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Sobre la máquina abstracta de Alan Turing

Hombres y engranajes en «The Imitation Game»

Fuentes: Rebelión

En el film The Imitation Game (Tyldum, 2014) se nos muestra la intrahistoria del matemático inglés Alan Turing. Y a través de su biografía apreciamos con nitidez la distancia interpuesta entre el progreso tecnológico y el progreso humano. Es ese deseo infinito de poder y gloria, que Bertrand Russell en su ensayo sobre el poder […]

En el film The Imitation Game (Tyldum, 2014) se nos muestra la intrahistoria del matemático inglés Alan Turing. Y a través de su biografía apreciamos con nitidez la distancia interpuesta entre el progreso tecnológico y el progreso humano. Es ese deseo infinito de poder y gloria, que Bertrand Russell en su ensayo sobre el poder atribuía al ser humano, el que impulsa la innovación tecnológica. Pero esa máquina que crea el hombre en su empeño por domeñar la naturaleza puede a su vez deshumanizarlo. La cosa que crea el hombre puede transformarlo a su vez en cosa. En este sentido, el artífice de la «máquina abstracta», uno de los antecedentes de los actuales dispositivos digitales, ilustra la miseria de una civilización fundamentada en los avances tecnológicos y desprovista de las relaciones de reciprocidad y empatía antropológicas. Una civilización regida y gestionada por el cálculo de probabilidades, tal y como refleja la utilización estadística de la máquina de Turing para informar sobre las informaciones descifradas sin delatarse ante el enemigo. La guerra como un juego de estrategia con datos y cifras dominados por algoritmos. La impersonalidad del lenguaje matemático abstracto de la máquina de Turing se asemeja a las frías y distantes relaciones sociales, donde más que reconocer al otro como un ser sintiente, se le concibe como a una cosa, un producto reprogramable a solaz, como los «gorilas amaestrados» en que se convierten los asalariados tayloristas. Máquinas que se comunican con máquinas y funcionan; son operativas, eficientes a pesar de -o quizás gracias a- las dificultades semánticas y afectivas inherentes al propio Turing.

Es así indicativo el Test que ideó para averiguar si el grado de simulación de la máquina lograba engañar al hombre y hacerse pasar por él. En el artículo «Computing Machinery and Intelligence», publicado en 1950, formula la pregunta clave: «Can machines think?» La respuesta depende, es obvio, de lo que entendamos por máquina y por pensar. Si concebimos al ser humano como el animal dotado de logos que en el lenguaje y por él es capaz de trascender los límites de lo físico, el pensar sería esa operación imprevisible de imaginar más allá de lo que se da de un golpe, de lo inmediato. Pensar es diferir, dejar para más tarde. Hacer diferencia. Decir no, como le gustaba a Brecht. Traspasar por decirlo con Ernst Bloch. Ahora bien, ¿cómo es posible que una máquina abierta y flexible pueda simular las respuestas de un ser humano? Lo logra en tanto ese modelo de referencia base sus comportamientos y sus pensamientos no ya en la fértil libertad del lenguaje humano, sino en las rígidas fórmulas y algoritmos de un pro-grama -la máquina discreta de Turing no es sino eso, un futuro virtual dividido de antemano, ya presente y a la espera de actualización. Es posible que no sea la máquina la que se humanice, sino que seamos nosotros mismos los que paulatinamente nos vayamos deshumanizando en calidad de programados.

En junio de 2014, un programa informático llamado Eugene logró pasar el Test de Turing. En una conversación virtual de 25 minutos, logró convencer al 33% de los 30 jueces de que, en efecto, estaban chateando con un chico ucraniano de 13 años de edad. ¿Qué imita a quién? ¿Quién imita a qué? ¿El hombre al engranaje o al contrario? El drama de la simulación de la inteligencia implica al mismo tiempo cuestionar el punto de partida: que los seres humanos continúen siendo tales. De Prometeo y Epimeteo al moderno Prometeo de Shelley, hasta llegar al Golem, las ovejas eléctricas de Philip K. Dick y a los replicantes de Ridley Scott, la dialéctica entre el creador y lo creado ha recorrido los imaginarios de nuestra relación con los objetos técnicos. Siempre han desplegado un aura taumatúrgica teñida de magia. Y también nos ha avisado sobre los riesgos de que hayamos perdido por completo la humanidad ideal, aquello que sea que nos constituye como cabales seres humanos. No se trataría de imitaciones sino simulacros, en el sentido de Deleuze y Baudrillard: copias de las que, por paradójico que parezca, no existe original alguno. El modelo es también una engañifa, un ideal inasible y abstracto.

En el proceso de abstracción, que el escritor Ernesto Sábato remonta en sus fundamentos modernos al Renacimiento, la traducción y reducción consiguiente de la riqueza infinita de lo real y concreto a unas cuantas unidades de medida cuantificables representa el vórtice de la conversión del hombre en cifra intercambiable, en engranajes de la gran máquina hoy capitalista que todo lo monetiza, por ejemplo. Hombres convertibles en dinero, en bits intercambiables. Como con la lógica simbólica del dinero, culmen de la abstracción para Georg Simmel, nos abismamos en ese mundo matematizado, convertido en series de números, en criptogramas como los que servían de jerga al joven Turing. Aún más: inventa una máquina encargada de sustituir al amor adolescente y la llama Christopher. Quizás soñase comunicarse con esa inteligencia artificial mediante la aplicación práctica de la mathesis universalis leibniziana. Sin embargo, no hay ganancia sin pérdida. Esos paraísos artificiales que vienen a solaparse con el mundo de lo concreto, ese orden matemático e informático oblitera el valor de lo más sencillo, de lo que no precisa de complejidades tecnológicas para sentirse y vivenciarse. Comprender al otro no precisa de lenguajes artificiales: basta una mirada, una sonrisa que los compañeros de Turing sí saben descifrar. A la pregunta de Turing sobre la capacidad de las máquinas de pensar, añado esta otra de Sábato:

«¿Por qué buscar lo absoluto fuera del tiempo y no en esos instantes fugaces pero poderosos en que, al escuchar algunas notas musicales o al oír la voz de un semejante, sentimos que la vida tiene un sentido absoluto?» Sábato publica su texto sobre Hombres y engranajes en el año 1951, año en el que comienza el film a partir de la persecución de Turing por parte de las autoridades policiales británicas. Como engranaje en un sistema socio-jurídico intolerante, no estaban permitidas las relaciones homosexuales. Se trataba en aquella época de «desviaciones vergonzantes» para una moral victoriana que estigmatizaba cualquier tipo de anomalía en la máquina social. 5 años más tarde, el filósofo Gunther Anders publica La obsolescencia del hombre. Desde la perspectiva de la antropología filosófica, próxima a los estudios de Max Scheler, advierte sobre el deseo de los seres humanos no ya de servirse de las máquinas: lo que anhelamos, una vez la tecnología nos ha sobrepasado en capacidades cognitivas y físicas, es imitar a la máquina. Acometer la metamorfosis última y transformarnos en cosas hechas por el hombre para evitar esa vergüenza prometeica, la del ser humano que se siente de naturaleza inferior a lo que ha creado. Queremos voluntariamente ser productos de este human engineering. Pero la parte humana, concreta y real de Turing no se acomodaba a esta vida neguentrópica, al sistema social que le estigmatiza y reprueba.

Interrogado acerca de su oscuro pasado, Turing propone al policía que evalúe a la luz de su historia si es o no una máquina. Como parte inservible y defectuosa dada su homosexualidad de la Gran Máquina Social, Turing fue condenado por conducta indecente y sometido a esterilización química. Se suicidó en 1954, quizás desolado en la devastadora confirmación de haberse visto reducido a una pieza intercambiable en la maquinaria humana. Desapareció aniquilado el hombre y su biografía y sobrevivieron el código impersonal del que hoy nos servimos y los abyectos convencionalismos sociales.

En 1958, el padre de la cibernética Norbert Wiener volvía a situar en primer plano el telos humano de la tecnología. La ciencia del gobierno y pilotaje de la sociedad a través de mecanismos tecnológicos no debería perder el sentido último. Tampoco tendría que olvidar que somos nosotros quienes programamos y debemos orientar, dirigir con tiento y sabiduría ese orden mirífico y abstracto cuya herramienta es el lenguaje universal matemático: «Hemos modificado tan radicalmente nuestro ambiente que ahora debemos cambiar nosotros mismos para poder existir en ese nuevo medio. Es imposible vivir en el antiguo. El progreso proporciona nuevas posibilidades para el futuro, pero también impone nuevas restricciones. Parecería que el mismo progreso y nuestra lucha contra el aumento de la entropía deben conducir necesariamente al camino que lleva hacia abajo, del que tratamos de escapar»i. En definitiva, y con Chaplin, se trata de colocar la herramienta de Turing al servicio del hombre, y no el hombre al servicio de la herramienta.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.