En la Historia, esa Historia narrada por unos pocos, protagonizada por unos cuantos y padecida por la mayoría, cada hecho puntual, incuestionable y cierto, es transmitido de aula en aula a lo largo del tiempo por historiadores que relatan también la causa y el amasijo de los acontecimientos en función de su conveniencia ideológica. Si puede, el historiador lo mismo acude a unos registros que a otros. En esos registros, unos cuentan los hechos de una manera, y otros de la opuesta. Y al final, en la mayoría de los casos, el régimen político y religioso hegemónico decide el relato final y la pedagogía que en adelante habrá de difundirlos.
Pues bien, hoy hace 14 años desde el hito histórico de la destrucción del WTC, las Torres Gemelas, de Nueva York. Sirva este texto como ensayo historiográfico en relación con aquel avatar y los que siguieron después a lo largo de tres años…
Entre 2001 y 2007 mantuve una intensa correspondencia con Andrés Ortega Klein, periodista de El País, entonces de la Sección de Internacional. Todo nació a raíz de los atentados contra las Torres Gemelas. Washington convirtió aquel crimen en el pretexto perfecto para legitimar una cadena de guerras. Afganistán primero, Irak después.
Ortega Klein, como buena parte de la opinión publicada en Europa, justificaba en sus artículos aquellas invasiones. Sus argumentos se apoyaban en la necesidad de seguridad y en la defensa de un supuesto orden internacional amenazado. En uno de sus correos me escribió: “usted quiere ser impecable, y es implacable”. Y yo le respondí exasperado. Veía en su reproche la poderosa influencia de la turbación, de la fascinación, del embrujo que padecía la inmensa mayoría de quienes se manifestaban públicamente.
Pero ese reproche que me hizo Ortega revela mucho de la mentalidad dominante en Occidente: la pretensión de racionalizar lo irracional, de suavizar con eufemismos lo que en realidad era un crimen legalizado. Porque, en efecto, lo que se preparaba entonces era la destrucción de países enteros bajo pretextos falsos: armas de destrucción masiva nunca halladas, vínculos terroristas inventados, y un relato cuidadosamente elaborado para obtener el asentimiento de las naciones.
Frente a eso, la historiografía crítica no puede ser complaciente. Ser “implacable” no es un exceso de rigor, sino la condición mínima para comprender lo que ocurrió. Porque la historia oficial occidental habla de “errores de cálculo” o de “excesos estratégicos”, cuando lo que hubo fue un diseño consciente: transformar Oriente Medio en un tablero de guerra y petróleo.
Las consecuencias están a la vista: millones de muertos y desplazados, Estados fallidos, la expansión del terrorismo que supuestamente se combatía, y una herencia de inestabilidad que llega hasta hoy. Sin embargo, el relato hegemónico apenas admite responsabilidades; reduce lo ocurrido a un tropiezo de buenas intenciones.
Ahí está la tarea del historiador que no se deja guiar por la propaganda: mostrar que el crimen fue deliberado, que las mentiras fueron calculadas, que la masacre se preparó con antelación y con plena conciencia. Y que, frente a ello, sí, solo cabe la implacabilidad, actitudes implacables. Incluso, desde mi perspectiva historiográfica los autores, hipotéticos, por falta de pruebas ahora, pero pruebas que saldrán algún día a la superficie por desclasificaciones posteriores, calculo que ya estaba preparada la “solución” a la Zona Cero, el espacio que ocupaban antes las dos torres…
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