

Quizás, algún día, el ejercicio de la memoria y las cátedras de historia sirvan para algo más que para acumular conocimientos de fechas y hechos históricos en bruto, organizados en causas y efectos de esto y de lo otro. Además de aprender la historia de la política y la cultura «oficial» en paquetes prefabricados, que suelen ser siempre una interesada elaboración sintética al servicio del nacionalismo político y cultural, deberíamos también aprender, con todas sus consecuencias, a perder el miedo al recuerdo; sí, porque el recuerdo es una cosa, la historia es otra : la historia puede ser -y es- reconstruída interesadamente por quien no la ha vivido, poniéndola al servicio de sus fines políticos, en el presente, y reinventando el significado de hechos y personajes que significaron, en su tiempo, cosa bien distinta; no hay mejor prueba de esto, en Galicia, que la re-significación oportunista de la persona de Castelao, tanto por parte de la derecha gallega re-acomodada en el estado de las autonomías, como por parte del nacionalismo esencialista y excluyente que ha convertido a Castelao en un tótem laico.

Si Castelao fue y aún es un poliedro, si no hubo nunca «un» Castelao sino muchos, si su pensamiento y acción política evolucionó con los acontecimientos históricos, políticos y culturales del momento, ¿a santo de qué necesita Castelao interpretaciones escolásticas, cerradas y herméticas, como si fuese algo así como una Tohrá laica con una única interpretación posible?.

A día de hoy -y perdón por tan laica herejía- está claro que cualquier persona con un mínimo de sentido común y sensibilidad sociológica y filológica debería prescindir de no pocos de los conceptos y afirmaciones tajantes que Castelao hizo en su tiempo. Me viene ahora a la memoria esa barbaridad que consiste en recurrir al concepto de «nación» que Stalin utilizó en la unión soviética, y que sirvió para oficializar la «nación» unitaria y federal a costa de la negación de la diversidad lingüística y cultural pre-existente a la URSS. Me viene también a la memoria esa ambigüedad que consiste en criticar a la necesidad de fundamentar la susodicha «nación» gallega en la «raza» (sic), para afirmar, poco después, que tal singularidad racial gallega existe… y etc.; en fin, no sigo. Todo hombre ilustre dice y hace tonterías. Todo hombre ilustre es humano, demasiado humano, como nosotros.

Dejando el tema de lado, y esperando a que no pocos políticos «full-time» de este esquizofrénico país -nacionalistas, socialdemócratas, comunistas, liberales- hagan algún día un serio análisis de contenido de sus pueriles discursos identitarios, un serio análisis sociológico de sus ideas políticas… y un serio análisis histórico desde la perspectiva del gallego que no forma parte del selecto club de la «alta cultura», que es el que termina por contar la «historia oficial» de este país -y de todos los demás, dicho sea de paso-, vayámonos a otros lugares bien distantes y retomemos el hilo con este peliagudo tema de la historia y el recuerdo. No hay mejor prueba de la tensión que provocan cuando uno observa la bandera francesa, barnizada con el sonido del himno de la marsellesa, en un comunicado público de Chirac a los estudiantes Franceses. ¿Para qué?, pues para convencerlos a toda costa de que sería de buenos patriotas aceptar las leyes de precarización del despido que les afectan directamente. Muy bien; en su tiempo la marsellesa destronaba reyes. Ahora exige resignación, fidelidad y «civismo» ante el recorte de derechos sociales.

Y es que no, historia y recuerdo no son lo mismo; ¿qué es el recuerdo?; el recuerdo es historia vivida, historia contada desde la propia experiencia, desde el límite y la lógica carga afectiva, existencial, de las personas que la vivieron en carne y hueso; tenemos un serio problema en la Europa de los Estados-nación, y consiste en que, a la fobia que nos provoca el recuerdo -porque éste, muchas veces, duele-, se le une la interpretación subjetiva de las experiencias de ese recuerdo; en muchos casos, es un recuerdo desértico, silencioso, misterioso. Es el recuerdo de quien ha vivido con miedo, de quien ha sido obligado a vivir con miedo. Este recuerdo es, por lo tanto, condenado a un indolente silencio, en lo que se refiere a la expresión política y cultural de anhelos y deseos colectivos; es un recuerdo obligado a la aceptación de lo existente, y por lo tanto, es una pérdida de pulsión crítica, es un «recorte de realidad» afectiva en nuestro imaginario colectivo -para utilizar términos de Boaventura de Sousa Santos- y, también, un recuerdo condenado al silencio político. Diría que incluso al miedo.

Este es el recuerdo que yo he heredado de mis padres, tanto en su diáspora a Suiza, que fue el país en el que me formé como niño, como en su vuelta a Itaca a Galicia, que es el país en el que he vivido desde entonces. Debo decir, por cierto, en honor a la verdad, que mi lengua materna fue el castellano y que pocas veces tuve la oportunidad de comenzar a hablar en gallego. También, en honor a la verdad, podría hacer también míos estos versos de Chus Pato, una poeta gallega, que les traduciré en castellano :

«A miña lingua nativa é o fascismo

 

a imposibilidade do fascismo para dicir os nomes

 

do real»

 

 

«Mi lengua nativa es el fascismo

 

la imposibilidad del fascismo para decir los nombres

 

de lo real»

Para mis padres, pero sobre todo para mi madre, hija de un pobre campesino de interior que aprendió a leer y a escribir en un pequeño colegio de aldea, la expresión de ideas políticas nunca fue un derecho, sino un tabú. Siendo más exacto podría decir que, ni mi abuelo materno, ni mi madre, ni la extensa familia de mi padre, supieron nunca que tenían derecho a tener derechos. Son «hijos» del fascismo, y por lo tanto nos han legado, como es lógico, un recuerdo intra-histórico de la lucha por la vida en las muy humildes y católicas familias rurales de aquella Galicia del tardofranquismo. En lo que a mí atañe puedo decir que no se me ha transmitido nunca por vía familiar ninguna memoria de resistencia al franquismo.

Cuando llegó aquella transición tutelada por Washington y la CIA, todo el extenso círculo familiar y humano que me rodeaba apenas sí sabía qué significaba la palabra «democracia» y apenas había tenido la oportunidad de formarse políticamente. Así pues, el recuerdo transmitido por mis padres no lleva en absoluto implícita una lección necesaria : la necesidad de la rebeldía en un mundo en el que, amén del capital financiero, la empresa y las mercancias, las guerras preventivas en pro de la «democracia», los campos de concentración tipo Guantánamo, la encarcelación de disidentes políticos, la miseria económica, la exclusión social, el racismo, la violencia descarnada, material y simbólica, contra la mujer, el ecocidio, el mercado de armas, el control de los flujos migratorios, la catástrofe ecológica… y el miedo, se globalizan.

Esta lección, en mi caso, he tenido que aprenderla en vida. Hay identidades adquiridas por filiación, identidades heredadas, e identidades escogidas por afiliación, en un acto de libertad y compromiso individual Escojo siempre, ante todo, las segundas, siempre que se aposenten, en la práctica, sobre un profundo respeto a la dignidad humana y practiquen el criterio de la no imposición. En cuanto a las segundas, las identidades adquiridas por filiación, las identidades adquiridas, podría decir lo mismo. Nada tengo en contra de las tradiciones, siempre que uno las integre en su cartografía mental y sensible después de haber reflexionado sobre ellas, siempre que uno vuelva a ellas por libre decisión, siempre que no se impongan, y siempre, por supuesto, que se refresquen, para darles oxígeno. Por lo que a mí respecta, creo que hay modernidades y tradiciones demasiado civilizadas, y viceversa, así que no pienso perder el tiempo con transtornos bipolares y conflictos inútiles entre modernidad y tradición.

Volviendo al recuerdo -que es todo lo contrario a la historia como relato unilineal institucionalizado-; creo que el recuerdo de un padre, que no es sino historia vivida, cabeza y corazón, podría valernos como material literario y documental, pero nada más. Me refiero al recuerdo de un padre educado en el silencio y en la costumbre de entender lo político como contemplación -en el sentido práctico- o desvinculación -en el sentido psicológico-; este silencio es estéril en lo que se refiere a la creación de referentes políticos para las nuevas generaciones. Sin embargo, es riquísimo a efectos literarios u antropológicos.

Para una sólida cultura de izquierdas hace falta caminar con la memoria, pero sobre todo, lo que nos hace falta es el recuerdo de los vencidos, y no por pose estética o romanticismo vacuo, sino para entender la propia impotencia, la propia perplejidad y la propia confusión política de quien no quiso engañarse por el posibilismo. Ese recuerdo es el recuerdo de gran parte de las personas que, durante el Franquismo, y tanto dentro de España como en el exilio, esperaban la vuelta de aquel punto de partida, de aquella piedra de Sísifo que se intentó levantar el 14 de Abril de 1931, y que se intentó plasmar en el fuerte impulso reformista, a todos los niveles -pedagógico, militar, político, científico y cultural-, de aquel llamado bieno progresista que siguió al bienio negro. Para mí, la falta de ese recuerdo, tiene consecuencias culturales, y por ende, políticas, muy dañinas para la historia de los pueblos de España, y creo que es honesto reconocerlo. No es cierto que sólo el comunismo tenga su particular historia del deseo frustrado, porque en este país ha sido siempre revolucionario hasta el sincero deseo de reformas. No sólo existe el deseo colectivo frustrado de los que se guiaban por la lógica revolucionaria de lo deseable, también existe el deseo colectivo frustrado de los que se guiaban por la lógica reformista de lo posible. Me refiero, claro, al reformismo del 31, no al reformismo socialdemócrata post-transición, que abdicó de las serias reformas estructurales pendientes en España, como el modelo federal de Estado, por ejemplo, o el desarrollo de las lenguas y las culturas locales, por ejemplo, o un modelo económico más cercano a las necesidades de las capas populares, por ejemplo, o unos modelos pedagógicos más modernos, etc..

Así es la vida -y la historia y la vida van de la mano- : oscilar entre la realidad y el deseo. A veces uno tiene que hacer verdaderos malabarismos para alejarse de la acrítica y emotiva ceguera de algunos comunistas, así como de la acrítica y emotiva ceguera de algunos socialdemócratas. Sencillamente, ni el deseo revolucionario justifica la falta total de análisis que sigue a cualquier propuesta, ni cierta prudencia socialdemócrata justifica el «realismo» que niega la posibilidad de trascender lo dado.

Pero en fin, a día de hoy, 30 años después de democracia televisada, aculturizada y desmemoriada, ni la intra-historia, ni el recuerdo, ni el deseo solidario que se proyecta y se construye más allá del invisible mundo de las altas finanzas, o el cotidiano y muy visible de los hipermercados y las asociaciones de consumidores, cotizan en el mercado global; la producción de odio, miseria, aculturación y desarraigo no entiende ni entenderá de tales «romanticismos». Lo anacrónico, hoy día, en plena dictadura de extremo-centro, es exclamar «!stop!, tengo derecho a soñar, aunque sea con los pies en la tierra».