La primera leche que bebí en mi vida, al margen de la que mi madre dispusiera, fue la leche en polvo americana que la parroquia del barrio entregaba a mi progenitora, viuda y con 5 hijos, obsequio del Plan Marshall. El primer juego que disfruté fue Fort Apache, con sus correspondientes y plásticos jinetes del […]
La primera leche que bebí en mi vida, al margen de la que mi madre dispusiera, fue la leche en polvo americana que la parroquia del barrio entregaba a mi progenitora, viuda y con 5 hijos, obsequio del Plan Marshall.
El primer juego que disfruté fue Fort Apache, con sus correspondientes y plásticos jinetes del Séptimo de Caballería y algunos desnudos indios como triste oposición.
La segunda vez que pasaron los Reyes Magos por mi casa me dejaron un Winchester que disparaba flechas y un Colt plateado de cachas nacaradas que, al menos, hacía ruido.
El primer destino que ambicioné fue convertirme en el sheriff de Alabama o de Tucson o Arizona.
Comencé a amar el cine viendo Bambi, y La Reina y el Vagabundo de Walt Disney.
El primer sueño erótico del que tengo memoria fue Marilyn Monroe.
Supermán fue el primer comic que cayó en mis manos.
Las citas más esperadas en la televisión, la de los martes con El LLanero Solitario y la del sábado con Bonanza.
Mi primera mascota, Rin tin tín, antes de que llegara Flippers.
La primera risa propia se la debo a Groucho Marx y sus hermanos. La segunda a Charlie Chaplin y Buster Keaton.
El primer muerto honorable que mis nueve años enterraron fue John F.Kennedy.
El primer afiche que colgué en mi habitación fue el de Paul Newman, al que siguió Marlon Brando, Elizabteh Taylor y Lee Marvin.
Al igual que Kirk Douglas, también fui Espartaco, y el hijo de Odín con Tony Curtis, y Bogart en Casablanca, y Walter Matthau y Jack Lemmon en todas sus geniales comedias.
Mi primera reivindicación fue ponerme los «jeans» que les veía a los demás niños en lugar de mis pantalones cortos de «pata de gallo» regalo de una tía a la que nunca perdoné el agravio.
Mi bebida preferida, una soda negra con burbujas.
La exquisitez más deseada, una hamburguesa con papas fritas.
Mi primer secreto, los humeantes y cancerígenos cilindros que me fumaba en el baño.
En 1969 fui el cuarto astronauta en poner el pie en la Luna, y con excepción de Frank Sinatra, nadie ha cantado mejor que yo «Extraños en la Noche».
La primera vez que enloquecieron mis piernas fue oyendo a Louis Amstrong y tampoco fui inmune a Elvis Presley.
La primera vez que vi a un hombre volar, luego de Peter Pan, fue a Michael Jordan.
La primera vez que me soñé poeta fue escuchando a Bob Dylan y a Joan Báez.
La vez que me hice adulto fue esa noche en que la razón y el derecho pesaron más en mi conciencia que todas las emociones que he citado y algunas más que ya ni importan, y aprendí que nada tienen que ver todos los irrenunciables amores que guardo de ese gran país que es Estados Unidos, con esa indigna recua de presidentes y gobiernos infames; con ese imperdonable historial de crímenes y atropellos, de invasiones e invadidos; con esa maldita visión de la vida que cree que el tiempo es oro y que el mundo termina en río Grande; con ese brutal desprecio hacia todo aquello que no quepa en el inglés; con esa perversa ingenuidad que transforma a los niños en psicópatas; con esa desgraciada fantasía de neón en la que no caben los negros, los latinos, las mujeres, los «ninguneados» que no tienen con qué pagarse el «sueño»…