BREVE PRESENTACION
A comienzos de 2024, bajo la iniciativa de Gloria Cuartas, Directora Ejecutiva Presidencial Unidad de Implementación, del Acuerdo final para la terminación del conflicto, se propuso examinar lo sucedido en el país, diez años después de haber sido firmada la paz entre las FARC-EP y el Estado colombiano, representando por el gobierno de Juan Manuel Santos. Se invitó a participar en nuevos ensayos a los miembros de la Comisión Histórica del Conflicto Armado y sus Víctimas, conformada en 2014, quienes habíamos elaborado un primer informe. (Version-final-informes-CHCV.pdf).
En esa nueva convocatoria participamos ocho de los miembros de esa comisión, y otros tres investigadores. Como resultado, a principios de este año, se publicó en forma virtual el nuevo informe, titulado Cambios y continuidades en el conflicto. A diez años del conflicto y sus víctimas. (Ver informe completo: Diseño libro cambios y continuidades en el conflicto_comision historica.indd).
A diferencia del primero este no se ha publicado en papel y su difusión ha sido puramente virtual. El texto es prácticamente desconocido y su relevancia en el debate sobre la “paz total” del gobierno de Gustavo Petro ha sido escaza, por decirlo de manera benigna. El nuevo informe ha pasado completamente desapercibido y no tuvo la trascendencia mediática del elaborado diez años atrás. Mi informe, titulado Injerencia consentida de estados unidos y contrainsurgencia en el nuevo ciclo de guerra en Colombia, adquiere actualidad por los recientes sucesos con referencia a las relaciones entre Colombia y Estados Unidos, incluyendo la reanudación de los bombardeos por el gobierno de Petro y el asesinado de 17 niños en el Departamento del Guaviare, además del clima de agresión contra Venezuela, en el que el gobierno colombiano, por su ambigüedad estratégica, está desempeñando un papel nefasto y a la larga favorable a los intereses del imperialismo estadounidense.
Por esta razón lo doy a conocer a través de Rebelión, el portal que acoge mis escritos desde hace 20 años.
A mis hijas Marisol y Lucia, cuya infancia ha transcurrido en una Colombia asolada por un nuevo ciclo de guerra y no en el país en paz que soñábamos en 2016.
AGRADECIMIENTOS:
Agradecimientos especiales a Lucas Mateo Vargas, Miguel Ángel Beltrán, María Paula Tovar, José Antonio Gutiérrez y Luisa Natalia Caruso, quienes leyeron, comentaron e hicieron críticas y sugerencias a la versión original de este escrito.
RESUMEN:
Se analiza la injerencia de los Estados Unidos en Colombia después del acuerdo de paz de 2016 y se recalca que su intromisión es un factor generador de violencia en nuestra sociedad. Para ello se analizan los principales elementos de dicha intervención y se relacionan con la política contrainsurgente del Estado colombiano. Se consideran en su orden las siguientes cuestiones: El entrampamiento contra Jesús Santrich por parte de Estados Unidos y la Fiscalía General de la Nación; la presencia del Comando Sur en Colombia y la construcción de bases militares de Estados Unidos en Gorgona y en la Amazonia; la exportación de mercenarios colombianos; y, por último, se detallan los factores de la contrainsurgencia que siguen gravitando en nuestro conflicto interno y la manera como ellos están conectados con la política de Estados Unidos, un imperio decadente cuya hegemonía mundial está seriamente resquebrajada.
PALABRAS CLAVE: Injerencia Estados Unidos, Comando Sur, Mercenarios, Enemigo Interno, Contrainsurgencia, Entrampamiento
INJERENCIA CONSENTIDA DE ESTADOS UNIDOS Y CONTRAINSURGENCIA EN EL NUEVO CICLO DE GUERRA EN COLOMBIA
«Washington ve a Colombia como su buen amigo, hasta buen aliado. […] Desde la perspectiva de los Estados Unidos queremos continuar una relación estratégica, muy estrecha […]. Colombia ya es socio global de la OTAN pero esto significa que Colombia ha subido a un nuevo estatus con Estados Unidos, hablamos de una relación cercana, no OTAN, con Colombia». -Philip S. Goldberg, Embajador de Estados Unidos en Colombia, 1 mayo de 2022. (Gil y Sierra, 2022).
«Las relaciones de sometimiento están al día, lo mismo que la dependencia económica establecida con los tratados de libre comercio, las imposiciones del FMI y el Banco Mundial, etc. No se siente, desde lo oficial, ninguna réplica, ni resistencia, ni una amonestación. Parece que las luchas populares de vieja data, en las que una de las características clave era la vocación antiimperialista, hubieran sido ignoradas hoy por quienes se suponía estaban prestos a repudiar la presencia impositiva yanqui. […]
El Comando Sur refuerza las operaciones de saqueo de recursos naturales, de adecuación de bases militares, de logística para que el imperio no sufra ningún contratiempo entre sus subordinados. Seguimos agachados. Lamiendo sus botas». (Reinado Spitaletta, 2024).
Tras la firma de los acuerdos de paz en 2016, la injerencia de Estados Unidos en Colombia continúa siendo uno de los aspectos centrales de nuestro inacabado conflicto interno. Y lo es porque Estados Unidos no es un agente externo en nuestro conflicto, sino que se ha convertido en un actor interno que actúa con el consentimiento del bloque de poder contrainsurgente que domina este país desde hace décadas. Por tal razón, puede hablarse de injerencia consentida a la hora de analizar el papel que desempeña en Estados Unidos como un generador directo de violencia en el territorio colombiano.
En este ensayo hacemos un recuento analítico de los principales elementos de dicha intervención. Se analizan en su orden los siguientes asuntos: El entrampamiento contra Jesús Santrich por parte de Estados Unidos y la Fiscalía General de la Nación; la intromisión del Comando Sur en Colombia y la construcción de bases militares de Estados Unidos en Gorgona y en la Amazonia; la exportación de mercenarios colombianos; y la contrainsurgencia como una política permanente del Estado colombiano que opera al margen de cualquier acuerdo de paz y en la cual se expresan los intereses estratégicos de Estados Unidos en territorio colombiano.
ENTRAMPAMIENTO
El 9 de abril de 2018 se realizó un operativo conjunto entre los gobiernos de Colombia y Estados Unidos mediante el cual se capturó a Jesús Santrich con el objetivo de extraditarlo a Estados Unidos. Este hecho ilegal pretendía hacer con el dirigente de las FARC lo mismo que se había hecho con Simón Trinidad en 2004, quien en la actualidad se encuentra en una mazmorra de alta seguridad de los Estados Unidos.
El Fiscal General, Néstor Humberto Martínez, informó que Santrich participaba en el envío de 10 kilos de cocaína a los Estados Unidos. El Fiscal violó el procedimiento regular de extradición y, como prueba del poder y la injerencia de Estados Unidos, le dio validez a la circular roja de la Interpol emitida contra Santrich por una Corte Federal de Nueva York el 4 de abril. A las pocas horas circulaban videos sin sonido y sin contexto, con el fin de probar un supuesto acuerdo entre Santrich y miembros del Cartel de Sinaloa.
Fue un vulgar entrampamiento, orquestado por el Fiscal General y la DEA de los Estados Unidos, con el objetivo de restarle credibilidad al acuerdo de Paz firmado en 2016, mostrando a dos de los principales protagonistas de ese acuerdo, Santrich e Iván Márquez, como narcotraficantes, que estaban delinquiendo después de la firma del acuerdo y, en concordancia, podían ser extraditados.
Santrich terminó en la cárcel, donde permaneció seis meses, se le maltrató y ultrajó, se le vejó en público y se le internó en un hospital. Tras ser liberado se posesionó en la Cámara de Representantes, asistió a una sesión y soportó el acoso de otros miembros de la Cámara que lo acusaron, sin pruebas y reproduciendo las mentiras de la Fiscalía, de ser un narcotraficante. Después, Santrich, Iván Márquez y otros desmovilizados de las FARC-EP volvieron a la guerra, fundando la Segunda Marquetalia. En 2021, Jesús Santrich, Romaña y El Paisa, combatientes de las FARC-EP que participaron en los diálogos de paz y se habían acogido a los acuerdos, fueron asesinados en territorio venezolano e Iván Márquez sufrió un atentado que destruyó parte de su cuerpo.
El entrampamiento fue una confabulación contra la paz, urdida entre la extrema derecha colombiana y el gobierno de Estados Unidos. Y a eso contribuyó Juan Manuel Santos porque desde la presidencia postuló a Martínez para el cargo de fiscal.
El montaje buscaba presentar a los guerrilleros como narcotraficantes, un anticipo de que el Estado colombiano no iba a cumplir los acuerdos. Para el efecto, se usaron millones de dólares falsos con el objetivo de involucrar a Iván Márquez, quien había sido el Jefe de la Negociación de Paz de la Habana. Se planeó llevarlo a una bodega, repleta de diez toneladas de cocaína, y allí capturarlo. Eso no se logró, pero si se consumó el montaje contra Santrich.
Fue clara la intervención de Estados Unidos, a través de la DEA y de su sistema judicial, para torpedear y destruir el proceso de paz. Para eso se alió con una entidad corrupta del Estado colombiano, lo que indica la poca soberanía de nuestro país.
El entrampamiento buscaba hacer todavía más inoperante a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), porque en la sombra actuaban agentes “mexicanos” que intentaban sobornar a magistrados de esa Jurisdicción con dos millones de dólares para que Santrich no fuera extraditado, con lo cual se pretendía mostrar que aquélla había sido sobornada y no tenía ninguna credibilidad. Por esos mismos días, en la cárcel algunos guardias se acercaron a Santrich y le contaron que unos mexicanos, de la DEA, estaban ofreciendo dos millones de dólares para fraguar un supuesto plan de fuga. (Comisión de la Verdad, 2022; Urrejola, 2024).
Las consecuencias de ese golpe contra el proceso de paz han sido múltiples, pero solo destacamos dos. Supuso el regreso a la lucha armada de un contingente importante de antiguos guerrilleros de las FARC y la creación de la Segunda Marquetalia. Eso ha producido centenares de muertos, tanto de los combatientes, como los que han resultado de sus acciones. Significó la pérdida de credibilidad en el acuerdo en el conjunto de la sociedad colombiana, que fue bombardeada por los medios hegemónicos con las mentiras difundidas desde la Fiscalía. Que dos negociadores del Acuerdo de la Habana, incluyendo al Jefe del equipo negociador de las FARC, resultaran involucrados en el montaje demuestra lo que acontece históricamente en Colombia con quienes firman acuerdos con el Estado: se les traiciona, encarcela y mata.
Para corroborar el involucramiento de los Estados Unidos, en mayo de 2018 su Embajador Kevin Whitaker ‒que actúa como en tiempos del dominio colonial‒ señaló que los hechos con los que se entrampó a Santrich habían ocurrido después de la firma del acuerdo de paz y, por ende, no eran incumbencia de la JEP y concluyó que ésta no era competente en el caso de la extradición de Santrich. (García Agudelo, 2018) ¡Como en los viejos tiempos del imperio romano, cuando Roma locuta causa finita!
El entrampamiento reforzó el estigma sobre quienes firmaron el acuerdo, acentuó la división de las FARC, y supuso la desaparición del escenario político colombiano de importantes dirigentes de esa organización. Con esa artera maniobra, el bloque de poder contrainsurgente sacó del escenario político a Santrich y Márquez, quienes representaban al sector más radical de las FARC e iban a enfrentar los múltiples incumplimientos del acuerdo, entre ellos las transformaciones que fue experimentando la JEP.
Para destruir el acuerdo de paz, la Fiscalía recurrió a diversos procedimientos delictivos, entre ellos organizar el entrampamiento, suministrar la cocaína, permitir la actuación de miembros de la DEA en territorio colombiano, editar videos a conveniencia y suministrarlos a Estados Unidos, no dar el material solicitado por la JEP (de 24 mil videos solo les entregó 12) y manipular a la opinión pública. (Bolaños, 2020.)
El entrampamiento fue una maniobra orquestada para deteriorar el proceso de paz, tal como lo reconoció Juan Manuel Santos cuando afirmó que, si la paz con las Farc «resistió las mentiras y entrampamientos de Néstor Humberto y la DEA, aparentemente resiste todo […]. Hay que llegar al fondo de este sórdido asunto». (Las Dos Orillas, 2020). Algo que quedó en el puro deseo demagógico, porque la Fiscalía absolvió de cualquier cargo al personaje de marras que menciona Santos, un individuo funesto para la paz de este país y un servidor incondicional de los Estados Unidos.
De paso, debe mencionarse que el caso de Jesús Santrich, al que querían extraditar a Estados Unidos, no ha sido el único. Por ejemplo, el exguerrillero Aldemar Soto Charry fue extraditado a los Estados Unidos el 9 de agosto de 2024, luego de un montaje judicial por el estilo del orquestado contra Santrich. Sin ningún reparo y sin que le temblara la mano a la hora de estampar la firma que vulnera la soberanía nacional, Gustavo Petro dio visto bueno a la orden de extradición, con lo que se mantuvo fiel a la tradición entreguista (y pocas veces es tan literalmente preciso este término) de los gobiernos oligárquicos que lo antecedieron. [Resolver, 2024]
EL COMANDO SUR, COMO PEDRO POR SU CASA
América Latina es esencial para Estados Unidos que, como potencia en declive, requiere de las reservas mundiales de bienes naturales y energía que se encuentran en nuestro continente. Acá se encuentra, dice Laura Richardson, la Comandante del Comando Sur, «El 60% del litio del Mundo […]. Tienes crudo pesado, crudo ligero… elementos de tierras raras… el Amazonas… el 31 % del agua dulce del Mundo… Y hay adversarios que se aprovechan de esta región, todos los días, justo en nuestra vecindad. Y yo sólo veo lo que ocurre en esta región en términos de la seguridad de la patria, en los Estados Unidos». [González y Toro, 2024].
En la agenda de seguridad de Estados Unidos deben enfrentarse las «influencias malignas» de China, Rusia e Irán en el hemisferio occidental porque, según Mark Milley, Jefe del Estado Mayor Conjunto de los Estados Unidos, «este hemisferio nos pertenece a nosotros y a nadie más, y estamos hombro contra hombro en esta causa común para proteger a nuestro hemisferio de cualquier amenaza internacional». [El Cohete a la Luna, 2021].
Los comandantes del Comando Sur se pasean por América Latina como Pedro por su casa. Su «actividad diplomática» supera a la del resto del aparato civil, burocrático y administrativo de Estados Unidos en la región y es clara la preponderancia que Estados Unidos le ha dado a Miami, sede del SouthCom, sobre Washington en cuanto a la toma de decisiones con respecto a América Latina. A los jefes de ese Comando se les trata cual si fueran virreyes cuando vienen a inspeccionar sus dominios. Así, «en tiempos del imperio romano, el procónsul era el administrador provincial por delegación del cónsul. Al parecer, en los lazos entre Estados Unidos y Latinoamérica, el Comando Sur viene desempeñado esa función; una función claramente consentida por la región». (Tokatlian, 2024).
Colombia es prioritario para el Comando Sur, al punto que, según su jefe en 2018, el almirante Kurt Tidd, «hoy en día es inconcebible que permitamos cualquier disminución de nuestros lazos con Colombia». [López y Rivas, 2018]. En términos estratégicos, nuestro país es fundamental para el Comando Sur por su envidiable situación geográfica, con importantes recursos y cabeza de playa para agredir a otros países de la región, pero también por una dilatada experiencia de lucha contrainsurgente de 70 años, en la cual se destaca la presencia de Fuerzas de Operaciones Especiales de Estados Unidos. La injerencia del Comando Sur en tiempos recientes se facilita por la desmovilización del grueso de las FARC-EP, con lo que quedaron despejadas vastas regiones del país para la libre acción de tropas extranjeras y para la implantación de empresas extractivistas en el sector minero y energético.
Colombia es clave en algunos de los nuevos retos de «seguridad hemisférica» que postula Estados Unidos: detener el avance de los nuevos y «malignos agresores» (China, Rusia e Irán); perseverar en la guerra eterna contra las drogas, el pretexto para asegurar presencia militar y contrainsurgente en la región; preparar la agresión a países vecinos, especialmente a Venezuela; detener el flujo de migrantes hacia la «pesadilla americana» y afrontar los desastres naturales y los efectos del cambio climático.
Tras la firma del acuerdo en 2016, como clara muestra del postulado central del gobierno de Juan Manuel Santos de que no sería revisada ni la doctrina militar ni la política de seguridad del Estado colombiano, se dieron dos pasos que reafirmaron la sumisión frente a los Estados Unidos: la inclusión en la OTAN y la renovada presencia del Comando Sur en territorio colombiano. Dos muestras claras de la pérdida de la soberanía nacional, lo cual suministra combustible para la guerra interna, que se mantiene en el país y además convierten al territorio colombiano en una base para la guerra no convencional (hibrida o de quinta generación) que Estados Unidos libra contra la República Bolivariana de Venezuela.
La injerencia de los Estados Unidos se expresa en varios hechos de los últimos años que minan aún más nuestra exigua soberanía. El 31 de mayo de 2018, en el gobierno de Santos, Colombia ingresa a la OTAN, siendo su primer socio latinoamericano. A finales de mayo de 2020, un acuerdo entre Estados Unidos y Colombia dispuso que militares del Comando Sur entrarán al país para colaborar en la lucha contra las drogas. En efecto, en ese año ingresó una Brigada de Asistencia de las Fuerzas de Seguridad (SFAB por sus siglas en inglés), formada por cien soldados. Esto se realizó en un momento en que Estados Unidos acentuó su política de intromisión en Venezuela y un mes después de la fracasada Operación Gedeón, una acción de mercenarios de una empresa privada de Estados Unidos, que partió de territorio colombiano. Un comunicado de la Embajada de Estados Unidos en Colombia anunció la llegada de esas tropas: «Cabe mencionar que es la primera vez que esta brigada trabaja con un país en la región de Latinoamérica, hecho que reafirma una vez más el compromiso de los Estados Unidos con Colombia, su mejor aliado y amigo en la región». [Embajada de Estados Unidos en Colombia, 2020].
En julio de 2023 se realizó, en las bases navales de Cartagena, Barranquilla y Coveñas, la Versión No. 64 de la Operación Unitas, un ejercicio de guerra convencional que Estados Unidos promueve desde 1959 y que coordina el Comando Sur. (Saumeth, 2023).
En enero de 2024, la fuerza Naval de Colombia ingresa a la Fuerza Marina Combinada, en la que participan 41 países, que es liderada por los Estados Unidos y cuyo principal centro de operaciones en la actualidad es el Oriente Medio. También se han realizado los llamados ejercicios Mares del Sur 2024, con participación de las armadas de Colombia, Brasil, Chile, Ecuador, Perú y Paraguay [¡que no tiene mar!], con participación de un portaviones nuclear de Estados Unidos, El Washington, y liderado por el Comando Sur. (Armada de Colombia, 2024).
El establecimiento de dos bases militares de Estados Unidos en territorio colombiano adquiere especial relieve, como indicador de la continua injerencia militar de Estados Unidos.
La construcción de una Subestación de Guardacostas en la Isla de Gorgona, una base militar naval que va a contar con una torre (ya está construida), un radar militar, un muelle de 182 metros de longitud, edificios de tipo administrativo, casas para alojar a 28 infantes de marina, cocina y un tanque de almacenamiento de 5000 galones de gasolina. Este proyecto lo financió Estados Unidos durante el gobierno de Juan Manuel Santos. Esta base está inscrita en la política del Comando Sur de controlar el corredor Marino Pacífico Tropical Oriental, parte de su disputa con China por el dominio del Pacífico, océano que se ha convertido en epicentro de la economía mundial. En ese corredor se incluyen el Archipiélago de las Galápagos, las islas Malpelo y Gorgona de Colombia, Coiba de Panamá y Coco de Costa Rica. (González y Toro, 2024).
El gobierno de Gustavo Petro aduce que este proyecto reafirma la soberanía, la defensa del medio ambiente, la lucha contra el narcotráfico e impulsa el ecoturismo y la investigación científica. Es curioso que se diga que el proyecto reafirma nuestra soberanía, cuando sirve a los intereses geoestratégicos de los Estados Unidos en su lucha mundial con China y, además, no es un acuerdo ambiental sino un pacto militar, en donde Colombia está subordinado a los intereses geopolíticos de Estados Unidos. Aunque se afirme que la base naval de Gorgona será manejada por el Estado colombiano y sus fuerzas armadas, en esencia está subordinada a un plan coordinado por Estados Unidos para satisfacer sus propios intereses dentro de su estrategia marítima de controlar los bienes naturales, en una lógica propia del «extractivismo marino».
Y la otra injerencia directa se presenta en el Amazonas, donde la Asamblea Departamental expidió una ordenanza, fechada el 3 de marzo de 2024, en la que se faculta a la Policía Nacional para instalar una Unidad Policial de 8.7 hectáreas, que es financiada por Estados Unidos, con un monto de 5 millones de dólares, a través de la Sección de Asuntos Antinarcóticos y Aplicación de la Ley, la misma entidad que financia el proyecto en Gorgona. El pretexto, el de siempre: la lucha contra el narcotráfico y otros delitos transnacionales. En Amazonas funcionará una poderosa unidad de policía que tiene entre sus componentes el uso de alta tecnología «para el procesamiento, análisis y explotación de recursos de información geoespacial (imágenes de satélites, sensores aerotransportados, radar, lidar, sar, fotografía aérea)» y contará con «servidores de hiperconvergencia y de almacenamiento robusto, alta conectividad, además de equipamiento operacional (drones, sistemas aéreos remotamente tripulados) y de movilidad». (Pachón, 2024).
En estas condiciones, «Colombia ha terminado por consolidar su alineamiento con la estrategia de seguridad hemisférica estadounidense. La cooperación entre ambos países enfatiza el objetivo de salvaguardar la integridad del espacio aéreo regional, nacional y mejorar la seguridad de la región». (Rodríguez, 2024).
Con la base en el Amazonas, Estados Unidos persigue el control de áreas naturales estratégicas con sus recursos (agua, bosques, minerales, petróleo, biodiversidad…), esenciales para lo que Estados Unidos denomina su «seguridad hemisférica» y donde Colombia es una «aliada estratégica». Esta terminología burocrática del Comando Sur y de los Estados Unidos en general no puede ocultar la subordinación de Colombia a los intereses militares y geopolíticos de Estados Unidos, subordinación que reafirma el gobierno del Pacto Histórico.
Un último elemento está referido a las migraciones, uno de los nuevos desafíos de la «seguridad nacional» de Estados Unidos. Al respecto, ese país incluyó al Tapón del Darién como zona crítica del tráfico de personas. En lugar de atender las razones estructurales de la migración [hambre, pobreza, desigualdad, bloqueo a Venezuela y Cuba, efectos negativos de los planes de Ajuste Estructural del FMI y del Banco Mundial…] se le confiere un tratamiento militar. Por eso, se encomendó la misión a la Fuerza de Tarea Conjunta Alpha (JTFA), creada en 2021, y la Casa Blanca, fiel a su estilo del viejo oeste, ofrece una recompensa de 2 millones de dólares por información que ayude a capturar a los cabecillas del Clan del Golfo, un millón de dólares por información que contribuya a destruir sus mecanismos de financiación y cinco millones por ayudar a la captura de miembros del Clan que estén implicados en el ingreso de migrantes a territorio de Estados Unidos, a través del Tapón del Darién. (HRW, 2024; Voz de América, 2024).
Para que no queden dudas de la injerencia de Estados Unidos, y de la complacencia del gobierno colombiano, en enero de 2024 se anunció que la Policía de Nueva York abriría una oficina en Bogotá, «con el fin de ampliar sus trabajos de lucha contra el terrorismo, además de atender problemáticas como rutas migratorias, crímenes trasnacionales y narcotráfico. De acuerdo con la comisionada adjunta de Inteligencia y Contraterrorismo del Departamento de Policía de Nueva York (Estados Unidos), Rebecca Weiner, esta sede de avanzada llega como parte de su estrategia para combatir los problemas que perjudican a la capital colombiana». (Beltrán, 2024).
Y, para rubricar que la injerencia de la Policía de Nueva York va a ser la constante de ahora en adelante, bajo el pretexto de cuidar la COP16 realizada en Cali, el alcalde esa ciudad viajo a Estados Unidos con la finalidad «de intercambiar experiencias y lograr respaldo para esta importante conferencia mundial». El alcalde de Cali argumentó «que el conflicto internacional (sic) es otro de los factores en materia de seguridad para tener en cuenta, así como las disidencias de las Farc de ‘Iván Mordisco’» [Minota, 2024]. A ese paso, y como forma de declarar la ineficacia de la Policía Nacional de Colombia, la Policía de Nueva York, que no puede controlar el delito en la «capital del mundo», ahora va a estar presente en todas las ciudades de Colombia, entre otras cosas para enfrentar etéreos conflictos internacionales y perseguir disidencias guerrilleras. Que poco han cambiado las cosas luego de la firma de los Acuerdos de 2016, antes por lo menos se disimulaba la intromisión de los cuerpos policiales de los Estados Unidos, ahora los alcaldes de las ciudades colombianas sacan pecho, orgullosos por su servilismo incondicional con el decadente imperio estadounidense.
En conclusión, Colombia se ha convertido en un socio local clave de la «intervención moderada» de Estados Unidos, algo que se ha rubricado durante décadas por las alianzas tejidas durante el conflicto interno de Colombia, con una notable presencia de tropas, asesores, mercenarios y empresarios de la guerra, que hacen que, en Colombia, como decía Germán Castro Caycedo, soportemos en carne propia la «guerra ajena» del Comando Sur, presentada después de 1971 como la guerra mundial contra las drogas.
MERCENARIOS, DE COLOMBIA PARA EL MUNDO
Estados Unidos entrena a la policía y al Ejército de Colombia desde hace varias décadas, en la antigua Escuela de las Américas, hoy rebautizada SOA/WHINSEC. Entre 2000 y 2018, 107 mil militares y policías de Colombia recibieron entrenamiento en escuelas militares de los Estados Unidos y, en 2021, ese número fue de 697. Colombia es el país del mundo que más ha enviado militares y policías a aprender las técnicas de contrainsurgencia que allí les enseñan y cuando aquéllos regresan al país las aplican al pie de la letra, como lo demuestra el caso de los asesinatos de Estado, conocidos con la benigna denominación de Falsos Positivos. [FORP-SICSAL-SOA WATCH, 2020].
Los militares y policías colombianos son alumnos muy aventajados, tanto que Estados Unidos los ha convertido en los difusores de las técnicas que aprenden en sus escuelas de muerte, donde se les enseña a enfrentar a los viejos y nuevos enemigos del imperio. Ahora, los colombianos instruyen a otras policías del mundo en un proceso propio de la «exportación legal de seguridad», una nueva forma de mercenarismo que se aplaude y avala por los Estados Unidos, a lo que se agrega la contratación de mercenarios por compañías privadas para participar en diversos conflictos del mundo. Por eso, vemos a militares colombianos ‒formados en el Ejército y muchos de ellos pensionados (es decir, en uso de «mal retiro») en Ucrania, Yemen, Emiratos Árabes, Haití, Venezuela…
Los mercenarios colombianos son apetecidos porque están bien capacitados en la guerra irregular, de la que tienen una dilatada experiencia en nuestro país, con el ingrediente adicional de que son muy baratos en el mercado internacional de la muerte.
La exportación de mercenarios comenzó en 2009, cuando la empresa estadounidense Blackwater abrió una oficina en Bogotá y contrató a 7000 exmilitares que fueron destinados a Dubái. (Ospina-Valencia, 2021).
Los mercenarios criollos adquirieron notoriedad en 2021, a raíz del asesinato del presidente de Haití, Jovenel Moïse, un falso positivo de tipo internacional. De los 26 colombianos que participaron en ese asesinato, 13 habían sido soldados regulares del Ejército, dos habían sido investigados por haber participado en crímenes de guerra, siete habían sido entrenados en Estados Unidos y uno de ellos estaba vinculado a la DEA. «Uno de los mercenarios capturados, Manuel Antonio Grosso Guarín, era hasta hace dos años un militar colombiano, especialista en operaciones especiales y encargado de realizar operaciones estratégicas de alto costo, incluidos asesinatos». (Dobb, 2021).
El asesinato en Haití mostró a pequeña escala las características del mercado colombiano de mercenarios: exsoldados, entre 35 y 45 años, retirados o pensionados de las Fuerzas Armadas; algunos hablan inglés; están capacitados para matar; pilotean helicópteros y manejan armas sofisticadas; son contratados por empresas extranjeras, con la intermediación en Colombia de empresas reclutadoras, dirigidas por ex oficiales del Ejército.
El contingente de mercenarios se nutre del flujo de retirados del Ejército, unos diez mil por año. «Un soldado se retira preparado para la muerte, no para la vida. De su desamparo se nutre el mercado de los mercenarios», dice un exmilitar. Otro afirma: «Somos máquinas de guerra, para eso nos han entrenado. No sabemos qué ser además de eso». (Ospina-Valencia, 2021; Turkewitz y Kurmanaev, 2021).
Colombia se convirtió en un centro de adiestramiento de mercenarios como resultado del patrocinio de Estados Unidos y por la paramilitarización interna que impulsó el estado colombiano y que desde los tiempos de la Seguridad Democrática se quiso exportar a otros países de la región, con el claro propósito de agredir a la República Bolivariana de Venezuela y sabotear otros procesos democráticos en el continente. El hecho más conocido al respecto fue la Operación Gedeón en los primeros días de mayo de 2020, que se planeó en la Guajira colombiana, con la finalidad de secuestrar al presidente Nicolás Maduro. El organizador de esa operación criminal fue Jordan Goudreau, exsoldado de las fuerzas especiales de Estados Unidos, con un amplio prontuario en Irak y Afganistán. Estos mercenarios se entrenaron cerca de batallones militares de Colombia y de bases de los Estados Unidos, en una zona álgida de la frontera con Venezuela. En esa operación participaron miembros de la extrema derecha venezolana, protegidos por el gobierno de Iván Duque. (Presley, 2020; Vega, 2023).
El mercenarismo ha sido asumido por el Ejército y el Estado colombiano para enfrentar a los movimientos armados que no aceptaron el Acuerdo de Paz o que surgieron por el incumplimiento de lo pactado, como la Segunda Marquetalia. Algunos de sus mandos fueron asesinados en Venezuela en 2021 por mercenarios internacionales o por fuerzas militares de Colombia. A la cabeza de ellos se les había puesto precio de varios millones de dólares. Uno de los asesinados fue Jesús Santrich. «Al anunciar la muerte de Santrich en la aplicación de mensajería Telegram, las FARC publicaron una foto de la mano ensangrentada de Santrich, con el dedo meñique amputado, lo que sugiere que probablemente fue asesinado por mercenarios que buscaban cobrar una recompensa a cambio del dedo del guerrillero». (Dobb, 2021).
La consolidación del nexo militares colombianos-mercenarios internacionales se encuentra en Estados Unidos, país que capacita tropas y policías de Colombia para enfrentar las viejas y nuevas amenazas (rebeliones populares, gobiernos insumisos a los dictados de Washington, traficantes de drogas, crimen organizado, migrantes…). En esa perspectiva, las empresas privadas que Estados Unidos emplea para tercerizar la guerra contratan a pistoleros colombianos para hacer el trabajo sucio, porque son políticamente de derecha y se venden barato al mejor postor.
Eso se comprueba en Ucrania, donde exmilitares de Colombia convertidos en mercenarios de bajo costo, forman parte de las tropas que financian Estados Unidos y la OTAN, pura carne de cañón de sicarios de tez oscura, procedente de un país subdesarrollado que atizan una guerra ajena en la que no quieren pelear los blanquitos y de ojos azules nacidos en Ucrania, que han sido recibidos como turistas de primera clase en Estados Unidos y la Unión Europea. Esos mercenarios de Colombia están muriendo rápido, como moscas, porque en Ucrania la guerra si se libra contra otro ejército, y no contra humildes e indefensos campesinos o pobres de las ciudades, los adversarios a los que tiene la costumbre de matar el ejército colombiano y a los que suele bautizar con nombres elegantes, entre ellos el de «falsos positivos». [Neira, 2024].
Tras el asesinato del presidente de Haití se adujo que las bajas pensiones explicaban el auge del mercenarismo en Colombia. Sin embargo, el problema de fondo no es económico, es el tipo de formación anticomunista y contrainsurgente que se les da a las tropas en Colombia, que se refuerza con las disposiciones de Estados Unidos, en cuya Escuela de las Américas [SOA/WHINSEC] se les enseñan técnicas para perseguir y matar al «enemigo interno», no importa cuál sea el primero o el último de la lista (terrorista, guerrillero, narcoguerrillero…). Este es un resultado previsible de más de 70 años de guerra interna en Colombia, en donde las Fuerzas Militares han cobrado protagonismo y si la guerra se llegase a terminar desaparecerían sus prebendas y privilegios. De ahí la búsqueda incansable de nuevos enemigos internos para continuar la guerra en nuestro país.
El Estado colombiano impulsa la «industria mercenaria», mediante el ofrecimiento de recompensas por «neutralizar» (un eufemismo de asesinar) a comandantes de la insurgencia en diversas regiones del país e incluso del exterior. Esta práctica surgió en Colombia en la década de 1960 y se mantiene hasta el día de hoy, siendo el auge de los mercenarios una consecuencia del apoyo político que durante décadas se le ha dado a los paramilitares. Por ello, la presencia de mercenarios colombianos en el exterior es una prolongación de lo que se hace dentro del país, en donde el Estado patrocinó la privatización de la guerra mediante los proxis paramilitares, detrás de todo lo cual se encuentra Estados Unidos, quienes recomendaron, a comienzos de la década de 1960, que las Fuerzas Armadas de Colombia crearan grupos paramilitares para matar a los insurgentes.
CONTRAINSURGENCIA EN ACCION
Tras la firma del acuerdo de 2016, el Estado colombiano en lugar de eliminar la contrainsurgencia de su agenda política la ha afianzado, lo que se manifiesta de múltiples maneras: la obsesión del «enemigo interno», al que debe «neutralizarse» (matarse); la militarización de la vida cotidiana; la continuación de la guerra con la misma lógica que caracterizó la acción de las fuerzas armadas desde comienzos de la década de 1960; la narcotización del conflicto interno; y, por supuesto, la renovada intromisión de los Estados Unidos.
Militarización
La militarización de la vida cotidiana es un efecto perverso de largo plazo del conflicto interno. En lugar de atenuarse después de 2016 se acentuó en el gobierno de Iván Duque. Dos hechos del momento reforzaron ese militarismo institucional: la pandemia de Covid-19 y el paro nacional de 2021.
La pandemia fue un estado de excepción prolongado en la que se acentuó la presencia física de militares y policías en la vida cotidiana. En las ciudades controlaban el toque de queda forzoso que duró varios meses y perseguían a aquellos que lo transgredieran. Se incrementaron los crímenes de la policía, como lo ejemplificó el asesinato de Javier Ordoñez, que originó el Motín del CAI, cuando la ciudadanía enardecida de Bogotá y Soacha atacó 76 de esas instalaciones de la Policía. Y, en la brutal represión oficial que se desencadenó, la policía asesinó a 14 personas. (Cuestión Pública, 2021; Cuestión Pública 2021a; Vega, 2021).
Durante el paro se militarizaron las ciudades, se privilegió la represión sobre el dialogo sin prestar atención a los problemas de fondo que explican la inconformidad social. En los meses que duró la protesta se aplicaron nuevos métodos de represión, entre ellos se utilizaron helicópteros para agredir a manifestantes y se emplearon tanquetas que lanzan bombas aturdidoras y gases lacrimógenos en forma indiscriminada y hasta una distancia de 150 metros. (France24, 2021).
Recordemos que la policía no es una fuerza civil, está adscrita al Ministerio de Defensa y cumple funciones militares. Un componente fundamental de la policía es el ESMAD, responsable directo de muchos hechos de represión en distintos lugares del país en los últimos años, en especial durante el paro nacional. Las fuerzas especiales de la policía han sido capacitadas en los Estados Unidos, principalmente en la Nueva Escuela de las Américas, y participan en acciones contrainsurgentes, de las que presumen ante la opinión pública. La policía colombiana es un poder militar contrainsurgente y hechos recientes lo confirman: reuniones entre el Director de la Policía Nacional con la directora de la DEA en donde el primero propone extraditar a los comandantes de las disidencias de las FARC a Estados Unidos y acusarlos de narcotraficantes; la policía proclama que con las armas que suministrará Estados Unidos se atacará a esas disidencias en el Cauca. (Jiménez, 2024; DNEWS, 2024).
En las zonas más alejadas del centro del país e incluso en los barrios pobres de las ciudades, escenarios de la guerra, la presencia del Estado es primordialmente de tipo militar, al ocupar con tropas los territorios, sin que exista inversión social que beneficie a la población local. Como si nada hubiera cambiado en los últimos años, se mantienen las campañas cívico-militares y en ciertas regiones los soldados se desempeñan como profesores.
Las Fuerzas Armadas cuentan con un abultado presupuesto para mantener la guerra interna, lo que tiene consecuencias fiscales para el país. Se mantiene el Servicio Militar Obligatorio para los sectores más pobres de la población. Las Fuerzas Armadas son gigantescas y con muchos privilegios, aunque haya habido una mínima reducción del pie de fuerza: en 2017, contaban con 465,000 miembros, 190,000 policías y 275,000 militares repartidos entre el Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea; en 2022, el Ejército Nacional contaba con 240.000 miembros y la policía con 141.000. En este año el presupuesto destinado a las fuerzas armadas correspondía al 12% del presupuesto nacional y al 4% del PIB. (Otero, 2018; Saumeth, 2022).
Las Fuerzas Armadas mantienen la doctrina, la estructura de mando y la mentalidad con la que enfrentaron la guerra hasta 2016, es decir, una lógica contrainsurgente, aunque hayan esbozado una supuesta modernización a través de la llamada Doctrina Damasco. Como parte de esa mentalidad se ha establecido una métrica del éxito: número de muertes del enemigo («dados de baja» o «neutralizados» se dice en el lenguaje castrense), combatientes capturados y bombardeos de alta precisión sin importar que se masacre niños y adolescentes, los que se justifican con el supuesto de que se está acabando con una «máquina de guerra».
Unos 70 mil soldados protegen las minas y pozos petroleros de las multinacionales. Esto supone la militarización de los territorios so pretexto de que es necesario proporcionarle seguridad a la inversión extranjera. En Arauca, se encuentra un soldado por cada 30 habitantes, la mayoría de los cuales protegen el oleoducto caño Limón-Coveñas. Como, en realidad, esas empresas despojan a los habitantes locales, los expulsan de sus territorios y destruyen sus economías locales, la presencia militar resguarda los intereses de esas empresas y reprime cualquier forma de protesta de los pobladores locales. (Martín y Vega, 2016; Crisis Group, 2022).
La militarización de la vida cotidiana corre paralela a la generación de miedo entre la población del mundo urbano, que amplifican los grandes medios de desinformación. Perros guardianes y antiexplosivos son comunes en barrios de clase media, en oficinas públicas, en universidades, en empresas. La militarización es la otra cara de la implantación de una sociedad del miedo, un miedo contra los nuevos enemigos de las gentes de bien: los pobres.
El fracaso de la militarización radica en confundir los pretendidos éxitos inmediatos ‒cuando se mata a un mando de una organización insurgente‒ con sus efectos a largo plazo, que generan nuevos ciclos de guerra, como en el que nos encontramos en estos momentos.
El «nuevo enemigo» interno
La idea de enemigo interno no ha desaparecido de la mentalidad de militares, policías y muchos dirigentes políticos y eso se comprobó durante el paro nacional de 2021. La represión de esta movilización popular dejó un saldo sangriento: 80 asesinatos, 60 agresiones sexuales, centenares de heridos, decenas de desaparecidos…, siendo los principales responsables la Policía Nacional, El Esmad y civiles armados (paramilitares urbanos). (Prieto, 2021).
Para justificar dicha represión afloró el coco del «enemigo interno», compuesto por gente de extracción popular, principalmente jóvenes, habitantes de barriadas marginales, de la generación de los NINIS, que ni trabajan ni estudian.
Esa es la óptica que ha prevalecido en Colombia, después del 9 de abril de 1948, para tratar los conflictos sociales (huelgas, paros, movilizaciones, tomas de tierras, bloqueo de vías…) y, casi sin excepción, las protestas se liquidan a sangre y plomo. Se creía que eso había cambiado con la firma del acuerdo de paz de 2016, pero el paro de 2021 demostró que la protesta social se enfrenta con los métodos de la contrainsurgencia. A los que protestan y a la población civil se les trata como si fueran combatientes armados y se les califica de «vándalos», «guerrilleros», «delincuentes»… Así se hizo en Cali y en otros lugares de Colombia en 2021, donde se aplicó la lógica de guerra interna, represión y criminalización. En el alto gobierno, sus voceros más belicosos aseguraban que no existían razones para protestar y que todo era una conspiración del movimiento insurgente, además financiada por Caracas y Moscú. Así lo ha dicho Diego Molano, Ministro de Defensa en el gobierno de Iván Duque: «Los de la primera línea estuvieron financiados por el Pacto Histórico, financiados por el ELN, por las disidencias de las Farc y por plata del microtráfico […] las disidencias de las Farc financiaron y apoyaron todos los desmanes que se presentaron en Bogotá». (Semana, 2023; Molano, 2023).
No podía faltar el coco del enemigo externo que financia y apoya a los «vándalos locales», que en otra época se denominaba el Comunismo Internacional, la URSS o Cuba. El mismo personaje citado se atrevió a insinuar que las protestas eran apoyadas por la Rusia de Putin desde las Redes Sociales y con ciberataques perpetrados desde Venezuela. Al respecto, El Tiempo, un vocero histórico de la contrainsurgencia, amplificó esos señalamientos: «Las autoridades siguen tras la pista del que sería un gran entramado para desestabilizar el orden público y la democracia en Colombia con apoyo de ciudadanos rusos que, incluso, habrían girado recursos a grupos que estuvieron detrás de los disturbios y daños de las protestas más recientes en el país, y de las de 2019». (Unidad Investigativa, 2022; Molano, 2023).
Esta represión se explica, en gran medida, porque después de 2016 no se produjo ninguna reforma en la policía, que sigue siendo un cuerpo militar fuertemente represivo, y recibe instrucciones en escuelas militares de Estados Unidos, con la doctrina de combatir al enemigo interno que, supuestamente, es el responsable de las protestas sociales. El proceder represivo de la policía y del Ejército está cobijado por la impunidad, entre otras cosas, avalada durante el paro por el gobierno de Estados Unidos, el que reiteró su apoyo a Duque, sin condenar la represión, algo llamativo porque cuando se trata de los «Estados canallas» [Venezuela, Cuba, Rusia, Irán…] se protege a los opositores de extrema derecha por criminales que sean.
Se acentúa la narcotización y despolitización del conflicto interno
En los últimos años se ha acentuado la narrativa de que ya no hay conflicto armado interno y lo que existen son grupos criminales que obtienen rentas de actividades ilícitas. La narcotización del conflicto se deriva de la «guerra contra las drogas», impulsada por Estados Unidos, y es un sofisma que refuerza la contrainsurgencia en nuestro país. Ese discurso avaló la presencia de Estados Unidos en el conflicto, facilitó la estigmatización de las comunidades que producen hoja de coca y ha sido un instrumento para deslegitimar el origen estructural, social, económico y político de nuestro largo conflicto armado. Con ello, el bloque de poder contrainsurgente no asume ninguna responsabilidad por la desigualdad en el campo y la ciudad, la exclusión política, la injusticia…, y reduce el conflicto a un asunto delincuencial. Narcotizar el conflicto es despojarlo de su carácter político y obstaculizar salidas negociadas con los actores insurgentes y persistir en la vía militar como pretendida solución a complejas realidades socio-territoriales que imperan a lo largo y ancho del país.
En lugar de un conflicto político, en el que priman factores ideológicos, se le presenta como una amenaza narcoterrorista en la que los grupos insurgentes son ejércitos criminales que se dedican a una actividad ilícita y donde supuestamente habría desaparecido cualquier principio ideológico. Con este presupuesto se fortalece el aparato militar, tecnológico, económico y cultural de las Fuerzas Armadas a las que se les presenta como la encarnación del «bien» contra el «mal», que representan los grupos insurgentes. Es un discurso seudo moralista que no encara el hecho de que los Estados Unidos, el Estado colombiano y sus instituciones, entre ellas las militares, son corresponsables en la consolidación de la industria de los narcóticos en nuestro país.
Con esta lógica, cae de perlas la intervención de Estados Unidos encubierta con el pretexto de su guerra contra las drogas ‒que ha sido inútil desde el punto de vista social y económico por sus terribles costos humanos y ambientales para Colombia‒ siendo una excusa –exitosa por lo demás- para mantener su injerencia en los asuntos internos nuestro país socavando nuestra soberanía, con el aval del Estado colombiano y sus clases dominantes (el bloque de poder contrainsurgente).
La guerra que Estados Unidos le declaró a las drogas es un dispositivo de represión, de estigmatización, de criminalización que pretende anular a los actores políticos que han planteado algún tipo de resistencia a la dominación oligárquica en nuestro país. Se sustenta en el prohibicionismo, a partir del cual se justifica la militarización de las regiones y se da por válida y legítima la intervención contrainsurgente de los Estados Unidos. Con esto se pretende matar dos pájaros de un tiro: a las comunidades campesinas y a la insurgencia, con la pretensión de negar la desigualdad y miseria del mundo rural colombiano.
En síntesis, «Esa construcción de nuevo enemigo con el prefijo de “narco” tuvo como objetivo despolitizar al movimiento insurgente en el país. Anularlos como organizaciones político militares y solo venderlos ante lo nacional e internacional como ejércitos depredadores de rentas ilegales, a los cuales no debía ofrecérseles opciones de negociación política sino acabarlos solo por la vía militar». (Majbub, 2023). Así se ha justificado el todo vale, la norma que caracterizó el gobierno de Iván Duque, de bombardear y matar niños, de pretender el relanzamiento de la guerra química con el uso de glifosato y de perseguir a las comunidades campesinas, a las que se considera como simples narco-cultivadores aliados a los «terroristas».
Después de 2016 el conflicto interno se mantiene debido a errores en el acuerdo, a perfidias y traiciones, que son características inherentes al Bloque de Poder Contrainsurgente, a no reconocer ni plantear soluciones reales a las causas que dieron origen al conflicto armado. Desconocer esta realidad y acudir al trillado y fallido sofisma de que ahora solo hay criminales que buscan lucrarse del negocio de los narcóticos es echarle gasolina al conflicto, que mantiene características de la época de la guerra fría y se explica por asuntos sociales, económicos y políticos. Esa realidad hace inútiles los calificativos estigmatizantes que emplean ciertos académicos y asesores de seguridad como GAO (Grupo Armado Organizado), GDO (Grupo Delincuencial Organizado), Organizaciones Residuales, «Multicrimen». «En Colombia hay actualmente guerrillas ⎼antiguas y nuevas⎼, mercenarismo paramilitar (legal e ilegal, nacional e importado) y contrainsurgencia estatal (legal e ilegal), sin detrimento de las innegables transformaciones de todas estas expresiones en la actual etapa del conflicto y aunque ciertas realidades regionales alteren sustancialmente el grado y dinámica de confrontación». [Tolosa, 2022].
El gobierno del Pacto Histórico ha cumplido un nefasto papel en el desdibujamiento del carácter político de la rebelión armada de dos maneras: por una parte, al catalogar en forma apresurada a todo el movimiento insurgente como delincuentes que ya no tienen motivaciones ideológicas (Gustavo Petro a menudo los califica de “traquetos”); y, de otra parte, al nombrar “gestores de paz” a reconocidos paramilitares, entre los cuales se encuentran asesinos, violadores, responsables de masacres, despojadores de tierras…Resulta lamentable que la Paz Total sea la política en la que de noche todos los gatos son pardos, puesto que se borran las fronteras políticas entre guerrilleros y paramilitares y a estos últimos se les legitime histórica, social y políticamente al graduarlos de “pazologos”, como si su acción criminal pudiera ser olvidada en aras de alcanzar una nebulosa reconciliación entre los colombianos. No hay reconciliación posible en medio de la impunidad y el olvido de los pavorosos crímenes de los paramilitares [los armados y los vestidos con frac y corbata] que, además, siguen operando a lo largo y ancho del territorio colombiano.
De otra parte, Estados Unidos, a través del Comando Sur, insiste en su guerra contra las drogas, ahora con la inclusión de nuevos productos entre los cuales se destaca el fentanilo, con lo cual mantiene la lógica contrainsurgente en nuestro país y eso determina el comportamiento de las Fuerzas Armadas en Colombia. La General Laura Richardson lo dice: «El ejército colombiano está intentando […] contrarrestar a las organizaciones criminales transnacionales, están haciendo un gran trabajo. Estoy muy orgullosa de todo lo que hacen». (El Comando Sur y la Guerra Ajena, 2024).
Es un gran trabajo de violencia y de brutalidad, en el que participan directamente militares, asesores, contratistas y mercenarios de Estados Unidos. Ellos realizan sus fechorías habituales, entre ellas la violación de niñas colombianas, una expresión del Imperialismo Sexual que analizamos y denunciamos hace diez años. A propósito de ese asunto, el presidente Gustavo Petro ha dicho: «He pedido que una comisión del ICBF (Instituto Colombiano de Bienestar Familiar) y de Presidencia se desplace inmediatamente al Guaviare y atienda las denuncias de violaciones a menores de edad. Este horror lleva años estimulado por la impunidad». Están involucrados 118 militares colombianos y un militar de los Estados Unidos, responsable de la violación de una niña indígena en el Guaviare, que se alojaba en un batallón del Ejército. Del militar estadounidense no se conocen sus datos personales ni su grado, algo típico de la licencia con la que cuentan estos soldados gringos que violan a mujeres colombianas con toda la impunidad a su disposición. (Semana, 2023a). La denuncia de estas acciones de militares de Estados Unidos se encuentra entrelíneas en otro mensaje de Petro: «¿Hay una dignidad de la Patria? ¿Hay una dignidad de la madre tierra? Sí, y mil veces sí. La dignidad de sus mujeres y sus niñas que nadie debe mancillar». (Reyes, 2023).
La guerra contra las drogas, en su versión contrainsurgente a la colombiana, no resuelve los problemas vitales del país. Es necesario pensar en otro tipo de política en donde se acepte que no es posible un mundo sin cocaína, marihuana y opio. De lo que se trata es de regular esos mercados, legalizar esas drogas, hoy ilícitas, y dejar de lado la carga de una guerra ajena, confeccionada en Estados Unidos como forma de mantener su dominio en la región, de garantizar una militarización eterna y de apropiarse de las vastas riquezas naturales del país y del continente.
Esa guerra se sigue centrado en atacar el eslabón más débil de la cadena, el de los productores ‒campesinos cocaleros‒ que se encuentran en nuestro territorio, sin perseguir a los demás sectores que están involucrados en el negocio transnacional, como son los productores de insumos químicos y los distribuidores al por mayor, ligados al capital financiero.
Contrainsurgencia: una invariante colombiana
La contrainsurgencia en Colombia parece ser una invariante, algo así como una realidad que nunca se transforma, aunque haya arreglos de tipo cosmético. Eso se explica porque las Fuerzas Armadas han sido adoctrinadas durante décadas en la lógica contrainsurgente y anticomunista del enemigo interno y de protegernos, supuestamente, de las agresiones externas que enfrenta la «nación colombiana». Ese adoctrinamiento es interno, se reproduce en los cuarteles y batallones militares que hay en el país y es externo, porque eso es lo que se enseña en las escuelas militares de los Estados Unidos, a donde se adiestra a la alta y media oficialidad de la Policía y Ejército.
Ejemplos de ese comportamiento contrainsurgente abundan, pero solo recordemos uno: el asesinato del desmovilizado de las FARC Dimar Torres, que ocurrió el 22 de abril de 2019, en Convención (Norte de Santander). A este lo asesinaron por orden del teniente coronel Jorge Armando Pérez Amézquita, Comandante del Batallón de Operaciones Terrestres No. 11, adscrito a la Fuerza de Tarea Vulcano. El motivo fue la venganza por la muerte de un soldado en un campo minado, un hecho con el que el desmovilizado nada tuvo que ver. Soldados al mando de ese oficial, que habían planeado su asesinato por WhatsApp, le propinaron cuatro disparos de fusil y luego cavaron una fosa común a donde iban a enterrarlo. «A ese man (¡sic!) no hay que capturarlo, hay es que matarlo porque no aguanta que se vaya de engorde a la cárcel», dijo el coronel. «El grupo de WhatsApp se llamaba ‘Dimar Torres’ y allí Gómez Robledo fue dejando constancia de las rutinas de su futura víctima: dónde quedaba su casa, qué recorridos hacía en su moto Suzuki negra, modelo 2013, a qué hora salía a jornalear, en qué momento almorzaba o se iba a dormir. Hasta puso fotos del Facebook de Dimar y sus familiares. Y todo eso sin una orden judicial». El Ministro de Defensa, Guillermo Botero, informó del hecho diciendo que Dimar Torres había muerto porque intentó desarmar a un soldado, un negacionismo típico en la historia contrainsurgente de la Colombia contemporánea. (Guarnizo, 2019).
Este ejemplo indica hasta dónde llega el adoctrinamiento contrainsurgente de las Fuerzas Armadas, en la que se destacan comportamientos exportados al país por los Estados Unidos desde los tiempos de la Guerra de Corea: el conflicto interno es un asunto puramente militar, hay que bombardear a los «bandoleros» [jerga de la década de 1960], ponerle precio como en el lejano oeste a los «cabecillas», realizar campañas para neutralizar «objetivos de alto valor» (eufemismo castrense para no decir asesinar a dirigentes guerrilleros), la población civil es cómplice de la insurgencia o son «guerrilleros desarmados»…
Esa contrainsurgencia la sigue alimentando Estados Unidos, algo que se ha hecho muy notable en los últimos años por el protagonismo de los jefes del Comando Sur en sus periódicas visitas al país, en las que imponen la agenda de Washington a nivel continental y local. La política de Estados Unidos que refuerza la lógica contrainsurgente de las Fuerzas Armadas Colombianas se apoya en la narcotización del conflicto y en su política de mano dura, no importa el precio humano que acá deba pagarse. En esa dirección, las fuerzas armadas se dedican a erradicar cultivos de coca y atacar a los grupos armados, buscando matar a sus comandantes.
Y esto es lo que hacen todos los gobiernos, aunque digan y anuncien lo contrario, como le está sucediendo al gobierno de la Colombia Humana, como muestra de que existen dos realidades: una, la de los discursos y declaraciones en Bogotá, y, otra, la de las operaciones cotidianas del Ejército que mantienen su propia inercia contrainsurgente, a la que finalmente se sujetan los gobiernos. Eso convierte al Ejército en el guardián de la seguridad en los campos colombianos y en el instrumento preferido para afrontar cualquier emergencia: epidemias, desastres naturales, delincuencia, conflictos armados, protestas sociales, protección de infraestructura, ayuda humanitaria y lo que salga en el camino. Son la única presencia estatal en el 60% del territorio colombiano donde el Estado nunca llega. Un comandante militar lo dijo con franqueza: «No hay solución militar para el conflicto acá. Pero somos la única manifestación del Estado que llega». [Crisis Group, 2022).
Eso se comprueba en el Departamento del Cauca, donde el gobierno lanzó el Plan Cauca, el cual se asemeja al Plan de Consolidación Integral de la Macarena, una estrategia contrainsurgente de 2007. El proyecto se basa en la idea de una intervención integral del Estado, entendido como una acción de las Fuerzas Armadas y algunas transformaciones territoriales. Una comparación entre los dos planes muestra la perpetuación de la lógica contrainsurgente:
Comparación entre el Plan de Consolidación Integral de La Macarena y la Misión Cauca
| Plan Integral de Consolidación Macarena – 2007 | Misión Cauca -2024 | |
| Antecedentes | Paz fallida del Caguán y zona de despeje. Farc fortalecidas militar y económicamente. | Paz fallida de los ceses al fuego en el marco de la Paz Total. Expansión militar y económica del EMC |
| Situación FFMM | Aumento de capacidades de FFMM Ofensiva FFMM- Plan Patriota Creación Fuerza de Tarea Omega | Pérdida de capacidades de FFMM. Operación Trueno- Reactivación de operaciones ofensivas. Creación Comando Específico del Cauca en el 2020 |
| Situación Farc// EMC | Zona de retaguardia Bloque Oriental | Zona de Retaguardia Bloque Occidental Jacobo Arenas (EMC) |
| Economías Ilícitas | Enclave Cocalero. Combinación de erradicación manual y aspersión aérea. | Enclave Cocalero y de Marihuana. Nueva Política de Drogas y estancamiento del PNIS |
| Inversión Social e Infraestructura | 360 mil millones de pesos | 212 mil millones de pesos |
| Rol de la Sociedad Civil | Consejos de Gobernabilidad y Participación | Gobierno con el Pueblo- Ecosistemas de Paz |
FUENTE: (Mantilla, 2024).
En la «Contrainsurgencia humana» puede haber matices que la diferencian del Plan uribista de 2007, tales como que el poderío militar de las FARC no era comparable al del EMC y está por verse si los costos humanos serán similares a la violación de derechos humanos y estigmatización de las comunidades afectadas en una de las retaguardias de las FARC hace quince años. Ni siquiera en el Plan de Uribe Vélez los militares tenían tanto poder como el que se les concede en la Misión Cauca: «Obras públicas sin licitación, dineros administrados por militares, programas sociales liderados por militares. Todo ello en una suerte de ‘departamento social de las Fuerzas Militares’ como lo dijo el propio presidente, lo que concentra aún más poder en las FFMM y aumenta la militarización». [Mantilla, 2024].
En términos prácticos no se ve nada bien que en masa los ministros del gabinete de la Colombia Humana desembarquen en aviones de combate, camuflados con uniformes y atuendos militares, para permanecer unos cuantos minutos en El Plateado (Cauca) y presenten ese lamentable hecho de tipo cosmético como un gran logro en la política de Paz Total del gobierno de Gustavo Petro. Esta ostentación de fuerza, que intenta legitimar a las desprestigiadas fuerzas armadas de Colombia, algo que se suponía no debería hacer un gobierno “progresista”, no se diferencia en nada de la propaganda tradicional de la contrainsurgencia en nuestro país desde el desembarco de tropas en Marquetalia en 1964. Con esa grotesca acción militar, que se encubrió con camuflaje “civil” por la presencia de ministros en el Cauca, sesenta años después se sigue operando con los mismos procedimientos de contrainsurgencia que tanto daño le han hecho a este país, no han impedido la guerra interna y han alimentado la rebelión popular en campos y ciudades.
Pese a los anuncios electorales, la contrainsurgencia en Colombia se mantiene por el peso de los militares en la vida nacional, la persistencia de la idea del enemigo interno, la narcotización del conflicto y la presencia de Estados Unidos.
No por casualidad, altos mandos de la Policía y el Ejército anuncian el plan para matar a Iván Mordisco, máximo comandante de la EMC, a quien ya mataron una vez. (Méndez, 2024). Eso no importa, porque como a Tirofijo y los gatos hay que matarlos siete veces. Así, se repite el círculo interminable que empezó hace 70 años de matar a los dirigentes, pretendiendo que con el descabezamiento de los grupos insurgentes se solucionan los problemas estructurales de la sociedad colombiana. Ese círculo vicioso se perpetúa sin que se haya logrado terminar con la violencia ni con la lucha insurgente. Valga recordar la Elegia a Desquite de Gonzalo Arango, en la que el poeta decía: «Yo pregunto sobre su tumba cavada en la montaña: ¿no habrá manera de que Colombia, en vez de matar a sus hijos, los haga dignos de vivir?». Esa pregunta sigue tan actual como hace casi 60 años ‒cuando se escribió el poema‒ porque las lógicas contrainsurgentes se mantienen incólumes. Se han matado a Raúl Reyes, el Mono Jojoy, Alfonso Cano y a cientos de comandantes guerrilleros de las FARC y del ELN, pero el problema sigue en pie: el de la desigualdad y la injusticia, caldo de cultivo de la rebelión y que lleva a tantos colombianos a empuñar las armas. Ahora, eso mismo se plantea hacer con Iván Mordisco y otros comandantes que aparezcan en el camino. Pero sigue resonando la trascendental profecía de Gonzalo Arango: «Si Colombia no puede responder a esta pregunta, entonces profetizo una desgracia: Desquite resucitará, y la tierra se volverá a regar de sangre, dolor y lágrimas».
La contrainsurgencia por más que elimine a «objetivos de alto valor» [los Desquites de nuestro tiempo] con el respaldo abierto de Estados Unidos, no podrá evitar que nuestra tierra se siga llenando de sangre, dolor y lágrimas, mientras no se solucionen las causas estructurales que han dado origen a nuestro interminable conflicto interno.
CONCLUSIONES
Después de la firma del Acuerdo de Paz de 2016 hay factores estructurales del conflicto interno en Colombia que no se han modificado y que continúan siendo el combustible que aviva el fuego de la violencia interna. Nos hemos concentrado en la injerencia de Estados Unidos y en la contrainsurgencia, una especie de invariante colombiana, inmune a cualquier acuerdo de paz.
En el Acuerdo de 2016 no se tocó la doctrina militar ni se cuestionó la dependencia permanente del país respecto a Estados Unidos y ahora la injerencia de esa potencia se ha reforzado, y se evidencia con la actuación del Comando Sur, que desde hace décadas convirtió a Colombia en su principal base de operaciones. Esto se reafirma con la proyectada construcción de dos bases militares, con directa participación de Estados Unidos y para su propio beneficio, una en la isla Gorgona y otra en territorio amazónico.
La injerencia de Estados Unidos perpetúa el conflicto y genera violencia a gran escala, como lo comprueba el entrampamiento urdido contra Jesús Santrich. Este hecho fue tramado entre la DEA y la Fiscalía General de la Nación, en un claro atentado contra la paz, recién firmada con las FARC, y una muestra de que Colombia no es un país soberano y depende de lo que se dictamine en Washington, que cuenta con aliados internos en nuestro país, aquellos que quieren mantener la guerra a toda costa.
El renovado interés del decadente imperialismo estadounidense en Colombia en particular, y en América Latina en general, busca recomponer su crisis de hegemonía. Para Estados Unidos el hemisferio occidental es un lugar estratégico en la disputa por el poder mundial, debido a sus recursos naturales, agua, biodiversidad, petróleo y minerales. De ahí que el Comando Sur haya activado su presencia en el continente y Colombia sea un sitio privilegiado, debido a nuestra envidiable posición geoestratégica, nuestra variada geografía, nuestra agua y biodiversidad, pero también por asuntos políticos, ya que Colombia se ha convertido en un baluarte de la agresión contra la República Bolivariana de Venezuela desde comienzos del siglo XXI.
La doctrina contrainsurgente se aprende en las usinas de pensamiento imperial en los propios Estados Unidos, en su desprestigiada Escuela de las Américas. Colombia sigue siendo el primer país del mundo en enviar personal a ese lugar, donde se capacitan los militares en combatir los enemigos que señala Estados Unidos.
Como un derivado de ese «aprendizaje», las fuerzas armadas de Colombia adiestran a policías y militares en muchos países del mundo, habiéndose convertido en la fuerza que terceriza los intereses de Estados Unidos. De esta forma, Washington elude compromisos y responsabilidades directas y deja las «labores sucias» en manos de militares y mercenarios colombianos, hoy dispersos en aquellas regiones del mundo asoladas por la guerra (Yemen, Arabia Saudita, Ucrania, Haití…).
Colombia marcha en contravía de los procesos históricos que hoy marcan un cambio de época, cuando agoniza la hegemonía de Estados Unidos. En contraposición con los nuevos aires en el panorama geopolítico mundial, Colombia sigue alineada, de manera incondicional, con los Estados Unidos, en lugar de vincularse a los BRICS y plantear claramente un proyecto autónomo y soberano, que no se pliegue a ningún poder extranjero. Por eso, su agenda interna, incluyendo el conflicto armado, se trata de acuerdo con los intereses de Washington, entre los que sobresale la narcotización del conflicto, lo cual nutre la contrainsurgencia, la militarización de la sociedad colombiana y perpetúa la desigualdad y la injusticia que caracteriza a nuestro país.
ALGUNAS RECOMENDACIONES
-Revisar las políticas de cooperación militar que se mantienen con Estados Unidos y proponerse la construcción de una política autónoma de seguridad, en la que sea prioritaria la paz.
-Cesar el envío de militares y policías a la Escuela de las Américas [rebautizada WHINSEC] en donde se les enseña a odiar y matar, como lo ejemplifica el asesinato del presidente de Haití.
-Dejar de participar en entrenamientos militares bajo las órdenes de El Comando Sur y cesar todo tipo de acuerdos con esa fuerza armada de los Estados Unidos. No ayuda mucho a la paz de Colombia que nuestro país siga siendo un apéndice del Comando Sur y que sus altos mandos sean recibidos como héroes y sus militares se paseen en nuestro territorio como Pedro por su casa.
-Propender por una política real de soberanía nacional y no alineamiento internacional, lo cual implica romper la dependencia incondicional con Washington y buscar alianzas con otros bloques, principalmente con los BRICS.
-No inmiscuirse en los asuntos internos de otros países, como salvaguardia de nuestra propia soberanía, a partir del principio de Benito Juárez: «El respeto al derecho ajeno es la paz».
-Exigir la entrega de la documentación alusiva a la presencia de Estados Unidos en los últimos años, en especial la referida al entrampamiento a Jesús Santrich y a la JEP. Se trata de investigar a fondo y aclarar el papel que desempeñó Estados Unidos y sus socios colombianos ‒encabezados por la Fiscalía‒ en un hecho que ha generado centenares de muertos. Eso no es curiosidad histórica, es algo indispensable para precisar las responsabilidades jurídicas y penales del caso.
-Adelantar las transformaciones urgentes y necesarias de las Fuerzas Armadas y la Policía, para que las primeras abandonen sus doctrinas contrainsurgentes y de enemigo interno y para que la segunda deje de ser un cuerpo armado y se convierta en una fuerza civil.
-Replantear la política antidrogas para no seguir sujetos a los intereses de Estados Unidos que se sustenta en su costosa y sangrienta «Guerra contra las drogas». Esto con la finalidad de desnarcotizar el conflicto, reconocer la importancia de las comunidades agrarias de los territorios donde se siembra la coca y cuestionar a fondo la política represiva contra eslabón más débil de la cadena del procesamiento de estupefacientes, el de la producción.
-Hay que trabajar con la idea de que un proceso de paz integral en Colombia coexiste con la producción de coca y marihuana y no puede plantearse el proyecto, lleno de sangre y dolor, de erradicación absoluta de esos cultivos.
-Abandonar el proyecto de construir bases militares en Amazonas y Gorgona, que solo sirven a los intereses geoestratégicos de los Estados Unidos.
-No aceptar el establecimiento de oficinas de la Policía de Nueva York en Bogotá y Cali, como si fuéramos un suburbio de un poder extranjero.
-Abandonar la idea de una seguridad militarizada y contrainsurgente que se sustenta en prácticas que han fracasado, como las de la erradicación forzosa de hoja de coca, matar a objetivos de alto valor para fragmentar a las organizaciones insurgentes y en las ciudades las de un control militar asfixiante e inútil. Otra política de seguridad debe proponerse la desmilitarización, no subordinarla a los intereses de los militares, que están supeditados a los Estados Unidos, cuyas concepciones y doctrinas son una herencia de la Guerra Fría, que persiste en Colombia.
-En ese orden de ideas, el gobierno colombiano debería denunciar el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca -TIAR- mecanismo propio de la Guerra Fría cuya base doctrinaria es la Seguridad Nacional y el Enemigo Interno, por ende, es un mecanismo obsoleto e ineficiente, pero que de vez en cuando, basado en los intereses que Estados Unidos tiene en algún país de la Región, es reactivado para justificar la injerencia en asuntos internos del país objeto de los ataques.
-Dentro de la Conferencia de Ministros de Defensa de la Américas -CMDA- inscribir un nuevo Libro Blanco de la Defensa sustituyendo al actual (la Política de Defensa y Seguridad Democrática del gobierno Uribe) pero eso sí, con una Doctrina militar propia orientada a la preservación y defensa de la Soberanía Nacional.
-Prohibir y penalizar el mercenarismo y castigar como un delito la contratación de mercenarios por parte de empresas privadas extranjeras o de gobiernos.
Bogotá, mayo 25-noviembre 18 de 2024
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