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Hitler en el Reichstag

Fuentes: La insignia

Cuando el 30 de enero de 1933, Herman Göring sale de la Cancillería del Reich para anunciar que «Adolf Hitler se ha convertido en el nuevo canciller de Alemania»; la mayoría del pueblo alemán sintió júbilo. Cerca del 90 % de los protestantes alemanes, teólogos y sacerdotes, se felicitaron y agradecieron a Dios por la […]

Cuando el 30 de enero de 1933, Herman Göring sale de la Cancillería del Reich para anunciar que «Adolf Hitler se ha convertido en el nuevo canciller de Alemania»; la mayoría del pueblo alemán sintió júbilo. Cerca del 90 % de los protestantes alemanes, teólogos y sacerdotes, se felicitaron y agradecieron a Dios por la «buena nueva» (1). El 29 de marzo, los obispos católicos publicaron una declaración en la que retiraban las condenas a las concepciones ideológicas del nacional-socialismo que habían formulado con anterioridad. Hitler se volvía así «aceptable» para los católicos alemanes.

La derecha tradicional, aliada con Hitler en un gobierno de coalición donde los nacionalsocialistas sólo tenían tres ministros, pensaba que «Hitler era la fachada pero que Hugenberg y Papen dirigían las cosas». Sus opositores, tanto los socialdemocratas del SPD, como los comunistas del KPD, manifestaban una ingenua y total ceguera política ante el peligro real que representaba su ascenso. En el SPD pensaban que era un gobierno de coalición inviable y que pronto se iba a tener que formar otra coalición gubernamental en la que tal vez ellos podrían volver al gobierno. El KPD, partido sometido ferreamente a la dirección de la III Internacional dirigida por Zinoviev, subestimaba también el peligro del nazismo y buscaba, de manera dogmática e ultraizquierdista, reproducir la revolución bolchevique en Alemania. El KPD calificaba desde 1927 a los socialdemocratas como «socialfascistas» y «enemigo principal» de la revolución proletaria.

En la actualidad, al volver la mirada hacia ese 30 de enero de 1933, con el conocimiento de lo que sucedería después, es decir, la más grande barbarie y la más terrible catastrofe en la larga lista de horrores que ha conocido la humanidad, dichas reacciones nos parecen completamente insensatas e impensables. Quisiera por ello abordar brevemente tres aspectos ideológicos, que muchas veces son ignorados por los historiadores del nazismo, para tratar de explicar por qué se tomo por normal, en aquellos años, lo que ahora nos parece impensable. Mi objetivo se trata de justificar la ceguera de tal o tal bando, sino de aportar elementos que nos permitan enteder por qué se minimizó en Alemania y en el extranjero el significado de la ascención al poder de Hitler.

Protestantismo y nacionalismo alemán

El protestantismo alemán, desde su aparición en el siglo XVI con Lutero, se constituyó alrededor de dos aspectos que son indisociables. Por un lado reclamaba la total «libertad de creencia» para que cada creyente pudiera establecer, a través de la lectura de la Biblia, una relación directa con su dios. La fe religiosa se entendía como una cuestión de libertad personal; pero, al mismo tiempo, esta «libertad de creencia», se organizaba políticamente bajo el principio cuius regio, eius religio, es decir, que la religión del principe debía ser la de sus sujetos. Lo que daba una paradójica relación de «libertad de creencia» religiosa acompañada de una asociación al poder político. Este tipo de relación se refuerza en el proceso de construcción de la nación alemana, donde el luteranismo y el protestantismo en general se buscan convertirse en un elemento esencial de la «identidad alemana». Para los protestantes, la fe y la piedad religiosa estaban intimamente ligadas a la cultura y la nación alemana. Ser católico era ser un alemán de segunda categoría; ser judio, un cuerpo extraño a la nación.

Esta relación entre fe religiosa e «identidad nacional», iba a poner a los protestantes alemanes, en condiciones históricas que ellos no imaginaban, en una trampa mortal y suicida. La derrota alemana en la primera guerra mundial fue vista por el protestantismo como una catastrofe religiosa. La política de separación entra las iglesias y el Estado implementada por la Republica del Weimar se percibió como una campaña contra «la identidad alemana». Además, los partidos socialdemocrata y comunista practicaban una política dogmática y firmemente hostil frente al problema de la religión, lo que alejó de los partidos marxistas a la mayoría de los creyentes y los empujó poco a poco en brazos del nacionalsocialismo.

En la medida en que el partido nazi dejó de ser un grupusculo de exaltados racistas y revanchistas y se convirtió en un partido político con aspiraciones de gobierno, fue abandonando su tesis programática neopagana sobre la religión para presentarse como un partido tolerante y cristiano. En octubre de 1930, para asegurarse al electorado cristiano, Hitler afirmaba: «En nuestro pueblo creemos de manera diferente pero debemos permanecer unidos. (…) Nuestro movimiento es efectivamente cristiano. Estamos llenos del deseo de ver a católicos y protestantes encontrarse en el profundo sufrimiento de nuestro pueblo». Una vez elegido en 1933 y durante los primeros meses de su gobierno, Hitler no dejó de asistir a diferentes ceremonias religiosas y hacer llamados al «Dios todopoderoso» para que lo guiara en el gobierno y bendijera su trabajo, que estaba «al servicio» del pueblo alemán. La propaganda de la prensa nacionalsocialista decía que Hitler buscaba la afirmación de un Estado cristiano, que la base de su programa de gobierno era el cristianismo.

El gobierno de Hitler no se percibió en los primeros meses de 1933 como una dictadura fascista, sino como un gobierno de derecha nacionalista y convicciones cristianas que iba a restablecer la dignidad de la nación y borrar las humillaciones que la derrota de la primera guerra le habían impuesto.En la medida en que el régimen se fue endureciendo y su política antisemita y de control total del Estado y de las iglesias se fue radicalizando, los sectores minoritarios dentro del cristianismo protestante que quisieron oponerse al nazismo (como lo demuestra la valerosa figura de Dietrich Bonhoeffer), fueron rapidamente neutralizados y reprimidos. El zorro ya estaba dentro del gallinero.

Racismo y raza blanca

En el siglo XIX se desarrollan paralelamente dos pensamientos fundacionales del universo ideológico del mundo moderno. Con la revolución francesa se afirman políticamente las tesis de la igualdad natural de los seres humanos. Libertad personal, no entendida solamente como libertad de creencia, sino como igualdad jurídica ante la sociedad y el estado. La libertad y la igualdad se afirman como derecho fundamental e inalienable de los seres humanos. En la esfera de las sociedades europeas de la época, esto enfrenta radicalmente los derechos del hombre y del ciudadano con las estructuras monarquicas medievales sostenidas por la Iglesia católica, dominantes en casi todo el continente. Pero al mismo tiempo, el pensamiento de la Ilustración que desarrolla las bases de nuestra racionalidad científica abre las puertas, sin preverlo, al desarrollo de un «racismo científico». Se desarrolla progresivamente la tesis de la desigualdad racial como teoría científica, es decir, reconocida como «conocimiento verdadero» en parte del mundo académico y popular. Esta teoría de la diferencia racial no se limitaba a los grupos humanos, sino que ademas incluía una diferencia jerarquica entre los sexos. La teoría del «racismo científico» es la continuación, hasta cierto punto, de los racismos «precientíficos» y del etnocentrismo en general, pero se demarca radicalmente en otros aspectos que no podemos detenernos a analizar en este artículo. Con justa razón se puede decir, sin embargo, que cuando en las teorías de la Ilustración y en los debates filosóficos del siglo XIX se habla del hombre, se debe leer: «hombre blanco y de sexo masculino».

Desde que se produce la revuelta de esclavos en Haití en 1791, inspirada en parte en la revolución de 1789, estos dos «universales naturales» son sometidos a una dura prueba y entran en conflicto. La necesidad de extender las políticas coloniales e imperiales obliga y fuerza a encerrar la «universalidad de los derechos naturales del hombre» en la camisa de fuerza de la «desigualdad natural de las razas». El racismo científico y la ideología de la supremacía de la raza blanca se convierten en consenso ideológico. Lo perverso de esta teoría era que consideraba a los seguidores de una religión, el judaísmo, como una raza; tesis completamente absurda. En el siglo XIX, este punto de vista era generalizado. Hannah Arendt, en su primer volúmen sobre los orígenes del totalitarismo, recuerda que varios filósofos de la Ilustración francesa eran violentamente antisemitas, pero además señala como en 1938 un escritor francés como Céline, en su panfleto «Bagatelles pour un massacre», podía publicamente reclamar la masacre de los judios. El odio racial contra los judios no era lamentablemente una particularidad alemana. Diatribas y barbaridades similares a las de Céline se pronunciaban en polaco, ruso, ingles, hungaro, etc.

Las democracias liberales de la epoca (Inglaterra, Francia, Belgica, Holanda) eran democracias imperialistas que necesitaban el argumento ideológico del racismo y de la superioridad de la raza blanca para justificar su política colonial. Como señala Arendt, «el racismo ha sido la poderosa ideología de las políticas imperialistas». Esta negación de la igualdad racial de la humanidad se manifiesta nitidamente en abril de 1919 cuando la coalición de potencias anglosajonas (Estados Unidos, Gran Bretaña y Sudáfrica) bloquean la propuesta del Japón de aceptar el principio de la igualdad racial en la Convención de la Sociedad de Naciones. Más aún, en una democracia-liberal que recién empezaba su aprendizaje imperialista, los Estados Unidos, existían además leyes de apartheid y prácticas de violenta discriminación racial contra los grupos indígenas y los negros.

Cuando Hitler decreta en 1935 las leyes de Núremberg para «proteger la sangre alemana y el honor alemán», y la «ley de ciudadanía del Reich aleman», que prohiben los matrimonios mixtos y excluyen de la ciudadanía alemana a los judios, algunos intelectuales liberales y protestantes argumentaban para justificarlas se estaba haciendo lo mismo que hacía el gobierno de EEUU con los negros y los indios. No hay nada de que escandalizarse. Las «democracias-liberales-colonialistas» tenían, como se puede apreciar, los anticuerpos democráticos bien debilitados para atreverse a criticar o cuestionar la política racial del nacionalsocialismo. Luego de la barbaridad del holocausto, el «racismo científico» se resquebrajó ante el espejo del horror que había provocado. Esta quiebra y desaparición deslegitimó las políticas racistas en los Estados Unidos y las políticas coloniales. Pero la segregación racial seguiría existiendo en los Estados Unidos hasta años después de la derrota del nazismo; les costó la vida a Malcolm X y a Martin Luther King, antes de ser considerada ilegal a finales de la década de 1960. En cuanto al colonialismo de las potencias europeas, intentó conservar sus dominios en el Tercer Mundo, combatió brutalmente los movimientos de liberación nacional (como analiza claramente Franz Fanon, poniendo de relieve las dimensiones de la deshumanización) y llegó su fin con el desmoronamiento del imperio colonial portugues en 1974.

La «normalidad» de los fascismos

La revolución bolchevique de octubre de 1917 introduce una nueva contradicción en el sistema de referencias ideológico de principios de siglo. A las contradicciones entre liberales y conservadores clericales, herencia de la revolución francesa, y las contradicciones interimperialistas por el dominio colonial del mundo, se suma la lucha entre los sectores obreros y populares contra el conjunto de las clases dominantes. Es esta contradicción la que es percibida por los grupos de poder como la contradicción principal hasta junio de 1941, es decir, hasta que se produce el ataque de Hitler a la Unión Sovietica. La amenaza revolucionaria articula la política exterior de las democracias-liberales-colonialistas en la primera mitad del siglo XX.. Ante el peligro de otras revoluciones bolcheviques se produce una alianza de circunstancias entre ellas y el fascismo, y este último se convierte en una forma de gobierno aceptable. En respuesta a los movimientos revolucionarios socialistas, que se generalizan en el viejo continente bajo el influjo de la revolución rusa, se implantan progresivamente una serie de gobiernos autoritarios y dictatoriales en varios paises: Hungría, Polonia, Portugal, Italia, Bulgaria. El fascismo, forma de gobierno represiva, dictatorial y autoritaria, se había convertido en algo «normal» y «aceptable».

Baste citar el ejemplo revelador de un personaje que desempeñaría el papel de héroe mítico durante la II Guerra Mundial, Winston Churchill, quien pronunció las siguientes palabras en el congreso de la Liga Antisocialista Británica el 18 de febrero de 1933, es decir, un mes después de la ascensión de Hitler al poder: «El genio romano, personificado por Mussolini, el más grande legislador vivo, ha demostrado a numerosas naciones como se puede resistir a la acechante marea socialista y ha indicado la vía que puede seguir una nación cuando es gobernada con coraje.» El último fascista «aceptable» sería Franco. Su golpe militar contra la II República española contó con el apoyo directo de la Alemania nazi y la Italia fascista,y con la bendición de El Vaticano, que la consideró una «guerra santa». Las democracias-liberales-colonialistas se clararon «neutrales» y sólo la Unión Soviética y México apoyaron a la República española.

Meditación final

Estas reflexiones no pretenden abordar todos los aspectos que estan en la base de la ascención de Hitler al poder. Kershaw, en su biografía sobre Hitler, analiza muy bien el contexto económico y las terribles condiciones de miseria en las que vivía el pueblo alemán tras la crisis de Wall Street en 1928. Sin embargo, al analizar el fenómeno del nacionalsocialismo, los historiadores tienden a presentarlo dentro de un esquema de confrontación de democracia contra totalitarismo, minimizando el hecho de que el conflicto se produjo en el contexto de un mundo colonial. La radicalidad del nazismo no puede ser entendida si no la ubicamos en ese contexto más amplio. El revanchismo alemán y, en particular, el expresado en el nacionalsocialismo, reclamaba no solamente el fín de las abusivas reparaciones de guerra que se le impusieron tras la derrota en la primera guerra mundial. Reclamaba también un espacio colonial para Alemania en ese mundo imperialista, el Lebensraum (espacio vital) que Hitler proyectaba en la Europa del este. El nazismo traslada la lucha por la dominación colonial al viejo continente.

Esto nos obliga a analizar la brutalidad e inhumanidad del holocausto en una perspectiva más amplia que reducirla simplemente a un acontecimiento «singular», factor muy conveniente para los gobiernos liberales y colonialistas en lo que se refiere a su propio pasado. Aunque reconozcamos la excepcionalidad del holocausto, lo sucedido no se puede entender sin situarlo en la historia de horrores provocados por las políticas imperiales, nos muestran los limites de inhumanidad a los que puede llevar la locura de la dominación.

La cuestión esta lejos de ser un debate académico. Preguntémonos, hoy en día, cuáles serán los limites del «horror» de la política imperial americana. ¿Guantanamo, el primer campo de concentración del proyecto imperial de EEUU, es algo «normal»? ¿La utilización de la bomba atomica en un posible ataque contra Irán, puede ser «normalizada», «racionalizada», aunque sea moralmente condenada por algunos de nuestros gobiernos»? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a sacrificar nuestros principios y aceptar lo radicalmente inhumano? Meditemos sobre el significado de la tranquila normalidad de aquel lejano 30 de enero de 1933.

Notas

(1) He consultado los libros de Klaus Scholder: «The Churches and the Third Reich»; Bernard Reymond: «Une eglise à croix gammée?»; Clarance Lusane: » Hitler’s Black Victims» y la biografía de «Hitler»de Ian Kershaw.