Para la hegemonía mediática que determina lo que el consumidor debe distinguir como cultura en una sociedad dominada por el mercado, los Óscar representan la cima en el mundo cinematográfico. En torno a un espectáculo de brillo y esplendor destinado a deslumbrar ese instinto de atracción hacia el lujo tan acorde con el modelo social […]
Para la hegemonía mediática que determina lo que el consumidor debe distinguir como cultura en una sociedad dominada por el mercado, los Óscar representan la cima en el mundo cinematográfico. En torno a un espectáculo de brillo y esplendor destinado a deslumbrar ese instinto de atracción hacia el lujo tan acorde con el modelo social que habitamos, la clase dominante del mundo del cine nos indica a los ignorantes aficionados qué productos deben ser apreciados por sus exquisitas cualidades artísticas e industriales, ya sean visibles al ojo de la plebe o no. El veredicto, ajustado a los criterios ideológicos comunes a ese grupo de la élite y determinado por circunstancias históricas que pueden dar interesantes variables, suele ser materia de debate entre los súbditos del imperio, poniendo en evidencia el esquema vertical con el que se asume la dependencia cultural, alienada así al modelo económico y político que la controla.
Este año no iba a ser menos y los Óscar han decidido que lo más notable del último año es el descubrimiento del potencial expresivo del cine mudo, encumbrando a The Artist de Michel Hazanavicius con cinco premios, entre ellos mejor película y mejor director, que equivale a ganarlo casi todo. Resulta curioso que en tiempos del 3D «por imperativo legal» y el desarrollo de la cinematografía digital, con sus pros y sus contras, la mirada se vuelva hacia otro tipo de malabarismos no por más entrañables menos circenses: reproducir el cine mudo de los años 20 con la fidelidad y la nostalgia propias del idealismo escapista más conservador y alienante. Si a estas alturas el mérito de un creador consiste en su capacidad para mimetizar los modelos del pasado, añadirles algún guiño moderno para simpatizar con la crítica acomodada y hacer de eso un ejercicio de estilo para acabar exponiéndonos esa gran verdad de que los tiempos cambian (algo que sabe cualquiera que se mire al espejo todas las mañanas) es que definitivamente estamos ante el canto del cisne del cine en general.
Quizás el problema central de The Artist es que efectivamente reproduce con gran acierto ese cine mudo que representa, pero no sólo en su forma, sino también en su fondo. Porque no es el cine de Chaplin, Eisenstein, Griffith o Lang el que se representa. Por el contrario, el modelo que se rescata es el del cine más desechable, el producto equivalente a lo que hoy en día representan la mayoría de las comedias románticas promocionadas a partir de las estrellas que consiguen juntar en el cartel, por ejemplo. Y efectivamente, en eso hay que aplaudirle a Hazanavicius, The Artist logra estar tan vacía de contenido como aquellas películas precursoras del star system . La trama, el tema y los personajes encajan perfectamente en el modelo que se toma como referencia. Ahora bien, una vez entendido lo que ha ocurrido con el paso de los tiempos que tanto mienta la cinta y haciendo una ligera observación sobre la complejidad que el medio cinematográfico ha ido adquiriendo hasta nuestros días, ¿es realmente un mérito fijarse en lo más obvio y superfluo para hacer un ejercicio de fuegos artificiales estilizados?
Ya que vivimos tiempos en que, como sugiere otra película de este año, lo viejo deja de serlo para ser vintage, quizás haya que recordar las sabias palabras que una vez oí en boca de Javier Krahe: «cualquier tiempo pasado fue anterior». Y es que después de que en 1950 Billy Wilder dirigiese El Crepúsculo de los Dioses, por poner un ejemplo, para exponer el cambio del cine mudo al sonoro en un marco de cine negro que desbordaba la cuestión histórica para tratar la percepción de la realidad en relación con el cambio de los tiempos, cuesta entender que propuestas como las de The Artist se reciban sin apenas una voz crítica. La misma relación entre el título y el personaje central de la obra de Hazanavicius delimita la percepción que se destina tanto al arte como al artista, y en ese sentido quizás haya pocas visiones tan decididamente alienantes.
Resulta desconcertante que el cine francés, autodenominado la gran alternativa al dominio estadounidense, se presente con este trabajo para así completar su mayor éxito en la «tierra de las oportunidades». Resulta desconcertante sobre todo porque su fijación nostálgica por ese brillo y esplendor, por ese lujo que tan bien se representa en la alfombra que conduce a la ceremonia de los Óscar, hace que como alternativa cuando menos flaquee. En ningún momento la cinta, que discurre por los tiempos del crack del 29, mira hacia el lado, se detiene a exponer observación alguna sobre las circunstancias en que ese lujo era construido, ni un detalle de las circunstancias sociales, económicas o políticas al margen de la trama fácil propia de un vodevil (eso sí, vintage), tan sólo suspira melancólicamente y con admiración por ese pretérito sin fallas, brillante, resplandeciente. Nada nos enseñó Chaplin.
El mismo año en que Malick volvió con la compleja y fascinante El Árbol de la Vida o se presentaron cintas interesantes como Drive de Nicolas Winding Refn o El Topo de Tomas Alfredson, por no mencionar algunas joyas de la periferia como Tropa de Élite 2 de Jose Padilha entre otras, Hollywood abraza el idealismo que mira hacia atrás sin reflexionar sobre ello. Y además parece dejar claro que para hacerlo, nadie mejor que los franceses. La coartada perfecta.
Por suerte otros también miran para atrás para ejercitar la reflexión crítica. En el mismo corazón del imperio y en uno de sus medios más homogeneizadores como es la televisión, se emite una serie muy vintage: Mad Men. La diferencia es que mientras la película de Hazanavicius es un ejercicio de estilo vacío de contenido, la serie de AMC hace lo que se supone está reservado al medio cinematográfico como trabajo artístico. En Mad Men el pasado es un espejo sobre el que podemos entender los cimientos del presente; ese brillo del tiempo anterior a menudo no es más que el manto que cubre la decadencia del sistema social que nos hemos dado, corrompido por intereses materiales cruzados que condicionan las relaciones humanas.
En cuanto a The Artist, ese idealismo vacuo, acorde con la ideología dominante en las élites culturales, ha conseguido generar el consenso necesario como para que consumamos como delicia artística la receta del huevo frito que ahora descubre Hollywood. Y si Hollywood le da cinco Óscar al huevo frito, pues evidentemente cuando lo saboreemos nos sabrá como si nunca lo hubiésemos probado. Pero el huevo frito no lo inventó Hollywood. Al menos tengamos eso claro.
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rCR