Esta historia hace parte del libro inédito «Borrar del mapa», una selección de crónicas de Camilo Alzate y fotografías de Rodrigo Grajales sobre paisajes de Colombia violentados por la guerra, el colonialismo o el olvido. Una historia que no cesa, un paisaje que todavía abruma.
1
Carlitos, quien todavía sigue siendo enorme y robusto como un guayacán amarillo, sacaba filo a su machete pero no sabía que los policías antimotines iban a perseguirlo en la oscuridad de los cañaduzales. Carlitos estuvo haciendo chanzas con sus compañeros, bebió café de las ollas enormes que los obreros tenían en el campamento afuera del Ingenio Risaralda, durmió un rato y anduvo por ahí con los demás. No sabía que en pocas horas un miembro del Escuadrón Móvil Antidisturbios iba a dispararle una bomba de gas lacrimógeno a quemarropa. Carlitos participaba junto con otros cuatrocientos corteros de caña de azúcar de la huelga que apenas estaba empezando en el Ingenio Risaralda, no sabía que esa granada lacrimógena iba reventarle su ojo derecho. Hoy sí lo sabe, incluso sabe que también le rompió en astillas los huesos del cráneo, dejándole un orificio en la sien, entre la oreja y la frente. En otra época sus compañeros lo molestaban, porque era macizo como un árbol, un tipo alentado, un atleta del machete capaz de cortar 8 o 9 toneladas de caña él solito. Más que nada, era un tipo capaz de tenerse en pie, de mirar el reloj y de contar los números por sí mismo. Ahora ninguno lo molesta y, aunque sigue siendo robusto como un tronco, Carlitos ya no es capaz de hacer ninguna de esas cosas. ¿Qué iban a saber los obreros que la policía llegaría disparando y repartiendo guascazos a las cuatro y media de la mañana, cuando la mayoría de huelguistas dormían? Como Arnobio, como Juan y como Arley, Carlitos también estaba descansando en una de las carpas afuera del Ingenio, que para más señas fue completamente paralizado y tenía las chimeneas apagadas esa noche. Es que si los corteros no salen al valle no hay quien moche la caña y si no hay caña no hay nada para echarle a los hornos, menos va a haber azúcar luego. Arnobio y Arley tampoco sabían que Carlitos caería desvanecido al polvo cuando le pegó la granada lacrimógena en la cara. No lo sabían hasta que lo supieron, mejor dicho, hasta que lo vieron igual a un leño derribado, con una docena de policías encima pateándole el estómago, los riñones, dándole culatazos en la boca, rebanándole tajadas de cuero de los brazos y la espalda con el mismo machete que él mantenía con buen filo, y alguien dijo «agarraron al compañero», pero al momento que los corteros trataron de arrancárselo a los policías aquellos cayeron en gavilla, disparando otra vez con la escopeta de las bombas aturdidoras, y allá siguieron pisoteándolo entre todos, macheteándolo, mientras su ojo derecho se vaciaba sobre la cara. Recibía los porrazos con disposición de costal inerte, de guayacán talado, sin entender ya que pasaba. A Carlitos el sentido le quedó extraviado para siempre entre los cañaduzales, donde corrían sus compañeros buscando el río.
2
En el principio era la selva. Pero un día, un negro desvirgó la pubertad de la montaña.
Con ese arranque de inspiración mitológica Bernardo Arias Trujillo se decidió a escribir la historia que lo obsesionaba desde 1933 o 1934, cuando llegó a la hacienda Portobelo, sobre la desembocadura del Risaralda en el Cauca. Portobelo era una gran estancia ganadera recostada contra las primeras colinas de la cordillera occidental, a la orilla contraria del Risaralda. Pertenecía a don Francisco Jaramillo Ochoa, antioqueño rico -riquísimo- propietario de tierras y empréstitos, toros, caballos finos, miles de reses, un vapor que transportaba café por el Cauca y hasta negocios bancarios.
«Valle anchuroso de Risaralda, valle lindo y macho que se va regando entre dos cordilleras como una mancha de tinta verde». Así se maravillaba Bernardo Arias recorriendo a placer aquellos parajes y esa «llanura de dulce nombre, que deslíe los labios como un confite de infancia y al pronunciarlo se oyen puntilleos de tiple guerrillero y sonajas de bambuco parrandista». La novela de Arias Trujillo tenía que titularse así, «Risaralda», como el río, como el valle, como el departamento administrativo que se fundó muchos años después y el ingenio azucarero que se crearía luego.
Arias narra el desembarco de don Pacho Jaramillo a finales del siglo XIX en esa encrucijada de ríos y cordilleras, bajo una arboleda inmensa donde sólo había ranchos pajizos. En las orillas vivían pescadores y contrabandistas de aguardiente o tabaco, todos negros, antiguos esclavos o hijos de antiguos esclavos que amaban sus canoas tanto o más que a sus mujeres. Don Pacho traía consigo una recua de colonos paisas muy blancos, además, en los bolsillos del carriel cargaba papeles sellados certificando que aquellas tierras serían suyas. En algunos casos sacaba fajos de billetes para comprar baratas las mejoras que hubiere, y si la cosa no funcionaba, pues ahí estaban los inspectores y corregidores. Don Pacho mandó desecar ciénagas y madreviejas, desviando la desembocadura del río. Sus peones talaron, trozaron, serrucharon, metieron candela a las ceibas y samanes, así echaron al suelo la manigua ancestral que tupía aquellos pantanos, tan poderosa que desde la llegada de los españoles nadie había osado penetrarla. «El hacha sembró de estrépito la montaña verde de silencio y de quietud», escribe Bernardo Arias, no sin cierta admiración por Francisco Jaramillo Ochoa, don Pacho, el viejo negociante que terminó apoderándose de todo el Valle del Risaralda junto a un puñado de empresarios y colonos ricos.
Pero la gran historia de la novela ocurre antes del despojo, con la vida de las mujeres de piel de coco y caderas hambrientas, morenas de conversar golpeado. Ocurre con los bandoleros que enamoraban entre coplas y riñas, negros tranquilos cuyo humor se inflamaba probando el anisado, fumando calillas de tabaco mientras el río transcurría, es decir, mientras el río sucedía como si fuera un hecho crucial de la existencia. «Tierra libre y fecunda en donde la autoridá no podría hacer sonar los rebenques sobre las negras espaldas, padecidas de tanto trabajadas», dice Bernardo Arias Trujillo, lo dice así, imitando la voz tosca y esa gramática montaraz de sus personajes. No era, a pesar del tono bucólico, un paraíso terrenal: los negros se cosían a peinilla entre ellos por cualquier bagatela, con motivo y sin él, o vivían enfrentados a la furia de las víboras, de las borrascas, a la inclemencia del paludismo. Pero eran felices. Aquella aldea silvestre y libertaria tomó nombre de bruja africana, de serpiente venenosa o de hierba curatoria; el rancherío de antiguos esclavos en las bocas del río Risaralda se llamaba «Sopinga».
En la hamaca recordaba su juventud uno de los fundadores del villorrio, Agustinejo, y un tal Salvadorcillo Rojas, más astuto que el diablo. También el viejo Pioquinto Franco y Pedro Salazar, tabacaleros, medio traficantes de alambique, junto al difunto Juancho Marín que anduvo muy enamorado de la negra Rita. Frente al río, casi encima de sus aguas, quedaba la fonda de doña Pacha Durán, matrona de Sopinga, alma y sangre de aquella aldea. «Ay, Pachita Durán, mujerona negra, diosa invicta de maduras carnes atardecidas ya por el labrantío de los años, fuente inagotable y abierta de amor libre, Pachita Durán, cascarrabias y avariciosa, tomatrago y marrullera, contrabandista y casquivana, amiga de usufructuar mancebos tímidos», así la pinta Bernardo Arias en la novela. «Pachita Durán que manejabas la navaja con la misma agilidad felina que tenías para bailar un bambuco trovado, o te derretías por un negro pillo. ¡Ay, Pachita! Ya estás muerta y tu deceso aconteció después de una tremolina en tu fonda belicosa, que era guarida, nido amoroso, tertulia macha de compadritos, casa de citas, tráfico libre de amor y de trago…».
La disolución de Sopinga se entrevera con el romance de la Canchelo, bellísima hija de Pacha Durán, y un vaquero paisa de Manizales que llega a trabajar en las posesiones de Jaramillo Ochoa. Para entonces ya el pueblo ha cambiado de nombre por órdenes del gobierno, ahora se llama La Virginia y los blancos andan apoderados de las tierras y el comercio. Los negros huyeron a los montes, o terminaron de peones y aparceros. Fue mucho después -muchísimo después- a finales de la década de 1970, cuando las élites del departamento de Risaralda intervinieron junto a inversionistas privados en la creación del enorme emporio azucarero, con la presión de los terratenientes que habían heredado o comprado aquellas haciendas. Este proyecto agroindustrial, el mayor de la región cafetera y cuya factoría ocupa terrenos de la vieja hacienda Portobelo, donde Bernardo Arias vivió los años en que escribía su novela, acabó transformando radicalmente el aspecto del Valle del Risaralda en una cuadrícula agrietada de cañaduzales, que cada tanto se queman para facilitar el corte de la caña. Los incendios se divisan muchos kilómetros a la redonda como si fueran chorros de humaredas sobre Sopinga. Entonces uno puede evocar aquellas palabras del escritor:
«¡Ay, Pacha Durán… ¡Si vieras cómo está tu puerto!…».
3
No era fácil.
Yo fui esclavo. No me da pena decirlo. Nosotros llegamos a trabajar cinco meses sin descansar un día. Sin descansar un domingo, un festivo. Era un problema. Teníamos que ir aliviados a la clínica a meter alguna mentira allá para que nos dieran una incapacidad, al menos un día de descanso. Si quiere váyase, decían los patrones. Uno no iba a trabajar un domingo y lo primero que hacían era que le cobraban veinte mil de multa y le quitaban el dominical. El hijo del patrón llegaba, revisaba, y decía «ese corte está muy feo: diez mil de multa para todos». Si con ese contratista éramos 180 corteros y a todos nos quitaban diez mil ¿para dónde se iba esa plata? Las vacaciones nos las daban, eso decían. Supuestamente eran remuneradas. Supuestamente. Se oscurecía y todavía no habíamos acabado el corte. Entonces prendían la luz de los buses y nos las ponían a alumbrar, para que siguiéramos tumbando caña. Salíamos de la casa a las cuatro de la mañana, cuando los niños estaban durmiendo, volvíamos a las ocho o nueve de la noche, cuando ya se habían acostado. No veíamos crecer a los hijos.
Todos esos contratistas del Ingenio se enriquecieron con nosotros: Carlos Arturo Serna, Luis Ored Giraldo, Héctor Londoño, José Villada, Joaquín Usma, Alberto Lleras. Y eso que algunos de ellos fueron corteros hace muchos años, y hasta sindicalistas… Ellos contrataban con el Ingenio un precio por tonelada cortada y a nosotros nos pagaban la mitad. A cualquiera en La Virginia que le preguntaran ¿usted es cortero de caña? uno decía que sí y la gente respondía «ustedes son unos esclavos: no ganan nada, les pagan mal». Nadie le fiaba a uno, nadie le alquilaba una casa. A nosotros nos pagaban con cheques, nos cobraban cinco mil pesos por el cheque. El banco lo cierran a medio día. Allá empezaban a pagar pero de pronto decían que no había fondos en la cuenta de nosotros. Entonces había que ir por un nuevo cheque al otro día, y perder otros cinco mil pesos.
Mi papá también fue cortero. Trabajaba en 1999 en una hacienda que se llama Bohíos. En ese tiempo, a esa señora, la dueña, le quedaban entre 400 y 450 millones de pesos libres. El negocio ha crecido, en el Ingenio sólo son dueños como del 5% de la tierra; el resto, desde Obando a Ansermanuevo, de La Virginia y Viterbo hasta Remolinos, es de gente rica de Pereira, de Cartago. Son como 25 mil hectáreas. A todas esas lomas les están metiendo caña. Están produciendo etanol, miel de purga, azúcares de varias calidades, abonos orgánicos, energía.
A la caña no se le pierde nada. La caña es oro.
4
Primer lunes de marzo. La fecha fue confirmada en secreto de antemano. Todos los corteros afiliados al sindicato en lugar de esperar los buses para ir a los cañaduzales se lanzarían en masa hacia las instalaciones del Ingenio Risaralda: iban a paralizar la producción. No quedaba más salida que la huelga, eran demasiados abusos que nadie quería seguir aguantando. A media mañana la portada del Ingenio ya era una muchedumbre de obreros con sus uniformes limpios y sus pancartas, con el pañuelo rojo al cuello, el sombrero de paja, todos gritando arengas. Pronto los noticieros se enteraron y desfilaban cámaras, fotógrafos, reporteros, estudiantes de la Universidad, también algunos policías tímidos a unos centenares de metros de distancia. Arley dio un discurso por el megáfono, sus compañeros escuchaban atentos. Los corteros tendieron sus carpas y prepararon el menaje para acampar hasta que el dueño del Ingenio, el multimillonario Carlos Ardila Lulle, uno de los hombres más poderosos del país, o los hijos que le manejan los negocios, o sus gerentes y abogados, o sus socios locales, o quien fuera, se dignara a negociar con ellos el asunto que más los preocupaba: la contratación directa.
Atardeció.
Ahí estaba Arnobio, bebiendo café, contando chistes con Juan, con Pedro y los que llegaron de Ansermanuevo, y también Carlitos, que sacaba filo a su machete, plantado, robusto como un guayacán amarillo.
Fuente: http://www.traslacoladelarata.com/2017/05/07/humaredas-en-sopinga/#serpane1