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Hitos del Bicentenario

Fuentes: Punto Final

Con la farandulización del Bicentenario, impulsada por el gobierno del presidente Sebastián Piñera, se pierde la oportunidad de hacer una reflexión seria sobre nuestra historia y -en función de ella- una anticipación del futuro y un examen de las causas de los problemas que, perpetuados por sucesivos gobiernos, agobian a los chilenos. No es extraño: […]

Con la farandulización del Bicentenario, impulsada por el gobierno del presidente Sebastián Piñera, se pierde la oportunidad de hacer una reflexión seria sobre nuestra historia y -en función de ella- una anticipación del futuro y un examen de las causas de los problemas que, perpetuados por sucesivos gobiernos, agobian a los chilenos. No es extraño: a la derecha le atemoriza la difusión del conocimiento de la verdadera historia. Prefiere las versiones oficiales que enaltecen a los potentados, a la oligarquía que desde siempre ha regido el país, a los que mandan, como lo han hecho sus antepasados desde hace doscientos años.

Parece complicado discernir cuáles han sido los hitos (positivos y negativos) del Bicentenario. A menos que se considere lo que efectivamente importa a los hombres y mujeres trabajadores y explotados. Apreciar los procesos que han significado más libertad, más respeto para las personas, más educación, salud y previsión, mejores salarios y mejores viviendas. En otras palabras, más posibilidades de crecimiento personal y colectivo.

El proceso de la Independencia en América Latina, duró más de quince años. Se pareció más a una guerra civil que a un conflicto con la potencia colonial. Los españoles eran pocos; muchos, en cambio, los partidarios del rey. El pueblo se mantuvo más bien pasivo, salvo en los escasos países en que se produjeron conflictos sociales. En Chile, la derrota sufrida en Rancagua el 1º y 2 de octubre de 1814, fue un corte definitivo que profundizó la Reconquista y los abusos de los soldados españoles. La gran figura de este período fue Bernardo O’Higgins. Discípulo en Londres de Francisco de Miranda, comprometió su vida con la causa independentista. Y luego del desastre, se sumó a los planes del general José de San Martín que, desde la gobernación de Mendoza, planeaba apoderarse del Virreinato del Perú expedicionando desde Chile, cuando fuera liberado de la dominación española.

A comienzos de 1818, O’Higgins proclamó la Independencia de Chile. Hizo saber a «la gran confederación del género humano» que «el territorio continental de Chile y sus islas adyacentes forman de hecho y por derecho un Estado libre, independiente y soberano y quedan para siempre separados de la monarquía de España y de cualquiera otra dominación, con plena aptitud para adoptar la forma de gobierno que más convenga a sus intereses».

O’Higgins hizo un gobierno progresista aunque autoritario. Prosiguió con energía la guerra contra los realistas, impulsó la educación, la secularización de la sociedad, el control territorial, la expedición libertadora al Perú, la abolición de los títulos de nobleza e importantes obras de infraestructura. Controló a la aristocracia -que detestaba- e impulsó las relaciones exteriores y la colaboración con las luchas independentistas que proseguían en el continente.

En 1823, O’Higgins debió abandonar el mando supremo y se exilió en Perú. Lo sucedieron gobiernos liberales hasta 1830, en un período agitado por la guerra irregular en el sur y la campaña de Chiloé concluida en 1826. En 1828 se dictó una Constitución liberal acentuadamente democrática para su tiempo. Duró poco. En 1830, un levantamiento militar encabezado por el general Joaquín Prieto se apoderó del gobierno. Prieto se convirtió en presidente de la República con Diego Portales como hombre clave en el manejo del país. Se inician cuatro decenios de gobiernos conservadores, represivos y oligárquicos. La Constitución de 1833 impuso el orden autoritario, en que los presidentes gobernaban la mayor parte del tiempo con estado de sitio, censura de prensa y de libros y, en caso necesario, con la fuerza militar. En 1851 y 1859 hubo dos revoluciones que fueron aplastadas.

Los cuatro gobiernos conservadores tuvieron, obviamente, matices. Las ideas liberales recuperaban terreno y se producían cambios. En el decenio de Bulnes (1841-1851) se formó la Sociedad de la Igualdad. Entretanto, la economía crecía y la minería impulsaba el capitalismo. Surgieron las primeras industrias y el capital británico empezó a gravitar en la economía. La generación de 1842 significó un importante cambio cultural. La oligarquía seguía imperando, como siempre.

Cerca de 1910, un viajero comentaba: «Esta sociedad constituye actualmente la única aristocracia en el mundo que todavía tiene completo y reconocido control sobre las fuerzas económicas, políticas y sociales y sobre el Estado en que vive». La riqueza salitrera de Tarapacá y Antofagasta, que fue el botín de la guerra en que Chile derrotó a Perú y Bolivia, dio tranquilidad y lujos a la aristocracia que entregó a empresarios ingleses la explotación del nitrato y el yodo. El presidente José Manuel Balmaceda, liberal, quiso utilizar la riqueza del salitre en beneficio de los chilenos. Chocó con la oligarquía, la Iglesia, el Congreso y los ingleses. Quiso que el salitre de Tarapacá, controlado por Thomas North, que también era dueño de la red ferroviaria y hasta del agua de Iquique, pasara a empresarios chilenos. Balmaceda impulsó un grandioso plan de obras públicas, de educación, modernización y cultura. Lo apoyaron los empresarios más progresistas pero no contó con el apoyo popular. La Marina se levantó contra el presidente. La guerra civil costó más de diez mil muertos. Balmaceda fue derrotado y se suicidó. Neruda llamó al presidente caído «soñador» y escribió: «Su superioridad sobre el medio era tan grande y tan grande su soledad que concluyó por reconcentrarse en sí mismo. El pueblo que debía ayudarlo no existía como fuerza, es decir, no estaba organizado. Aquel presidente estaba condenado a conducirse como un iluminado, como un soñador, un sueño de grandeza que se quedó en sueño».

 

Surgen los trabajadores

y Allende

 

Desde mediados del siglo XIX comenzaba a agitarse la «cuestión social». Los trabajadores buscaban organizarse y creaban sus instrumentos. El pueblo despertaba. En medio de feroces represiones a comienzos del siglo XX había una Federación Obrera, sindicatos, asociaciones, gremios. Los trabajadores se convertían también en actores políticos. En 1938 triunfó en Chile el Frente Popular con su candidato presidencial, Pedro Aguirre Cerda. Su gobierno marcó un punto de inflexión. Por primera vez se intentaba gobernar con el pueblo.

Socialistas y comunistas estaban en el Congreso y en los municipios. El joven médico Salvador Allende fue ministro de Salubridad, comenzando una labor que culminaría con la creación de un sistema nacional de salud, considerado ejemplar durante algunas décadas. El lema «gobernar es educar» fue, en el gobierno de Aguirre Cerda, una realidad en los distintos niveles de educación. La industrialización se aceleró con el apoyo y orientación de la Corporación de Fomento de la Producción (Corfo), creada a raíz del terremoto de Chillán. Se fortaleció la organización sindical, aunque en el campo se mantuvo inalterable el régimen semifeudal del latifundio y el inquilinaje. El ascenso y la organización del pueblo en sus expresiones sociales y políticas fueron crecientes, aunque no lineales, porque hubo derrotas y retrocesos considerables. Desde 1952, Allende comenzó a perfilarse como un líder nacional. Finalmente, en 1970, fue elegido presidente de la República. Su gobierno fue el mejor que ha tenido el país desde el punto de vista de los intereses del pueblo, un gobierno que el propio presidente definía como nacional, popular y democrático, orientado al socialismo.

En los días siguientes al golpe militar que puso fin al gobierno de Allende, Neruda escribió en las páginas finales de sus memorias una breve semblanza que fue también un homenaje: «Allende fue el antidictador, el demócrata principalísimo hasta en los menores detalles. Le tocó un país que ya no era el pueblo bisoño de Balmaceda, encontró una clase obrera poderosa que sabía de qué se trataba. Allende era un dirigente colectivo, un hombre que sin salir de las clases populares, era un producto de la lucha de esas clases contra el estancamiento y la corrupción de sus explotadores. Por tales causas y razones, la obra que realizó Allende en tan corto tiempo es superior a la de Balmaceda, más aún, es la más importante en la historia de Chile. Sólo la nacionalización del cobre fue un empresa titánica, y muchos objetivos más que se cumplieron en su gobierno de esencia colectiva».

 

Reacción oligárquica

 

En Chile había un clima favorable a los cambios. Amplios sectores de la DC compartían elementos centrales del programa de gobierno de Salvador Allende. Se impulsó la nacionalización de las riquezas mineras fundamentales, especialmente del cobre, la profundización de la reforma agraria y la constitución del área social de la economía, que incluía a los monopolios, empresas estratégicas y también a los bancos y al comercio exterior. El gobierno de Allende propiciaba una nueva Constitución y otra institucionalidad que ampliara la democracia. El sistema de participación de los trabajadores en las empresas permitiría su integración y control sobre los planes de producción, las relaciones y la seguridad laboral. La profundización de la reforma agraria y una legislación indígena eran también objetivos del gobierno popular. Amplios planes de educación, salud, vivienda, cultura, deporte y recreación se pusieron en marcha. Todo ello en una atmósfera de entusiasmo y efervescencia en que todo parecía posible. Entretanto, la derecha rearmada impulsaba el caos con el apoyo del gobierno de Estados Unidos. Necesitaba contar con los militares y con el centro político. Cuando los consiguió, se lanzó al asalto del poder.

Si Allende y la Unidad Popular representaron una etapa de avance democrático y cambios estructurales, el golpe militar de 1973 inició una fase de signo contrario cuyas consecuencias se prolongan hasta hoy. El golpe militar en Chile se inscribió como parte de un fenómeno más general en América Latina: las dictaduras militares en que las fuerzas armadas actuaron en forma institucional, guiadas por la doctrina de la Seguridad Nacional y las tácticas de contrainsurgencia impartidas por el Pentágono. La bestialidad de la represión en Chile correspondió al desarrollo y fuerza que había alcanzado el movimiento popular y tuvo, además, fines ejemplarizadores. No se aceptaría en caso alguno que un pueblo se decidiera por el socialismo. Incluso si lo hacía mediante elecciones libres y a través de un proceso pacífico. Al poco tiempo, la dictadura decidió aplicar un modelo de ultracapitalismo desregulado -o neoliberal- ajustado a las condiciones de la globalización en desarrollo. La dictadura dejó una estela de atrocidades y crímenes contra la Humanidad en su mayoría impunes. Sin embargo, dejó establecido su modelo económico, que no fue modificado por la Concertación y que, sin duda, será actualizado por el gobierno de Piñera. Las consecuencias han sido pavorosas. Nunca Chile ha sido más dependiente y por lo tanto menos soberano. Domina el capital extranjero y nunca fue mayor la concentración de la riqueza ni la diferencia entre ricos y pobres.

 

Una celebración

del pueblo

 

Hay, por lo tanto, razones para sostener que no hay nada que celebrar en estas fechas, como también lo dijo Recabarren en 1910, ya que se mantiene la explotación y la opresión sobre los sectores populares. Sin embargo, hay motivos para estar orgullosos. Los avances liberadores que ha experimentado la sociedad en estos dos siglos han sido producto de la lucha de los trabajadores, han costado mucha sangre y dolor. No han sido regalos de los patrones ni de la burguesía.

No hay por qué entregar el 18 de Septiembre a la derecha, que no ha vacilado en vender el patrimonio de todos los chilenos a los consorcios multinacionales ni en promover la intervención extranjera cuando han visto amenazados sus intereses. En estos doscientos años, el pueblo ha sido capaz de grandes hazañas y de conquistar espacios para sus organizaciones sociales y sus partidos políticos. Fue capaz de triunfar con el Frente Popular y el presidente Pedro Aguirre Cerda, fue capaz de impulsar la reforma agraria y la política de organizaciones vecinales del presidente Eduardo Frei Montalva y triunfó, con Salvador Allende y la Unidad Popular. El chileno es un pueblo que ha sufrido derrotas pero que nunca se ha dado por vencido. Durante diecisiete años combatió a la dictadura hasta derrotarla y obligarla a abandonar el poder. También ha sido muchas veces traicionado, como ha ocurrido durante la transición pactada con la derecha. Sin embargo, sigue en pie y reclama organización y voluntad de poder. El pueblo mapuche se levanta en estos días en defensa de su identidad y de su tierra, y pone en primer plano un problema no resuelto en doscientos años.

El 18 de Septiembre merece ser celebrado por el pueblo, a menos que ocurran tragedias que conviertan la alegría en luto y en protesta, como sucedería si no hay solución para la huelga de hambre de los comuneros mapuches que arriesgan la vida en demanda de justicia y en defensa de sus derechos. Toda fiesta supone la esperanza de días mejores. Mejores días para Chile, su pueblo los merecen sobradamente. Como fue capaz de desearlo el presidente Allende en la inminencia de la muerte, con las palabras: «Viva Chile, viva el pueblo, vivan los trabajadores», que fueron las últimas que se le escucharon en La Moneda en llamas.

 

(Publicado en Punto Final, año 45, edición Nº 718, 16 de septiembre, 2010

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