Quien roba y se enriquece a cargo del Estado no es precisamente un enfermo necesitado de que le expliquen las normas de comportamiento de un cargo público
Silvio Berlusconi, durante una entrevista en televisión (Cordon Press).
Ya no hay líderes sin imágenes. Incluso antes de que exista el liderazgo aparecen las imágenes que lo preparan para que lo sea. Previo a pasar por las urnas ha de exhibirse en una pantalla y ella será la que decida las muchas o pocas posibilidades de llegar lejos. De ahí que los chepudos, bajos, feos o con minusvalías tengan en los partidos el papel de ayudantes del que manda. Una cosa es admitirlos como parte del paisaje, entre otras cosas porque queda bien, y otra que aspiren a alcanzar la cima. El electorado no se lo permitiría y las cúpulas de los partidos aún menos. Como tenemos un presidente del Gobierno que se jacta de guapo, agudo, inteligente, seductor y todo lo humanamente posible para quien no pone límites a su ego y su ambición, no cabe descartar que más pronto que tarde se inclinará por la exhibición en el cine. Si ha llegado a convertirse en autor de un libro, tratándose de un tipo que por no escribir ni ha redactado su propia tesis doctoral, por qué habremos de sorprendernos cuando lo veamos en la gran pantalla haciendo de guapo, agudo, inteligente y seductor presidente del Gobierno.
Existe ya un precedente: Silvio Berlusconi, el rey de las imágenes. Es un fenómeno a estudiar, tanto por el arte de encantar a sus innumerables espectadores como por su capacidad para convertirlos en sumisos votantes. Dedicamos demasiado tiempo a analizar su atractivo para las masas de televidentes, pero muy poco a sus características personales. Aquí es donde entra una película como «Silvio (y los otros)», un filme de ese director seducido por las imágenes del poder, Paolo Sorrentino. Cabe darle las gracias a él y a la siempre empática actuación de Toni Servillo, un actor moldeable como un guante que lo mismo sirve para transmitir el calor de un abrazo como para dar brutales golpes sin estropearse la mano.
Son ellos los que me llevaron a descubrir una singularidad en nuestras carteleras: la coincidencia de tres filmes sobre las imágenes del poder. Además del Berlusconi de Sorrentino-Servillo, el escabroso relato del ascenso de Dick Cheney hasta el poder absoluto en los EEUU de Bush, el tonto. Por alguna razón que se me escapa, en España se titula «El vicio del poder», lo que me parece una cursilada de fariseos, porque el poder no es un vicio sino algo que va más allá del ego y que afecta al conjunto de la sociedad e, incluso en este caso, al mundo. Donde los norteamericanos titularon con el escueto «Vice», que indica el Vicepresidente, aquí han querido darle una vuelta de tuerca y calificarlo como «El vicio del poder».
No es extraño que el tercer filme sobre el tema, el español ‘El Reino’, de Rodrigo Sorogoyen, tenga cierto aire de pecado. No estamos ante dos animales del poder y el beneficio, como con Berlusconi o Cheney, sino ante un pájaro de menor cuantía, alto cargo autonómico, visible cabeza de una trama de corrupción generalizada y en la que no cuesta demasiado ver la sombra del PP, de Bárcenas, de Valencia o de Galicia. Una película más que digna que tiene el mérito de poner en imágenes el flagelo que nos castiga.
Quizá su fragilidad esté en que los actores de la película española, notables pero demasiado apegados al pelo de la dehesa, no alcanzan la envergadura de un Berlusconi o un Cheney. Aquí, la realidad evidente de los protagonistas acaba achicando al filme por falta de carácter, una ausencia solo superada por las breves y contundentes intervenciones de ese actor descomunal que es José María Pou. Igual que un vicepresidente autonómico no tiene a su alcance el poder de Berlusconi o Cheney, unos actores voluntariosos pero con limitados recursos no llegan a transmitir el volumen de su desvergüenza. Las escenas de acción y hasta las de jolgorio traslucen una pobreza involuntaria que no casa con la envergadura de sus delitos, parecen producto de telefilme. Bastaría decir que el momento más trascendental, el que resume y cierra la película, el que planta a dos protagonistas ante dos monólogos definitivos por su fuerza, se ven empequeñecidos porque la tarea está muy por encima de la capacidad de los actores, y no porque lo hagan mal sino porque les falta presencia y dominio. Ese estar ante las cámaras para que te adoren, como Berlusconi, o para despreciarlas, como Dick Cheney.
El fondo del asunto está ahí. Nosotros podemos tratar la corrupción del poder, pero aún no somos capaces de representarlo sin que parezca un vicio. Quien roba y se enriquece a cargo del Estado no es un enfermo necesitado de que le expliquen las normas de comportamiento de un cargo público. Ésas se las sabe muy bien, mucho mejor que usted y yo. Hacerse muy rico aprovechando a la Administración que diriges es una misión que colma una vida. Las paparruchas sobre el patriotismo, la sociedad abierta y liberal, la igualdad de oportunidades, pueden llegar a ser una herramienta, pero lo que mueve a un hombre de Estado no solo es ejercer el poder sino servirse de él. ¡Para qué estaría el poder si no!
Cuando Dick Cheney consigue convencer a los suyos y a algunos aliados menos avezados que él, como nuestro inefable napoleoncito de los abdominales, de que hay que invadir Irak y derribar a Sadam, no es por una cuestión geoestratégica -de ahí su inquina hacia Kissinger, que todo lo analiza en esos términos-, sino por sus intereses económicos con las grandes empresas energéticas. No tiene vicios; solo intereses. Le ocurre lo mismo que a Berlusconi y lo expresa meridianamente su esposa en el filme: «todo se lo debes a Craxi». Porque aquello que los espectadores deben tener muy claro es que para llegar ahí no basta con ser un garrulo constructor de contratas amañadas desde la autonomía de una región española; es una operación de altura que requiere a alguien que te enseñe el oficio de estafar a lo grande, y en este caso berlusconiano fue el líder socialista Bettino Craxi, al igual que para Cheney lo fue lamer los traseros de los potentados que auparon a Richard Nixon.
No se pierdan las pocas oportunidades que tenemos de contemplar al poder en el espejo de una pantalla y disfruten de su propia dolencia, como masoquistas que somos, al contemplar cómo nos engañan «los guapos» mientras les brindamos unas sonrisas por su talento para burlarse de nosotros.
Fuente: https://www.vozpopuli.com/opinion/Imagenes-poder_0_1220879137.html