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Desigualdad, democracia, soberanía

Inventario para preparar la reconquista

Fuentes: Le Monde Diplomatique

Traducido por Florencia Giménez Zapiola.


Quiero saber de dónde parto

Para guardar tanta esperanza

Paul Eluard, Poesía ininterrumpida


Ciertas revelaciones nos reenvían a lo que ya sabíamos. ¿Recién nos damos cuenta de que a algunos dirigentes políticos les gusta el dinero y que frecuentan a los que lo poseen?, ¿de que todos ellos se quejan a veces como si fueran una casta por encima de las leyes?, ¿de que la fiscalidad favorece a los contribuyentes más ricos?, ¿de que la libre circulación del capital les permite esconder su tesoro en paraísos fiscales?

El descubrimiento de las transgresiones individuales debería conducir a cuestionar el sistema que los ha engendrado. Ahora bien, en estas últimas décadas, la transformación del mundo fue tan veloz que le ganó de mano a nuestra capacidad de análisis. Ante la caída del muro de Berlín, la emergencia de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) y de nuevas tecnologías; ante las crisis financieras, las revueltas árabes, la decadencia europea: en cada oportunidad los expertos nos anunciaron el fin de la historia o el nacimiento de un nuevo orden mundial.

Más allá de estos entierros prematuros o de estos partos imprevisibles, es importante hacer un balance de las tres grandes tendencias más o menos universales que tuvieron como consecuencia: la expansión de las desigualdades sociales, la descomposición de la democracia política y la reducción de la soberanía nacional. A la manera de pústulas de un gran cuerpo enfermo, cada «escándalo» nos permite ver cómo los elementos de este tríptico resurgen separadamente y se ensamblan uno dentro de otro. El telón de fondo general podría resumirse así: al depender prioritariamente del arbitrio de una minoría privilegiada (la que invierte, especula, despide, presta), los gobiernos aceptan la desviación oligárquica de los sistemas políticos. Cuando se rebelan frente a esta negación del mandato que el pueblo les ha confiado, la presión internacional del dinero organizado intenta hacerlos caer.

La máquina desigualitaria 

«Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales no pueden fundarse sino sobre la utilidad común». Todos sabemos que el artículo primero de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano no fue jamás rigurosamente observado. Desde siempre, las distinciones estuvieron motivadas por algo ajeno a la utilidad común: el lugar donde se tiene la suerte o la mala suerte de nacer, la condición de los padres, el acceso a la educación y a la salud, etc. Pero el peso de estas diferencias se veía a veces aliviado por la creencia de que la movilidad social compensaba las desigualdades de nacimiento. Para Alexis de Tocqueville, este tipo de esperanza -más difundida en Estados Unidos que en el Viejo Continente-, ayudaba a los estadounidenses a acomodarse a la disparidad de los ingresos, más importante allí que en cualquier otra parte. Un pequeño contador de Cleveland o un joven californiano no profesional podía soñar que su talento y tenacidad lo propulsaría al lugar que John Rockefeller o Steve Jobs habían ocupado antes que él.

«La desigualdad en sí misma no fue jamás un grave problema en la cultura política estadounidense, que insiste sobre la igualdad de oportunidades más que sobre los resultados -recuerda todavía hoy el intelectual conservador Francis Fukuyama-. Pero el sistema solo continúa siendo legítimo si las personas siguen creyendo que, trabajando duro y dando lo mejor de sí, ellos mismos y sus hijos tienen grandes oportunidades de progresar, y si tienen buenas razones para pensar que los ricos se hicieron ricos respetando las reglas del juego» (1). Esta fe secular, tranquilizadora o anestesiante, se evapora en el mundo entero. Interrogado seis meses antes de su elección a la presidencia de la República sobre los medios para la «recuperación moral», que era su más ardiente deseo, François Hollande mencionaba el «sueño francés corresponde al discurso republicano que nos permitió avanzar a pesar de las guerras, las crisis, las divisiones. Hasta estos últimos años, teníamos la convicción de que nuestros hijos vivirían mejor que nosotros». Pero el candidato socialista agregó: «Esta creencia se disipó» (2).

El mito de la movilidad social cede el paso al temor del desclasamiento. Un obrero tiene pocas chances de convertirse en patrón, periodista, banquero, profesor universitario, dirigente político. Las grandes escuelas están todavía más cerradas a las categorías populares que en el momento en que Pierre Bourdieu publicó Los Herederos, en 1964. Lo mismo sucede con las mejores universidades del mundo cuyos gastos de escolaridad estallaron (3). Incapaz de seguir pagando sus estudios superiores, una joven acaba de suicidarse en Manila. Y, hace dos años, un estudiante estadounidense explicaba: «Debo setenta y cinco mil dólares. Pronto voy a ser incapaz de devolver mis cuotas. Como mi padre es el garante va a tener que devolver mi deuda. Él también va a quebrar. Por lo tanto habré arruinado a mi familia porque quise educarme por encima de mi clase» (4). Él quiso vivir el sueño americano «de los harapos a la fortuna». Por culpa suya, su familia recorrerá el camino inverso.

Cuando «el ganador se lleva todo» (5), la desigualdad de los ingresos pone de manifiesto en ocasiones la patología social. La familia Walton, propietaria del gigante de la distribución Walmart, poseía hace treinta años 61.992 veces la riqueza media estadounidense. Probablemente no era suficiente, porque actualmente posee 1.157.827 veces más. Los Walton solos acumularon tanto dinero como las 48.800.000 de familias más pobres (6). La patria de Silvio Berlusconi tiene un pequeño retraso respecto de las proezas estadounidenses pero, el año pasado, el Banco de Italia anunció que «las diez primeras fortunas nacionales detentaban tanto dinero como los tres millones de italianos más pobres» (7).

Y, ahora, China, India, Rusia o los países del Golfo se abren paso a codazos en el club de los millonarios. En materia de concentración de los ingresos y de explotación de los trabajadores, no tienen nada que aprender de los occidentales, a quienes, por otra parte, brindan de buena gana lecciones de liberalismo salvaje (8). Los millonarios indios que poseían en 2003 el 1,8% de la riqueza nacional, cinco años más tarde acapararon el 22% (9). Mientras tanto se volvieron un poco más numerosos, pero un 22% de las riquezas para un grupo de sesenta y un individuos ¿no es demasiado para una nación de más de mil millones de habitantes? Mukesh Ambani, el hombre más rico del país, tal vez se plantea la pregunta desde el salón de su casa rutilante de veintisiete pisos que domina Bombay -una ciudad donde la mitad de sus habitantes continúa viviendo en tugurios-.

Hemos llegado a un punto en que el Fondo Monetario Internacional (FMI) se preocupa… Después de haber proclamado durante mucho tiempo que la «dispersión de los ingresos» era un factor de emulación, de eficiencia, de dinamismo, observa que el 93% del crecimiento económico de Estados Unidos durante el primer año de su recuperación económica solo benefició al 1% de los estadounidenses más ricos. Incluso al FMI le parece demasiado. Pues dejando de lado toda consideración moral ¿cómo asegurar el desarrollo de un país cuyo crecimiento beneficia cada vez más a un grupo reducido que por disponer de todo ya no compra gran cosa? Y que, en consecuencia, atesora o especula, alimentando un poco más una economía financiera ya parasitaria. Hace dos años, un estudio del FMI deponía las armas. Admitía que favorecer el crecimiento y reducir las desigualdades constituían «las dos caras de una misma moneda» (10). Los economistas observan por otra parte que a los sectores industriales que dependen del consumo de las clases medias comienzan a faltarles los mercados, en un mundo donde la demanda global, cuando no está asfixiada por la política de austeridad, privilegia los productos de lujo y los de baja gama.

Según los abogados de la globalización, la profundización de las desigualdades sociales provendría sobre todo de un crecimiento tan rápido de las tecnologías que castiga a los habitantes menos instruidos, menos móviles, menos flexibles, menos ágiles. La respuesta al problema ya se habría encontrado: la educación y la formación (de los rezagados). En febrero último, el semanario de las «elites» internacionales The Economist resumía este relato legitimista, del cual la política y la corrupción están ausentes: «Las ganancias del 1% de los más ricos pegaron un salto gracias a la prima que una economía globalizada, basada en la alta tecnología, confiere a las personas inteligentes. Una aristocracia que antes destinaba su dinero ‘al vino, a las mujeres y a la música’ fue reemplazada por una elite instruida en las business schools cuyos miembros se casan entre ellos y gastan sabiamente su dinero pagando a sus hijos cursos de chino y abonos a The Economist»(11).

La sobriedad, el pudor y la sabiduría de padres atentos, que forman a sus hijos con la única lectura que los volverá mejores, explicarían así la expansión de las fortunas. No está prohibido proponer otras hipótesis. Como por ejemplo la de que el capital, menos gravado que el trabajo, consagra a la consolidación de su sostén político una parte de los ahorros que obtiene de las decisiones que lo favorecieron: fiscalidad cómoda, salvataje de los grandes bancos que tomaron como rehén a los pequeños ahorristas, poblaciones a las que se presiona para que se les pague a los acreedores, deuda pública que constituye para los ricos objeto de inversión (y un instrumento de presión) suplementario…


 

Impuestos 

Las connivencias políticas del capital le garantizan que seguirá siendo menos gravado que el trabajo. En 2009, seis de los cuatrocientos contribuyentes estadounidenses más prósperos no pagaron ningún impuesto; veintisiete, menos del 10%; ninguno pagó más del 35%… En suma, los ricos usan su fortuna para acrecentar su influencia, después su influencia para acrecentar su fortuna. «Con el tiempo, las elites están en condiciones de proteger sus posiciones manipulando el sistema político, colocando su dinero en el extranjero para evitar la carga impositiva, transmitiendo estas ventajas a sus hijos gracias al acceso privilegiado a las instituciones elitistas» (12), resume Fukuyama. Se adivina entonces que un remedio reclamaría, eventualmente, algo más que un retoque constitucional.

Una economía globalizada en la que «el ganador se lleva todo»; sindicatos nacionales hechos trizas; una fiscalidad liviana para los ingresos más pesados: la máquina desigualitaria da nueva forma al mundo. Las sesenta y tres mil personas (dieciocho mil en Asia, diecisiete mil en Estados Unidos y catorce mil en Europa) con una fortuna superior a 100 millones de dólares poseen una riqueza acumulada de 39,9 billones de dólares (13). Hacer pagar a los ricos no sería solamente una cuestión simbólica.

Sin embargo, las políticas económicas que dieron satisfacción a una minoría no transgredieron casi nunca las formas democráticas de gobierno de la mayoría. A priori, hay allí una paradoja. Uno de los más célebres jueces estadounidenses de la historia de la Corte Suprema, Louis Brandeis, manifestaba, en efecto, que «tenemos que elegir. Podemos tener una democracia, o tener una concentración de las riquezas en manos de algunos, pero no podemos tener las dos cosas». La verdadera democracia no se resume por lo tanto en el respeto de las formas (elección plural, caseta aislada, urna). Implica algo más que la participación resignada en un escrutinio que no cambiará nada: una intensidad, una educación popular, una cultura política, el derecho de reclamar rendición de cuentas, de revocar a los representantes que traicionan su mandato. No es casualidad que en 1975, en un período de ebullición política, de optimismo colectivo, de solidaridades internacionales, de utopías sociales, el intelectual conservador Samuel Huntington confesara su inquietud. Hungtinton estimaba en un famoso informe publicado por la Comisión Trilateral que «la operación eficaz de un sistema democrático requiere en general de un nivel de apatía y de no participación por parte de ciertos individuos y grupos» (14).

¿Democracia? 

Misión cumplida… Además, la Comisión Trilateral acaba de festejar su cuadragésimo aniversario incorporando al círculo de sus comensales a ex ministros socialistas europeos (Peter Mandelson, Elisabeth Guigou, David Miliband) y a participantes chinos e indios. No tiene que ruborizarse por el camino recorrido. En 2011, dos de sus miembros, Mario Monti y Lucas Papademos, ex banqueros uno y otro, fueron promovidos por una troika de instancias no elegidas -el FMI, la Comisión Europea y el Banco Central Europeo (BCE)- a la cabeza de los gobiernos italiano y griego. Pero todavía sucede que pueblos cuyo «nivel de apatía» sigue siendo insuficiente rezongan un poco. Así, cuando Monti trató de convertir el sufragio censitario de la troika en sufragio universal, sufrió un fracaso estrepitoso. El filósofo francés Luc Ferry se declaró apenado: «Lo que me entristece, porque soy demócrata de alma, es la constancia con que el pueblo, en tiempos de crisis, elige sin falta, si no a los más malos, por lo menos a los que le ocultan más hábilmente y más ampliamente la verdad» (15).

Para prevenirse contra esta clase de decepción, lo más sencillo es no tener para nada en cuenta el veredicto de los electores. La Unión Europea, que imparte lecciones de democracia a todo el planeta, hizo de esta negación una especialidad. Y no por accidente, porque desde hace treinta años, los ultraliberales que conducen la danza ideológica en Estados Unidos y en el Viejo Continente se inspiran en la «teoría de la elección pública» del economista James Buchanan. Fundamentalmente desconfiada de la democracia, tiranía de la mayoría, esta escuela intelectual postula que los dirigentes políticos son proclives a sacrificar el interés general -indisociable de las iniciativas de los jefes de empresa- por la satisfacción de sus clientelas y la seguridad de su reelección. La soberanía de tales irresponsables debe ser, en consecuencia, estrictamente limitada. Es el rol de los mecanismos coercitivos que en este momento inspiran la construcción europea (independencia de los bancos centrales, regla del 3% de déficit, pacto de estabilidad) o, en Estados Unidos, la amputación automática de los créditos públicos («secuestro presupuestario»).

Conflictos de interés 

Uno se pregunta sin embargo qué es lo que los liberales temen todavía de los gobernantes, dado que las reformas económicas y sociales que estos ponen en práctica no cesan de coincidir con las exigencias del ámbito de los negocios y de los mercados financieros. En el pináculo del Estado, por otra parte, la convergencia se ve reforzada por la sobre representación extravagante de las categorías sociales más burguesas y por la facilidad con que éstas pasan de lo público a lo privado. Cuando en un país como China -en el que el ingreso anual promedio apenas excede los 2.500 dólares- el Parlamento cuenta con ochenta y tres millonarios, se comprende que a los chinos ricos no les falten buenos abogados en la cúspide del Estado. Sobre este punto por lo menos, el modelo estadounidense encontró su maestro, aun cuando Pekín, al no tener elecciones, no distribuye todavía sus codiciadas embajadas entre los donantes más generosos de las campañas del presidente triunfante, como lo hace Washington.

Las colusiones -y los conflictos de interés- entre gobernantes y millonarios se juegan más allá de las fronteras. Cuando Nicolas Sarkozy estaba en el Elíseo concedió favores a Qatar -una convención fiscal, por ejemplo, que exoneraba al emirato de impuestos sobre las plusvalías inmobiliarias-; ahora pretende lanzarse a una economía especulativa con el apoyo de Doha. «El hecho de que sea un ex presidente no significa que deba volverse un monje trapense», lo defendió su ex ministro del interior Claude Guéant (16). El voto de pobreza tampoco se impone con más fuerza a los ex jefes del ejecutivo Anthony Blair, Jean-Luc Dehaene y Giuliano Amato; el británico aconseja a JP Morgan, el belga a Dexia y el italiano a la Deutsche Bank. ¿Se puede defender el bien público velando por no disgustar a regímenes feudales extranjeros o a instituciones financieras que es fácil imaginar como futuros empleadores? Cuando, en un número creciente de países, la misma jugada interesada involucra alternadamente a los dos principales partidos, estos se vuelven para el pueblo lo que el novelista Upton Sinclair llamaba «las dos alas de un mismo ave de presa».

El instituto Demos quiso medir los efectos de la proximidad entre dirigentes gubernamentales y oligarquía económica. Hace dos meses publicó una encuesta en la que detallaba «cómo la dominación de la política por los ricos y por el mundo de los negocios frena la movilidad social en América» (17). Respuesta: en materia de políticas económicas y sociales, de derecho del trabajo, los ciudadanos más prósperos tienen prioridades muy distintas a las de la mayoría de sus conciudadanos. Pero ellos disponen de medios fuera de lo común para lograr sus aspiraciones.

Mientras que el 78% de los estadounidenses estima que el salario mínimo debería estar indexado sobre el costo de la vida y alcanzar para no caer en la pobreza, sólo el 40% de los contribuyentes más prósperos comparte esta opinión. Se muestran igualmente menos favorables a los sindicatos que los primeros y a las leyes susceptibles de favorecer su actividad. En cuanto a la mayoría, le gustaría que el capital fuera gravado con la misma tasa que el trabajo. Y otorga una prioridad mucho más grande a la lucha contra la desocupación (33%) que a la lucha contra los déficits (15%).

El resultado de esta divergencia de opiniones es que el salario mínimo perdió el 30% de su valor desde 1968; ninguna ley (contrariamente a la promesa del candidato Barack Obama) allanó el camino de este via crucis que constituye la creación de un sindicato en una empresa; el capital sigue siendo dos veces menos gravado que el trabajo (el 20% contra el 39,6%). En fin, el Congreso y la Casa Blanca rivalizan en este momento en el terreno de los recortes presupuestarios, en un país en el que la proporción de la población activa empleada alcanzó un piso casi histórico.

¿Cómo explicar mejor que los ricos dejan una marca profunda en el Estado y el sistema político? Votan más a menudo, financian las campañas electorales más que los otros y, sobre todo, ejercen una presión continua sobre los legisladores y los gobernantes. El avance de las desigualdades en Estados Unidos debe mucho al muy bajo nivel de gravámenes sobre el capital. En realidad, esta medida es objeto de un lobby permanente en el Congreso, mientras que del 71% de su costo para todos los contribuyentes no se beneficia más que el 1% de los estadounidenses más ricos.

El rechazo de una política activa del empleo indica la misma elección de clase, transmitida también por un sistema oligárquico. En enero de 2013, la tasa de desempleo de los estadounidenses que disponen al menos de una licenciatura no era sino del 3,7%. Por el contrario, alcanzaba el 12% para los no profesionales, mucho más pobres; aquellos cuya opinión cuenta menos para Washington que la del ámbito de los negocios, o que la de Sheldon y Miriam Adelson, la pareja de millonarios republicanos que financiaron las elecciones del último año con más dinero que la totalidad de los habitantes de doce Estados estadounidenses… «En la mayoría de los casos -concluye el estudio de Demos- las preferencias de la aplastante mayoría de la población parecen no tener ningún impacto sobre las políticas elegidas».


 

Soberanía 

«¿Usted quiere que yo renuncie? ¡Si es así, dígamelo!» El presidente chipriota Nicos Anastasiades habría apostrofado de este modo a Christine Lagarde, directora general del FMI, cuando ésta le exigió que cerrara inmediatamente uno de los más grandes bancos de la isla, gran proveedor de empleos y de ganancias (18). El ministro francés Benoît Hamon parece admitir también que la soberanía de su gobierno es limitada puesto que, «bajo la presión de la derecha alemana, se imponen políticas de austeridad que se traducen por toda Europa en un aumento de la desocupación» (19).

En la puesta en práctica de medidas que consolidan el poder restringido del capital y de la renta, los gobiernos supieron siempre recurrir a la presión de «electores» no residentes, a quienes les alcanza con invocar la irresistible potencia: la troika, las agencias de clasificación, los mercados financieros. Por otra parte, una vez concluido el ceremonial electoral nacional, Bruselas, el BCE y el FMI envían su hoja de ruta a los nuevos dirigentes con el fin de que estos abjuren en sesión de tal o cual promesa de campaña. Aun el Wall Street Journal se emocionó en febrero último: «Desde que la crisis comenzó, hace tres años, los franceses, los españoles, los irlandeses, los holandeses, los portugueses, los griegos, los eslovenos, los eslovacos y los chipriotas votaron de una manera u otra contra el modelo económico de la zona euro. Sin embargo, las políticas económicas no se han modificado después de estas derrotas electorales. La izquierda reemplazó a la derecha, la derecha echó a la izquierda, la centro derecha incluso aplastó a los comunistas (en Chipre), pero los Estados continúan reduciendo el gasto y subiendo los impuestos. (…) El problema que afrontan los nuevos gobiernos es que deben actuar en el marco de las instituciones de la zona euro y seguir las directivas macroeconómicas fijadas por la Comisión Europea. (…) Vale decir que después del ruido y el furor de una elección, su margen de maniobra económica es estrecho» (20). «Tenemos la impresión de que una política de izquierda o de derecha dosifica de manera distinta los mismos ingredientes» (21).

Un alto funcionario de la comisión Europea asistió a un encuentro entre sus colegas y la dirección del Tesoro francés: «Era alucinante: se comportaban como un maestro de escuela explicando a un mal alumno lo que debía hacer. Yo estaba asombrado de que el director del Tesoro mantuviera la calma» (22). La escena recuerda la suerte de Etiopía o de Indonesia en la época en que los dirigentes de estos Estados estaban reducidos al rango de ejecutantes del castigo que el FMI venía de infligirles a sus países (23). Una situación que toda Europa conoce en la actualidad. En enero de 2012, la Comisión de Bruselas conminó al gobierno griego a recortar en aproximadamente 2.000 millones de euros el gasto público del país. En los cinco días siguientes, y bajo pena de multa.

Ninguna sanción amenaza sin embargo al presidente de Azerbaiyán, al ex ministro de economía de Mongolia, al primer ministro de Georgia, a la esposa del vice primer ministro ruso o al hijo del ex presidente colombiano. Sin embargo, todos registraron parte de su fortuna -mal adquirida o directamente robada- en paraísos fiscales. Como las Islas Vírgenes Británicas, donde se censan veinte veces más sociedades registradas que habitantes. O las islas Caimán, que cuentan tantos hedge fund como Estados Unidos. Sin olvidar, en el corazón de Europa, Suiza, Austria y Luxemburgo, gracias a que el Viejo Continente se caracteriza por un cóctel detonante de políticas de austeridad presupuestaria muy crueles y de industrias de evasión fiscal.

No todo el mundo se queja de esta porosidad de las fronteras. Propietario de una multinacional de lujo y décima fortuna del planeta, Bernard Arnault incluso se alegró un día de la pérdida de influencia de los gobiernos democráticos: «Las empresas, sobre todo internacionales, tienen medios cada vez más amplios, y adquirieron, en Europa, la capacidad de competir entre los Estados (…) El impacto real de los hombres políticos en la vida económica de un país es cada vez más limitado. Felizmente» (24).

En cambio, la presión soportada por los Estados aumenta. Y se ejerce a la vez a través de los países acreedores, del BCE, del FMI, de la patrulla de agencias de clasificación, de los mercados financieros. Jean-Pierre Jouyet, actual presidente del Banco Público de Inversiones (BPI), admitió hace dos años que, en Italia, estos últimos «habían presionado sobre el juego democrático. Es el tercer gobierno que cae por su iniciativa a causa de su deuda excesiva. (…) La disparada de las tasas de interés de la deuda italiana fue la boleta de votación de los mercados (…). Llegado el momento, los ciudadanos se rebelarán contra esta dictadura de hecho».

Alternativas 

Pero la «dictadura de hecho» puede contar con los grandes medios para confeccionar los pretextos que retrasan, y luego desvían, las revueltas colectivas, para personalizar, es decir, despolitizar, los escándalos más evidentes. Para aclarar los verdaderos resortes de lo que se trama, los mecanismos gracias a los cuales riqueza y poder fueron captados por una minoría que controla a la vez los mercados y los Estados, es necesario un trabajo continuo de educación popular.

Recordaría que todo gobierno cesa de ser legítimo cuando deja que se profundicen las desigualdades sociales, ratifica el hundimiento de la democracia política, acepta la puesta bajo tutela de la soberanía nacional.

Día a día se suceden manifestaciones-en las urnas, en las calles, en las empresas- para reiterar el rechazo popular a los gobiernos ilegítimos. Pero, a pesar de la magnitud de la crisis, tantean la búsqueda de propuestas de cambio, convencidas a medias de que estas no existen o que significarían un costo prohibitivo. De allí el surgimiento de una exasperación desesperada. Es urgente encontrarle una salida.

(Un próximo artículo reflexionará sobre las estrategias políticas que permitan desprender vías alternativas).

Notas:

1. Francis Fukuyama, Le Début de l’histoire. Des origines de la politique à nos jours, Saint-Simon, París, 2012.

2. La Vie, París, 15-12-11.

3. Véase Christopher Newfield, «La deuda estudiantil en Estados Unidos», Le Monde diplomatique, edición chilena, septiembre de 2012.

4. Tim Mak, Unpaid student loans top $1 trillion, www.politico.com, 19-10-11.

5. Robert Frank y Philip Cook, The Winner-Take-All-Society, Free Press, Nueva York, 1995.

6. «Inequality, exhibit A : Walmart and the wealth of American families», Economic Policy Institute, www.epi.org, 17-7-12.

7. Guillaume Delacroix, «L’Italie de Monti, laboratoire des «mesures Attali», Les Echos, París, 6-7 de abril de 2012.

8. Véase «Frente antipopular», Le Monde diplomatique, edición chilena, enero-febrero de 2013.

9. «Indias’s Billionaires club», Financial Times, Londres, 17-11-12.

10. «Income inequality may take toll on growth», The New York Times, 16-10-12.

11. «Repairing the rungs on the ladder», The Economist, Londres, 9 de febrero de 2013.

12. Francis Fukuyama, Le Début de l’histoire, op. cit.

13. En 2011, el Producto Interno Bruto mundial era de aproximadamente 70 billones de dólares. Knight Frank y Citi Private Bank, «The Wealth Report 2012», www.thewealthreport.net

14. Samuel Huntington, The Crisis of Democracy, Nueva York, 1975.

15. Luc Ferry, Le Figaro, París, 7-3-13.

16. Anne-Sylvaine Chassany y Camilla Hall, «Nicolas Sarkozy’s road from the Elysée to private equity», Financial Times, Londres, 28-3-13.

17. David Callhan y J. Mijin Cha, «Stacked deck : How the dominance of politics by the affluent & business undermines economic mobility in America», Demos, www.demos.org.

18. «Le FMI et Berlin imposent leur loi à Chypre», Le Monde, 26-3-13.

19. RMC, 10-4-13.

20. Matthew Dalton, «Europe’s institutions pose counterweight to voter’s wishes», The Wall Street Journal, 28-2-13.

21. RTL, 8-4-13.

22. «A Bruxelles, la grande déprime des eurocrates», Libération, París, 7-2-13.

23. Véase Joseph Stiglitz, «Aprender del ‘caso’ Etiopía», Le Monde diplomatique, edición chilena, mayo de 2002.

24. Bernard Arnault, La Passion créative. Entretiens avec Yves Messarovitch. Plon, París, 2000.

Serge Halimi es Director de Le Monde Diplomatique.

Fuente: http://www.lemondediplomatique.cl/Inventario-para-preparar-la.html