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Insumisión

Fuentes: Le Monde Diplomatique

Durante una Conferencia de los Ministros chino, ruso e indio de Relaciones Exteriores que se llevó a cabo en Vladivostok el pasado 2 de junio, Pekín y Moscú rubricaron la solución a su litigio de fronteras y Nueva Delhi confirmó sus inversiones en el petróleo ruso: 1.000 millones de dólares para el proyecto denominado Sakhaline […]

Durante una Conferencia de los Ministros chino, ruso e indio de Relaciones Exteriores que se llevó a cabo en Vladivostok el pasado 2 de junio, Pekín y Moscú rubricaron la solución a su litigio de fronteras y Nueva Delhi confirmó sus inversiones en el petróleo ruso: 1.000 millones de dólares para el proyecto denominado Sakhaline I. Los tres países hicieron un llamamiento para rechazar «el doble rasero» en las relaciones internacionales, una fórmula que apunta a la Administración de Bush. En agosto de 2005, ante el rechazo provocado en el Congreso estadounidense por su oferta, la compañía china Cnooc Ltd. renunció a la compra de la sociedad petrolera estadounidense Unolocal; la libre circulación de capitales cedió ante «imperativos de seguridad». Ese mismo mes, Irán rechazó las proposiciones de Francia, Alemania y Reino Unido, apoyadas por Estados Unidos, que implicaban el abandono del enriquecimiento de uranio, cuando el mismo Tratado de No Proliferación Nuclear reconoce su derecho a esa tecnología. En Teherán, donde aún pervive la memoria de las intervenciones extranjeras -desde Rusia en el siglo XIX a la CIA en 1953- levantan el estandarte de la libertad.

Tres acontecimientos conviene resaltar, entre otros: multiplicación de los viajes de dirigentes chinos a África y América Latina; tensiones comerciales entre Estados Unidos, Europa y China respecto a la industria textil, los aviones, la agricultura; reconocimiento por parte de Corea del Sur del derecho de Pyongyang a disponer de una industria nuclear civil, contradiciendo las posiciones de Washington. Reunidos, estos hechos aislados esbozan los contornos de una geopolítica mundial mucho más compleja de lo que en general se imagina y que no se reduce a la impetuosa marea de la globalización liberal. En todas partes persisten los nacionalismos, las culturas de las sociedades, las ambiciones ancladas en la historia; son cada vez más numerosos aquéllos que se niegan a someterse al orden mundial.

No se ve emerger un supranacionalismo que pueda poner fin a las rivalidades. Frente a un país como Estados Unidos, que no duda en proteger sus intereses (como en el caso de Unolocal), se afirma, de Pekín a Sao Paulo, de Seúl a New Delhi, un patriotismo económico y político, una determinación a defender la independencia. Ya en septiembre de 2003 en Cancún, 20 países del Sur (ver Ruiz Díaz, pág. 19 y 20) provocaron el fracaso de la conferencia de la Organización Mundial del Comercio, ya que sus reivindicaciones no habían sido satisfechas. En Francia, la oposición a la compra de Danone por PepsiCo sigue la misma lógica.

El «fin de la historia», explicaba Francis Fukuyama, anunciaba el triunfo no sólo de la globalización, sino también del modelo liberal encarnado por Estados Unidos. Sin embargo, desde hace más de una década, ese país es incapaz de conquistar «los corazones y los espíritus». En 1789, las ideas de la Revolución Francesa se expandieron ampliamente por Europa y más allá; la Revolución Rusa constituyó por mucho tiempo un desafío tanto ideológico como militar para Occidente. Pero el apogeo de la fuerza militar de Estados Unidos coincide con el punto más bajo de su popularidad en el mundo. La imagen de Washington nunca fue tan negativa. «Incluso China figura mejor» titulaba The International Herald Tribune, el 24 de junio pasado.

Ciertamente, ningún gran país puede esperar rivalizar con Estados Unidos en la próxima década, como lo hizo la Unión Soviética durante la segunda mitad del siglo XX. Potencia militar sin igual, Estados Unidos permanece sin embargo atascado en Irak, enfrentado a una resistencia de algunos miles de combatientes que retiene en el terreno a unos 148.000 soldados estadounidenses. Y los escándalos de Guantánamo, de Abu Ghraib, la tortura, la erosión de las libertades fundamentales, minan la pretensión de Estados Unidos (y a veces también de Europa; ese duo que se llama Occidente), de definir los valores universales -derechos de la persona, democracia, libertades, etc.-; de proclamar el Bien y el Mal; de decretar qué regimen es aceptable y qué régimen no lo es, cuál es pasible de sanciones y cuál no.

En todas partes se rechaza su tentativa de imponer, en particular a través de los medios de comunicación, una visión truncada del mundo, del derecho y de la moral. El éxito de cadenas vía satélite como Al Yazeera, o el lanzamiento de Telesur en América del Sur, son testimonio de esta insumisión que se extiende a todos los dominios: políticos, económicos y culturales. Incluso si, en algunos casos, ese rechazo pueda tomar las formas desviadas del extremismo religioso o nacional, y alimentar la idea del choque de civilizaciones.

A finales del siglo XVIII, Europa había impuesto su hegemonía frente a otras potencias. La historiografía contemporánea muestra que aquella primacía resultó de una conjunción singular, particularmente de la ventaja que otorgaban la posesión de América del Norte y la economía de trata de esclavos (1). Aquella hegemonía se tradujo en una preponderancia militar que permitió al Viejo Continente someter al resto del planeta al yugo colonial. Europa buscó legitimar esta dominación por la pretendida superioridad milenaria de sus valores y de su pensamiento, en primer lugar de la filosofía griega (2). Menospreció todas las otras culturas, consideradas «bárbaras» o «inferiores». Ahora, Estados Unidos, y a veces Europa, parecen retomar esos prejuicios de otra era. Deberían sin embargo recordar que los imperios coloniales más avanzados, más desarrollados, desaparecieron finalmente…

(1) Christopher Alan Bayly, The Birth of the Modern World, 1780-1914, Blackwell, Oxford, 2004; y Kenneth Pomeranz, The Great Divergence. China, Europe, and the Making of the Modern World Economy, Princeton University Press, 2000.

(2) Sobre el carácter exagerado de esta visión, ver Marcel Detienne, Les Grecs et nous, Perrin, París, 2005.