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Identidades vampíricas

Fuentes: Rebelión

Algunos varones, al ver peligrar ciertos privilegios sexistas sobre los que han asentado su identidad masculina, sienten la imperiosa necesidad de huir hacia adelante y tratar de racionalizar lo que la razón de ninguna manera puede justificar. En este sentido, los feminismos, si bien todavía no han triunfado definitivamente, sí que han conseguido dar pasos […]

Algunos varones, al ver peligrar ciertos privilegios sexistas sobre los que han asentado su identidad masculina, sienten la imperiosa necesidad de huir hacia adelante y tratar de racionalizar lo que la razón de ninguna manera puede justificar. En este sentido, los feminismos, si bien todavía no han triunfado definitivamente, sí que han conseguido dar pasos de gigante: lo que ayer era un problema doméstico se ha convertido en un problema político; lo que ayer era normal, el machismo, hoy ya no se puede defender abiertamente. Lo habitual es que la razón no logre imponerse al avance de la historia y el tiempo, pero cada vez que da un paso, es imposible hacerla retroceder: aunque siga existiendo (y de hecho el problema se agrave), es imposible justificar la esclavitud con la razón, hay que buscar otras vías. De la misma manera, para sostener una posición machista es necesario tratar de racionalizar lo irracional mientras se enmascara la realidad y se desconocen las fuentes y los efectos lógicos de lo que se defiende.

La máscara preferida del machismo actual sigue siendo la naturaleza (las «esencias»), lo que desde su punto de vista es «natural». Cuando un machista señala algo como «natural», lo que intenta es situar ese algo más allá del debate, como si se tratase de algo previo, anterior, algo indiscutible que todas las personas tenemos que aceptar antes de empezar a dialogar. De esta manera, pretenden orientar el debate, normalmente a partir de premisas falsas (y deducciones descabelladas), de tal forma que se llegue a una conclusión que, invariablemente, acaba reproduciendo ciertos roles, estereotipos, prejuicios y discriminaciones sexistas. Y es que resulta imprescindible sustraer ciertas ideas del debate cuando lo que se pretende es defender cosas irracionales, indignas, injustas, falaces y/o basadas en el interés privado: de la misma forma que es imposible justificar la esclavitud mediante la razón, tampoco es posible defender los privilegios masculinos construidos a lo largo de milenios de patriarcado, por mucho que se limen y presenten como algo positivo o inevitable.

Es necesario, a su vez, enmascarar las fuentes (la tradición, la Iglesia, la extrema derecha, grupos de autoayuda machistas, medios de comunicación conservadores…) de las que parten estas teorías

machistas que, además de robar asuntos al debate público, camuflan su desesperada defensa de la injusticia con todo un repertorio de corrección política, aparentes buenas intenciones y (falsa) voluntad emancipatoria. Un ejemplo muy claro nos lo da ese impulso patriarcal que nos incita a aceptar irreflexivamente frases como «para estar completa, una mujer necesita a un hombre, a su media naranja». Resulta conmovedor, es bonito… pero no es cierto. Una mujer, como un hombre, puede necesitar o no una pareja (hombre o mujer), no hay nada en la condición de «mujer» (ni de «hombre») que nos lleve a deducir que necesariamente requiera de una persona de otro sexo que la «complete». Con frases como esta nos pretenden hacer creer, por un lado, que existe algún motivo (natural, espiritual, etc., cualquier cosa que esté más allá de la razón, en el más acá de la superstición) por el cual las mujeres son algo así como medias-personas hasta que llega un buen varón (¿un macho alfa, como si fuésemos leones, hienas o lobos?) que las rescata del estado incompleto al que les condena su condición de mujeres (nótese que de la misma forma que el machismo las condena a ellas a ser rescatadas, les condena a ellos a ser heroicos y «naturales» protectores-rescatadores de personas que, biológica, espiritualmente o lo que sea, han nacido «incompletas»). Aristóteles, brillante para otras cuestiones, no podría estar más de acuerdo: desde su punto de vista las mujeres son mujeres «en virtud de una carencia». Son «hombres incompletos».

¿Por qué se defienden planteamientos como este todavía hoy, casi 2.500 años después? Porque estas identidades masculinas machistas tratan de ocultar, como ayer, sus propias necesidades: se trata de identidades que se construyen a partir de la necesidad que sienten ellos de ser necesarios para ellas. Se construyen impidiendo el completo desarrollo de la identidad femenina, limitando su libertad y dictando el camino de la corrección y la normalidad, de lo que es ser «una auténtica mujer», que no es otra cosa que obedecer ciegamente a esas necesidades inherentes a su condición femenina y que, como por casualidad (ellos lo llaman «naturaleza» o «esencia»), colocan al varón en una posición privilegiada cuando no abiertamente superior. Y también contradictoria, pues el varón machista de ninguna manera reconocerá que su identidad es absolutamente dependiente de la dependencia que sea capaz de generar en las identidades femeninas, de lo contrario no tendría ningún sentido realizar esta operación. Vivir esta contradicción lleva a no pocos hombres a tratar de controlar la vida, los actos y los desplazamientos de las mujeres, a la violencia simbólica e incluso a la física.

Se trata de identidades que se construyen robando la independencia de otras identidades. El hombre machista se construye así en una identidad «fuerte» que se basa precisamente en las «carencias» de la mujer. Niegan así la autonomía de las mujeres, su capacidad de elaborar juicios independientes, puesto que sus propias carencias las determinan. Hacen enfermar la salud psicológica de las mujeres para después presentarse como la solución, como la medicina liberadora. Ya serán ellos los fuertes, los resueltos, los activos, los independientes, los libres. A ellas les queda la negación: no eres independiente como él, no eres tan fuerte como él, no eres tan capaz, no puedes ser tan libre porque le necesitas.

También resulta básico para estas identidades machistas negar el trasfondo en el que de hecho se desarrollan las identidades masculinas y femeninas. Así, para los machistas, el patriarcado y el machismo son cosas del pasado. Esto no es una cuestión nimia: negando el trasfondo se niegan las condiciones en que se desarrollan las identidades de género. Esto les resulta de lo más práctico: así se puede descartar, de un plumazo, cuestiones fundamentales como la socialización diferenciada (dentro y fuera de las instituciones educativas), las expectativas sociales sexistas, la violencia de género, la diferencia de sueldos entre hombres y mujeres por un mismo trabajo… No es que nieguen que esto existe, sino que lo convierten en obra y gracia de la naturaleza, de un choque entre individuos iguales, del azar, de la avaricia o de la «esencia» masculina/femenina. La finalidad de todo esto es negar la estructura que permite que se mantengan las condiciones que en la práctica suponen que las mujeres puedan seguir siendo discriminadas impunemente. Mientras, se dicen palabras bonitas como «no es malo necesitar a un hombre» o «todos estamos de acuerdo con la igualdad de derechos». Pero la cuestión es que de nada sirve igualar en derechos a las mujeres verbal o formalmente si no se combate el motivo por el que no alcanzan esa igualdad. Lo mismo ocurre con el racismo y es también el mismo juego que practican los empresarios con los trabajadores: ignoran la desigualdad y la injusticia que supone el punto de partida (unos tienen capital, otros solo su fuerza de trabajo) mientras se les llena la boca con ideas como «contratos libres entre iguales». ¿De qué sirve la igualdad formal si no se cumplen las condiciones necesarias para que sea efectiva? Las personas no «empiezan» en condiciones de igualdad en un sistema capitalista o en uno esclavista, ni tienen las mismas oportunidades. Lo mismo ocurre con el sistema patriarcal. Y en todos estos casos la estructura de dominación intenta naturalizar (convertir en indiscutibles) las injusticias que permiten su constante reproducción y renovación.

Al final, resulta prácticamente inevitable encontrar un parecido razonable entre estas identidades machistas que tratan de mantenerse a flote en un mundo crecientemente feminista y esos seres espectrales que se alimentan de humanos: los vampiros. De la misma forma que un vampiro se alimenta de la vida de otras personas, las identidades machistas se alimentan de las identidades femeninas no emancipadas. Un vampiro seduce a una mujer con una especie de hipnosis antes de morderle el cuello para alimentarse de su sangre, una hombre machista seduce el sentido común con buenas palabras para alimentarse de mujeres inseguras (construidas como tales por el propio patriarcado). Estas buenas palabras, como la hipnosis, desarman, convierten a la presa en algo dócil y manipulable, en un animal de ganadería, en alimento al fin y al cabo. La identidad del varón machista necesita acumular autoestima hasta prácticamente convertirlo en un atributo específico de los hombres, de tal forma que su seguridad en sí mismos comienza a depender de la falta de autoestima, seguridad e independencia de las mujeres. De la misma forma que hay todo un sistema que hace pensar al trabajador que necesita a un empresario, hay todo un sistema empeñado en convencer a las mujeres de que necesitan a un hombre que las cuide, las proteja y las salve de su condición de mujer. Igual que un capitalista debe expropiar las condiciones de supervivencia de las personas para obtener a cambio una clase trabajadora, la identidad masculina machista necesita expropiar de su dignidad a las mujeres. En ambos casos hablamos de un robo que consagra una injusticia. En ambos casos hablamos de que unos seres humanos se alimentan de otros.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.