¿Qué sentido puede tener para nosotros la respuesta que Walter Benjamin considera necesaria -la politización del arte- ante el avance del fascismo por medio de la estetización de la política? Una vez más, habrá que insistir en que la desactivación del dispositivo del espectáculo no pasa por denunciar el engaño de la imagen y sustraerse […]
Walter Benjamin.
En un tiempo donde la imagen está en el centro del desarrollo de las estrategias políticas, reflexionar críticamente en torno a su rendimiento implica asumir su vacío constitutivo para no perder de vista el orden que le proporciona un marco de inteligibilidad. Pienso en la polémica reciente a propósito de las declaraciones de un líder de la ultraderecha chilena, quien desatando toda su iconoclastia contra las herencias «herejes» de la izquierda, termina atribuyéndole a las imágenes un valor superlativo que no hace más que definir su propio perfil ideológico.
Es importante advertirlo porque, en la línea de los análisis de Walter Benjamin, estaríamos frente a una estetización de la política tan característica del fascismo. Por cierto que la respuesta a esto no significa defenestrar la relevancia de la imagen calificándola como mera apariencia para oponérsela a la realidad (en la medida que la realidad está penetrada por la reproducción técnica), en el sentido con que Guy Debord elabora su crítica sobre la sociedad del espectáculo.
Por el contrario, el espectáculo deber ser entendido aquí como la condición comunicacional del neoliberalismo y el espacio donde se articula su consenso. Incluso, el modo de existencia del poder en las democracias contemporáneas, lo que hace un guiño a la aseveración de Carl Schmitt referente a la opinión pública, a la que consideraba la forma secularizada de la aclamación. Esa sociedad del espectáculo de Debord es, para Giorgio Agamben, la democracia consensual («y que es tan apreciada por lo teóricos de la acción comunicativa«), cuyo consenso se consigue por la vía de la aclamación, en el sentido de que una de las dimensiones del poder es la gloria, y allí se funda su dominio expansivo sobre la vida: «El pueblo -real o comunicacional- al que de algún modo el government by consent y la oikonomía de las democracias contemporáneas deben remitir inevitablemente es, en esencia, aclamación y dóxa» (2008: p.451).
Una de las consecuencias de la estetización de la política es la sustracción al pasado histórico de todos sus componentes contextuales que lo dotan de sentido, neutralizándolo como un campo en disputa al presentarlo como un objeto de goce estético que puede ser observado o desechado sobre la base de consideraciones ideológicas nimias y arbitrarias. Eso es fundamentalmente lo que motiva al mundo neoconservador: imponer una versión definitiva del pasado histórico que lo suture para clausurar su deliberación social.
Sin embargo, los proyectos políticos que encarnaron Salvador Allende y los principales dirigentes del MIR, no se reducen a imágenes, objetos patrimoniales o estatuas en homenaje a sus trayectorias. La vigencia de esas ideas no se agota en la proliferación contemporánea de imágenes que las representen al costo de despojarlas de su contenido histórico. En un país donde las conmemoraciones se han vuelto algo tan habitual y jocoso, habría que sospechar de sus motivos en la medida que han transformado el pasado en algo absolutamente ajeno a nuestro presente, para engarzarlo al derrotero del espectáculo que es la dimensión visual de la mercancía.
En nada contribuyen los monolitos y la museificación de la memoria y los derechos humanos si no se disputa al mercado la visibilización de las diferencias, pero tampoco si no se responde al significado que la oligarquía en su conjunto quiere imponernos: que los proyectos de izquierda son un solo cuerpo petrificado en el tiempo, situados en su fase de descomposición: restos polvorientos para la colección de antigüedades, destinados a rendirles tributo por lástima o por nostalgia. En eso se sirven de la imagen en blanco y negro, puesta como anacrónica y obsoleta, de un Salvador Allende saludando a un pueblo (hoy desarticulado) desde un balcón de La Moneda, en contraste a la de un presidente Piñera, en HD, congraciándose con la ciudadanía en un matinal.
Resistiéndonos a tan grosera instrumentalización, entonces terminamos -como no pocos hoy en día- concediéndoles la razón, para atrincherarnos en el romanticismo ideológico más burdo que nos convierte en bohemios trasnochados. La Unidad Popular y la experiencia del MIR son referentes cuya historicidad tiene un significativo valor político para las nuevas generaciones, porque podemos encontrar allí los errores más severos de un pensamiento utópico que aspiraba a la armonía y a la plenitud social.
Hay que decirle a todos quienes festinan con el culto de cierta izquierda a las herencias del siglo XX, que la UP y el MIR son justamente lo que hemos dejado de ser pero no por «conversos» (como a algunos les gusta llamarse), sino porque desbordamos sus límites y rebasamos sus insuficiencias para imaginar posibilidades de la transformación social que se ajusten al tiempo que nos toca vivir. El cambio histórico y la militancia son horizontes de sentido a los que no se puede ni se va a renunciar, pero eso no implica reivindicar un modelo agotado de modernización socialista, o un concepto ramplón de comunismo que lo termine ubicando junto al vendaval totalitario, ni tampoco imitar paradigmas organizativos que terminaron cercenados por sus propios engranajes autoritarios.
¿Qué sentido puede tener para nosotros la respuesta que Walter Benjamin considera necesaria -la politización del arte- ante el avance del fascismo por medio de la estetización de la política? Una vez más, habrá que insistir en que la desactivación del dispositivo del espectáculo no pasa por denunciar el engaño de la imagen y sustraerse absolutamente del ámbito comunicacional, sino por proporcionar otros significados a las imágenes y volverlas un espacio para la reflexión y confrontación de sentidos, articulando desde allí las resistencias ante el dominio de un poder escópico que busca hacer de la destrucción de la política un placer estético.