En la más reciente encuesta realizada por Adimark durante el mes de noviembre 2010, hay un marcado descenso en la popularidad del primer mandatario, señor Sebastian Piñera. Para explicar este fenómeno, muchos acusan un doble efecto, por una parte el llamado «efecto mineros» como factor de aumento, y el no menos impactante «efecto Bielsa», como […]
En la más reciente encuesta realizada por Adimark durante el mes de noviembre 2010, hay un marcado descenso en la popularidad del primer mandatario, señor Sebastian Piñera. Para explicar este fenómeno, muchos acusan un doble efecto, por una parte el llamado «efecto mineros» como factor de aumento, y el no menos impactante «efecto Bielsa», como factor de caída. Al examinar los datos que arroja este estudio se advierte que entre los atributos de la figura presidencial destacan, su «capacidad para enfrentar situaciones de crisis» (76%). Al mismo tiempo, sin embargo, categorías como «es creíble» sufre un retroceso de 12 puntos o «genera confianza» cae en 7 puntos.
La figura del actual presidente se agiganta ante situaciones de crisis, como el caso prototípico de los mineros atrapados en la mina San José, pero disminuye en la poca glamorosa actividad política administrativa de gobierno. Es claro que la popularidad circunstancial del actual presidente está ligada a la dosis de adrenalina que es capaz de generar en sus públicos más que a un trabajo sistemático, consistente y en equipo. Esto no sólo delata una debilidad en la estrategia comunicacional del actual gobierno de derecha sino que entraña no pocos riesgos.
La exposición desmesurada a los medios de comunicación convierte la imagen de un presidente en un asunto de «rating», con los altibajos propios de los productos mediáticos. De suerte que el protagonista bascula de un 63% a menos del 50% en cuestión de semanas. Esto se debe a que todos los productos simbólicos expuestos a la lógica del mercado se comportan de acuerdo al patrón de la seducción, lo efímero y la diferenciación marginal. En una palabra, la figura presidencial sigue el mismo comportamiento de «la moda».
Para cualquier sector político, la exaltación desmedida de la figura presidencial, en esta lógica del mercadeo, rinde frutos en periodos de febril actividad electoral, pero no es una estrategia convincente a la hora de administrar un gobierno. Un primer mandatario ya elegido tiene la responsabilidad de acrecentar el «capital simbólico» del sector al que representa mediante el despliegue de políticas públicas de largo plazo que sean creíbles y que generen confianza en la ciudadanía. Esta dimensión del trabajo presidencial es, la mayoría de las veces, silenciosa y exenta de atractivo, no obstante, es fundamental para asegurar la buena marcha de un gobierno y de un país. Por último, el ejercicio de la primera magistratura no puede convertirse en una exaltación narcisista y autocomplaciente, pues ello pone en riesgo la conformación de equipos en su propio conglomerado, impidiendo que emerjan figuras capaces de proyectar políticamente las metas del gobierno.
En una perspectiva más amplia, un gobierno que gira en torno a la imagen del presidente no le hace bien al país. Una democracia requiere espacios deliberativos en diversos niveles. Así, los partidos políticos de gobierno y oposición, tanto como las voces ciudadanas de sindicatos, colegios profesionales y otro tipo de organizaciones no pueden ni deben ser expurgadas del espacio público por el rostro sonriente y omnipresente de un mandatario. Las encuestas están indicando que llegado el momento, la apuesta mediática puede representar un riesgo político para el protagonista, pero, muy especialmente, para el desarrollo democrático del país.
El autor es Investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados. ELAP. Universidad ARCIS
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