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Identidad, historia y ansiedad

Fuentes: La Jornada

¿Cómo trazar el mapa actual de las identidades sociales, culturales y religiosas en un mundo que parece haber dado a este signo un orden que sólo puede ser descrito como un movimiento de antípodas? De un lado, el concepto mismo de identidad se antoja ya como una categoría en recesión (incluso en erosión), incapaz de […]

¿Cómo trazar el mapa actual de las identidades sociales, culturales y religiosas en un mundo que parece haber dado a este signo un orden que sólo puede ser descrito como un movimiento de antípodas?

De un lado, el concepto mismo de identidad se antoja ya como una categoría en recesión (incluso en erosión), incapaz de expresar la forma en que la globalización mediática, las emigraciones masivas y las amalgamas interculturales definen hoy la pregunta en la que se basa cualquier proceso identitario. Es decir, la pregunta que habilita la posibilidad de pensarnos como parte o continuación de una afirmación cultural, como residentes de un sitio en el tiempo: ¿quién soy?, ¿qué soy?

Digamos, por ejemplo, un matrimonio entre una mexicana y un estadunidense -que, por cierto, ya suman una demografía compuesta por decenas de miles-, cuyos hijos se educarán a caballo entre dos culturas y que nunca podrán, por fortuna creo yo, responder con certeza a la pregunta por el lugar del «yo». Por lógica, lo mismo debe ocurrirle a un español católico que decide formar una familia con una brasileña protestante. La unión entre una japonesa budista y un ruso ortodoxo es una evidencia del actual undercurrent intercultural, más aún si se piensa que viven y laboran en Italia, donde apenas empiezan a aprender el italiano. Las multitudinarias migraciones de finales del siglo XX, que significan hoy a la geografía occidental, han hecho de estos polares encuentros más una regla que una casualidad.

Un fenómeno similar se despliega en la producción del orden cotidiano. Tan sólo el supermercado se ha convertido en un no-lugar por excelencia: quienes nos alimentan son firmas y consorcios que poco o nada tienen que ver con la vieja idea de «gustos» nacionales o regionales. En la televisión por cable, 150 canales que provienen de los más remotos rincones de la comunicación aseguran que muy pocos observen y escuchen lo mismo al mismo tiempo. Si algún día el concepto de identidad estuvo ligado a la elaboración de narrativas compartidas sobre el acontecer de cada día, a lo que asistimos es a una pulverización de esa vieja «comunidad de la palabra». Hablar hoy de «identidades nacionales» es una hipótesis tan falible como especular sobre las identidades estancas (o estacionarias) que dieron pie a la muy caduca idea de la «sociedad multicultural».

Del otro lado, en el mapa actual del fenómeno identitario, se observa el movimiento exactamente contrario: una radicalización de ciertos lazos (sobre todo los religiosos) que han dado pie a esa suerte de neomedievalismo tan distintivo de las mutaciones actuales de la modernidad. Las nuevas teologías políticas de Occidente -el cristianismo radical que sostiene a Bush en la Casa Blanca y el nuevo judaísmo hiperortodoxo- parecen desenvolverse a lo largo de una línea paralela a la del fundamentalismo islámico. Acaso como su contraparte recíproca. De facto, es un choque entre pares, anclado incluso en un principio de concomitancia y contención política. Como si el mundo hubiera pasado del antiguo choque de las ideologías a uno nuevo de las identidades, para ahorrarnos la atribución de «civilización» a un fenómeno tan estrábico como el neocristianismo del Midwest.

Lo que resulta acaso evidente es que ambos procesos, la disolvencia de las identidades culturales y la radicalización de las teologías políticas, desembocan en un estado de ansiedad que hace imposible fincar una respuesta estable o estabilizadora a la pregunta por el «yo» y sus sitios de pertenencia.

No hay duda de que el mundo actual es un gran y formidable espectáculo de relaciones interculturales, disoluciones identitarias y producción de culturas nuevas y efímeras. Pero también es obvio que los viejos conceptos que describían estos fenómenos están en franca decadencia. Nociones como las de «mestizaje», «sincretismo» o (una que es auténticamente patética) «culturas híbridas» se escuchan como anacronismos penosos para imaginar lo que está pasando hoy en día en la esfera del «yo» social.

Lo esencial acaso es no perder de vista que se trata de culturas fusión, en las que sus protagonistas son sus propios inventores, y que sólo la invención de uno mismo puede resultar en una contención de ese estado de desestabilización permanente que enfrente la percepción sobre nosotros mismos.