El homicidio frustrado de un joven manifestante que fue lanzado al lecho del río Mapocho por un enajenado funcionario de las Fuerzas Especiales de Carabineros es la gota que colmó el vaso. Ya basta de represión sobre las manifestaciones, ya basta de represión a mansalva, ya basta de lanzar al ataque fuerzas policiales como jaurías de fieras tras los manifestantes que se convierten en indefensas presas de caza.
El delito no se remite sólo al acto criminal de arrojar a una persona al río sino que se complementa con la negación de auxilio luego de cometido el hecho, se agrava con obstruir la intervención de unidades sanitarias para otorgar apoyo a la víctima con prontitud, y se amplía con continuar gaseando el sector y reprimiendo sin miramientos, como si nada hubiese pasado.
Los responsables del criminal hecho deben responder por este delito. No sólo el autor material -el carabinero Sebastián Zamora- cometió el acto de arrojar al adolescente por sobre la baranda del puente Pio Nono, mirar como el muchacho caía, y luego seguir en persecución de otros manifestantes. Peor aún, en momentos posteriores, los mandos institucionales hacen declaraciones negando el hecho y las responsabilidades policiales en la acción homicida. Es demasiada la inclinación por la mentira y la afición por el ocultamiento de la verdad que trasuntan estos personajes, quedando de manifiesto la cultura del abuso impune que domina a los cuerpos policiales y uniformados en Chile.
Queda puesta también en evidencia la responsabilidad en este delito y en el actuar de sus tropas del Director General de Carabineros, Mario Rozas Córdova, cuya gestión institucional ha estado plagada de actos criminales, de actos delictivos y de la violación permanente de los derechos humanos. Hasta ahora se ha lavado las manos. Es hora de que renuncie.
Pero también son responsables de las conductas criminales de las fuerzas policiales las autoridades de Gobierno que están empeñadas en una permanente incitación al uso de la fuerza y recurriendo a la violencia represiva del Estado para enfrentar la protesta social y movilización de la ciudadanía. El funcionario responsable del accionar represivo de Carabineros es el Ministro del Interior, Víctor Pérez Varela, quién desde su arribo al gabinete se ha dedicado a azuzar a las fuerzas policiales cual si se tratase de guardias privadas que deben actuar al servicio de su posición política. Es el momento de que abandone un cargo para el que se requiere una actitud de interés país y no de interés personal.
El ministro señor Pérez, llegó a imponer una política de odio y violencia. Haciendo ostentación de su vocación dictatorial y despótica, hizo suya la demencial propuesta del presidente Piñera en cuanto a que su gobierno está en una guerra contra el pueblo chileno movilizado. Este ministro inauguró su función yendo a alentar a las bandas racistas antimapuches en la Araucanía, a alentar a sus aliados en las patotas patronales y de camioneros, y a generar un clima de confrontación, odio y violencia. Junto con alentar a las de por sí desaforadas fuerzas represivas de Carabineros, para que actúen con inusual premura y violencia contra las movilizaciones, se ocupó de brindar protección y resguardo a las manifestaciones de los sectores de derecha y extrema derecha, sean estos enardecidos grupos de cuicos y sus matones a contrata, o sean camioneros que -en plena pandemia- atentan contra la continuidad del abastecimiento en el país.
Además del presidente Piñera, por su continua invocación a la guerra contra el pueblo, el ministro Pérez es el principal responsable del actuar desquiciado de Carabineros y del clima de odio y violencia extrema que están instalando desde La Moneda. Responsabilidad que se grafica también en el permanente encubrimiento que los gobernantes realizan del grotesco actuar punitivo de Carabineros u otras fuerzas represoras. El gobierno, mediante las recurrentes intervenciones de Piñera, del señor Pérez y del mediocre funcionario Galli, están siempre defendiendo, protegiendo, justificando, dando muestras de apoyo a las policías y su criminal accionar. Este afán encubridor puede explicarse en el hecho cierto de que las policías solo reproducen lo que les ordena, lo que les permite, lo que les mandata el gobierno, que es -en suma- el primer y último responsable de esta desastrosa realidad. Esto no puede continuar por ese derrotero. Ya basta.
Basta de violencia represiva del Estado. Basta del odio y de la guerra gobernante. Basta de impunidad. Basta de proteger a estos criminales de uniforme. El Director de Carabineros, señor Mario Rozas, no puede seguir ejerciendo su cargo. No es suficiente con que sea admirador y sumiso personaje de Piñera para permanecer en una función desde la que ha sido responsable de causar tanto daño a la población civil. Continúa impávido y burlón en su puesto de mando solo por ser un protegido de Piñera. Particularmente desde el estallido social en adelante el actuar de Carabineros, bajo el mando de Rozas, ha estado caracterizado por una permanente y sistemática violación de los derechos humanos de las personas movilizadas, por la permanente obstrucción a las labores investigativas de la justicia, por la permanente negación y ocultamiento de información, por la permanente protección de los agentes criminales involucrados en delitos de lesa humanidad.
Según datos del INDH en el curso de este último año se han iniciado 2.500 querellas y causas judiciales por violaciones a los derechos humanos producto del accionar de fuerzas represivas al servicio del Gobierno. De ellas 2.330 son contra actos cometidos por funcionarios de Carabineros, de las cuales 2.147 son por tortura y tratos crueles e inhumanos, 169 son por traumas oculares causados por disparos contra los manifestantes. De ese total sólo se ha podido formalizar en 29 causas, con un total de 68 imputados. Sin embargo, la obstrucción a la justicia de parte de la institución que dirige el señor Rozas es de tal magnitud que solamente se ha podido formalizar en 25 causas, contra 65 carabineros imputados, y en solo un caso ha habido condena. Esta impunidad amparada por el Gobierno no puede seguir ocurriendo ni debe seguirse tolerando.
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Es precisamente la cultura de la impunidad sostenida en la protección gubernamental -propia de una dictadura- lo que posibilita que esta práctica de violación sistemática de los derechos humanos siga desarrollándose como una cuestión cotidiana, normal, propia de las instituciones policiales y uniformadas. Más aún cuando el carácter militarizado de la policía uniformada ha sido reforzado y ampliado en el curso de los últimos años, en especial en relación a la guerra que libran los gobiernos administradores del sistema contra el pueblo mapuche, y en particular desde el Estallido Social.
En efecto, una de las ocupaciones a las que el señor Piñera más esfuerzo y tiempo dedicó durante la pandemia, ha sido acentuar el carácter de policía militarizada de Carabineros, renovando equipamientos e incrementando el arsenal de guerra y personal de esta institución. El objetivo, claro está, no es prestar un mejor servicio a la comunidad sino reprimir a la ciudadanía si ésta insiste en manifestarse contra este modelo de dominación y sus amos. El presidente Piñera habrá podido ufanarse del despliegue bélico de sus fuerzas en las últimas semanas.
La cultura de violación sistemática de los derechos humanos la controla la derecha chilena desde su estancia y convivencia con la dictadura militar y desde esa época la ha cultivado la institución de Carabineros como si se tratase de un patrimonio propio. Prueba de ello son el uso desproporcionado de la fuerza contra las movilizaciones populares haciendo abuso de los carros lanza aguas, lanza gases, y de compuestos químicos dañinos; el ejercicio de la violencia extrema contra los manifestantes sin respetar ningún protocolo ni las normas que exigen los tratados y compromisos internacionales en la materia; la aplicación del criterio «gatillo fácil» utilizado con inusual normalidad contra los comuneros mapuches en la Araucanía; los disparos de proyectiles contra el cuerpo, el rostro y particularmente los ojos de los movilizados; el ultraje, vejaciones y tratos inhumanos y degradantes cometidos contra los manifestantes sociales detenidos, con mayor frecuencia contra las mujeres; y suma y sigue.
A la muestra anterior de la predominancia de esta cultura de violación de derechos humanos hay que agregar el intento del director Rozas -en lo que constituía una verdadera apología al crimen- de poner el nombre de un miembro de la jerarquía dictatorial a una de las escuelas de formación de sus tropas. Carabineros habrá comenzado a podrirse en la época de la dictadura y su nefasta participación en hechos aberrantes, criminales, abusivos, en innumerables delitos de lesa humanidad, acompañados de delitos de naturaleza delictiva común en aquella época, pero luego, estas prácticas se convirtieron en algo normal, común, tolerado y fomentado.
El eufemismo de «caso aislado» con que las autoridades y algunos mandos de dudosa legitimidad tratan de explicar la comisión de delitos en que incurren miembros de su institución, en estricto rigor, ya parece chiste de mal gusto dada la enorme cantidad de situaciones. El «caso aislado» ya no sirve para encubrir la responsabilidad de mandos y tropas en delitos de fraudes y estafas al fisco que han sido la tónica de los últimos años; ni para encubrir los delitos de violencia sexual contra las mujeres (incluidas funcionarias de esa institución), ni los femicidios cometidos por carabineros; ni para encubrir la participación en delitos comunes de asaltos, robos y tráfico de drogas; menos aún para encubrir las graves y sistemáticas violaciones de los derechos humanos.
Pero no es solo una sumatoria de situaciones y hechos deleznables. Se trata más bien de la constatación de una doctrina delictiva y costumbre criminógena arraigada en esta institución que la ha llevado al límite de su absoluta descomposición moral y la completa pérdida del sentido de su utilidad. La conclusión es que Carabineros se ha convertido en una corrupta institución de connotación delictiva y criminal. Esta situación tiene carácter definitorio y no se resuelve con simples protocolos, ni manuales de escritorio, ni reformas medianas, sino que ya exige la disolución total de una entidad que no cumple con la finalidad para la que fue creada, sino todo lo contrario.