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Iñigo Egiluz, 15 años de brillar en el firmamento de la resistencia indígena y afrocolombiana

Fuentes: Rebelión

«Estrellas aferradas a las raíces de la selva». Así llamaba Iñigo a la gente que ayudaba en Colombia y que sufrían el embate de los paramilitares que se querían apoderar de sus tierras. Su acción humanitaria tuvo un precio: el 18 de noviembre de 1999, a las 21:30 horas, la lancha en que regresaba a […]

«Estrellas aferradas a las raíces de la selva». Así llamaba Iñigo a la gente que ayudaba en Colombia y que sufrían el embate de los paramilitares que se querían apoderar de sus tierras. Su acción humanitaria tuvo un precio: el 18 de noviembre de 1999, a las 21:30 horas, la lancha en que regresaba a Quibdó después de recopilar testimonios de las víctimas de las masacres fue embestida por los paramilitares. En el ataque murió Iñigo y el sacerdote Jorge Luis Mazo.

Su amigo colombiano Rafael Gómez, quien iba también en la lancha con Iñigo el día del atentado, escribió en nombre de su pueblo lo que este cooperante vasco significó y significa todavía en aquellas tierras heridas por las más crueles de las injusticias que los poderes fácticos permiten:

«Iñigo, viniste para quedarte, te fuiste para no irte. Iñigo, otra vez lo repito, ellos no te quitaron la vida (ese honor no lo merecen), porque tu vida hace tiempo la habías dado a los pueblos y sus causas. Tu vida la habías dado cuando decidiste andar los caminos de tierra en Guatemala, en Barranca, en Quibdó. Tu vida la habías dado cuando dejaste el automóvil y el metro para montar en bicicletas y champas. Tu vida la habías dado sin pedir permiso…»

Julio de 1999. Iñigo llega a Colombia para ejecutar el proyecto de Mundubat Ayuda de Emergencia a la población desplazada del Atrato, Quibdó, víctima del accionar salvaje de los paramilitares que buscaban a toda costa apoderarse de sus tierras para el cultivo de la palma africana y el negocio del narcotráfico.

La misión de Iñigo era acompañar a las comunidades en resistencia. Les daba ayuda humanitaria, comida, alojamiento, denuncia de los asesinatos y las masacres. También apoyaba a las organizaciones de mujeres indígenas y afrocolombianas para defenderse de las agresiones. «Iñigo se hacía querer de la gente», recuerda Iñaki Markiegi, presidente de Mundubat. «Era muy humilde y sabía escuchar. Se echaba encima todas las tareas. No le preocupaban los elogios».

Aparte de estas cualidades, Iñigo fue elegido para ir a Colombia porque conocía la realidad política, era muy activo y tenía el valor de asumir los riesgos. Ya en el terreno, su indignación creció todavía más por las tropelías que hacían los paramilitares con total impunidad.

En noviembre de 1999, ante el accionar de los paramilitares, se organizó de emergencia una misión de observación de Derechos Humanos con la Iglesia de Quibdó. Antes de salir hacia el municipio de Murindó, en Antioquia, Iñigo escribió a Markiegi un correo: «Se está poniendo muy difícil la situación. En cualquier momento puede pasar cualquier cosa. Estén atentos. Hay un avance muy fuerte y sanguinario de los paramilitares, sobre todo con la gente que no se desplaza y se queda en resistencia».

La indicación de no ir llegó tarde. Iñigo había partido y a la vuelta, cuando traían los testimonios para hacer la denuncia de los crímenes de los paramilitares ante las Naciones Unidas, atacaron su lancha, a las nueve y media de la noche, a cincuenta metros del puerto de Quibdó.

Durante cuatro días buscaron su cuerpo en el río Atrato. Se pudo recuperar gracias a las orientaciones de una mujer sabia de la comunidad que conocía las corrientes del cauce, e indicó dónde seguramente lo depositaría. Aitor, el hermano de Iñigo, escribió en la página web HYPERLINK «http://www.inigoegiluz.com/» o «web Iñigo Egiluz» www.inigoegiluz.com/: «Ha hecho lo que ha querido y ha sido consecuente. Sabía en lo que estaba«.

En esta web se puede apreciar como Iñigo desde la adolescencia se entregó a la construcción de un mundo más justo y mejor:

«Iñigo creó con 16 años la ONG Papeo Pa Tos (Comida Para Todos) y, a base de fiestas y campañas varias, logró financiar los estudios universitarios a cinco salvadoreños; o cuando agarró la tienda de campaña y fue uno de los primeros que la plantó en El Arenal, involucrándose de lleno en el movimiento del 0,7% (que reclamaba en el Estado español el destino de ese porcentaje del PIB a la cooperación); o cuando imprimió decenas de camisetas con el lema «Bilbao verde» y la cuadrilla se paseaba por toda la ciudad reclamando más parques; también cuando convirtió la casa familiar en un almacén para el papel que recogían Juan y Bino, dos inmigrantes a los que ayudaba a ganarse la vida…
Cuando hablaba, lo hacía claro, pero cuando se mantenía en silencio, la mayoría del tiempo, Iñigo escribía. Y su cadáver se encargó de proteger algunas de sus notas. Cuenta la realidad en primera persona, como se hace cuando duele:
«Vimos las cabezas de nuestros hermanos arrancadas de sus cuerpos, flotando en el agua. No dejaremos que la corriente se las lleve al mar del olvido.»

No era literatura. La tranquila expresión de Iñigo se tornó angulosa cuando, durante el viaje de la barcaza, en octubre, se topó con el cadáver de un campesino que flotaba en el agua, abandonado, picoteado por los gallinazos…»

Iñigo apenas tenía 24 años el día que lo asesinaron junto a Jorge Luis, sin embargo ya había enseñado como abrir caminos en la búsqueda de la justicia. De ahí que está considerado como unos de los mártires que se destacó en la defensa de los pueblos colombinos. La Casa Comunal de Murindó tiene su nombre y en una de sus paredes, se encuentra su retrato con la frase: «Iñigo vive entre nosotros».

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.