Hubo un tiempo que la izquierda se enfrascaba en profundos y fervorosos debates acerca de las vías para llegar a una sociedad alternativa al capitalismo, una sociedad superior, libre e igualitaria, sin explotados ni explotadores. Eran tiempos donde parecía posible el cambio radical del sistema. La utopía socialista estaba al alcance de la mano. Revolución […]
Hubo un tiempo que la izquierda se enfrascaba en profundos y fervorosos debates acerca de las vías para llegar a una sociedad alternativa al capitalismo, una sociedad superior, libre e igualitaria, sin explotados ni explotadores.
Eran tiempos donde parecía posible el cambio radical del sistema. La utopía socialista estaba al alcance de la mano.
Revolución o reformas, gradualismo o asalto al poder, vía pacífica o vía armada, revolución nacional o revolución continental, revolución permanente o revolución por etapas, socialismo global o socialismo en un solo país: eran pares dicotómicos que marcaban la agenda teórico-práctica de la izquierda a nivel mundial.
Eran los tiempos de los famosos «ismos» que se pusieron a prueba en los convulsivos años ’60: comunismo, socialismo, marxismo-leninismo, trotskismo, maoísmo, guevarismo, anarquismo, etc.
Esos caminos para llegar al socialismo podían tener tal grado de exhaustividad que los sectores de izquierda que optaban por la revolución por etapas definían, incluso con precisión y al detalle, las fases que podía tener cada una de las etapas.
Eran tiempos de ideologías fuertes, de solidez conceptual y de firmes certezas, a partir de las cuales los partidos y movimientos definían sus estrategias, sus tácticas, sus alianzas y sus programas políticos, los que a su vez servían de referencia para la implicación individual, sobretodo de los jóvenes, en la militancia política.
Por supuesto que esas ideologías fuertes podían ser más o menos dogmáticas, más o menos ortodoxas, pero en general todas apuntaban al mismo objetivo: la superación de la sociedad capitalista existente.
Por causa de estas ideologías fuertes que daban sentido vital a los individuos, mucha gente fue presa, torturada, asesinada, exiliada y desaparecida de la faz de la tierra.
En 1979, Jean-François Lyotard, con su libro «La condición posmoderna», comienza a delinear un cambio sustantivo en el estado de las cosas, cambio que se venía esbozando a partir de las derrotas de los años ’60 y ’70. Con el fin de los grandes relatos (los «metarrelatos») las ideologías fuertes dan paso al «pensamiento débil» y con este desaparecen las nociones de clase, de revolución, de pueblo, que habían sido claves para estructurar hasta ese momento el pensamiento de izquierda.
La caída del Muro de Berlín, una década más tarde, junto a la implosión de la URSS (y con ella la del «socialismo real») en 1991, le pusieron un broche de oro a la situación: la posmodernidad había llegado, el tiempo de la transformación radical del sistema había terminado.
Con la posmodernidad desaparecen, o son confinados al museo de la historia, los proyectos colectivos de emancipación humana, los cuales son sustituidos por proyectos personales de reclusión en el «yo» individual y familiar.
Ahora lo importante y trascendente es lo que sucede en el campo de la subjetividad, de la sensibilidad personal, de las biografías e itinerarios del «yo», del culto al cuerpo. La verdad ya no es una cuestión objetiva y total, sino que se fragmenta y se construye por múltiples aportes intersubjetivos. El relativismo es la noción imperante. La Historia con mayúscula da paso a la historia con minúscula, los grandes manifiestos son sustituidos por manuales de autoayuda, los grandes relatos épicos se cambian por historias cotidianas de seres anónimos y anodinos. El maximalismo deja lugar al minimalismo. Lo «sólido» es sustituido por lo «líquido».
Sustentados y fomentados por los mass-media, el individualismo posesivo y el consumismo compulsivo pasan a ser la máxima expresión de una sociedad crecientemente globalizada que se venía estructurando y complejizando desde la década de los ’50.
En ese contexto y ante la eventualidad cada vez más probable de un triunfo electoral, la izquierda uruguaya, unificada en torno al FA, sufre una serie de transformaciones trascendentes. En relación a la utopía socialista, que antes había marcado el norte para la gran mayoría de la militancia política, se da un doble proceso.
Por un lado, los que aun creían en ella la transmutan en una idea abstracta de un azaroso e incierto porvenir lejano. Así, la utopía se vuelve un ideal de lo imposible. Quedará condenada a la perpetuidad, estará allá, en el horizonte, donde nunca llegaremos por más que caminemos.
¿Para qué sirve la utopía?, le preguntó en 1994 un joven a Fernando Birri, prestigioso cineasta latinoamericano. Su respuesta sintetiza magistralmente cuál era para la izquierda el nuevo significado de la utopía:
«¿Para qué sirve la utopía? Yo también me lo pregunto siempre. Porque ella está en el horizonte. Y si yo camino dos pasos, ella se aleja dos pasos. Y si yo me acerco diez pasos, ella se coloca diez pasos más allá. ¿Para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar.
Y así, en el horizonte, la utopía vuelve a ser un ideal prístino, a salvo de la imperfección práctica, resguardada de volver a fracasar.
Por otro lado, se produce una operación conmutativa de la noción de utopía. Ahora, en lugar del socialismo como fuente de motivación y movilización política se coloca a la democracia en el horizonte. La democracia toma el lugar del socialismo en la utopía: ahora es ella la auténtica alternativa. En esta segunda opción se asume que el socialismo, lo que antes era la utopía, oficia simplemente como una fuente de identidad histórica. La democracia, que ahora es asumida como un valor sustantivo y ya no como un instrumento formal, oficia como una fuerza capaz de ir «purificando» al sistema capitalista en todos y cada uno de sus subsistemas hasta transformarlo gradualmente en su totalidad. La democracia se vuelve aquí el elixir, el tónico milagroso que hará posible aquel largo viaje hacia el horizonte ideal.
Simultáneamente, y en términos estrictamente políticos, se produce un corte en la izquierda entre un sector que, simplificando, podríamos denominar moderado y otro sector radical.
El sector moderado, ampliamente mayoritario, se caracteriza fundamentalmente por su pragmatismo y realismo político. Para este sector, el programa de transformaciones profundas que la izquierda debe proponer a la ciudadanía tiene que tomar muy en cuenta los datos de la realidad socio-económica. La izquierda, por sobretodo, debe ser plenamente consciente y cuidadosa de los límites que la realidad le impone. El alcance y el tipo de transformaciones propuestas estarán determinados por ello. Su axioma es una concepción de la política como el arte de lo posible.
Por el contrario, el sector radical se declara fiel custodio de los mitos y programas fundacionales de la izquierda trasladando mecánicamente esos proyectos, históricamente determinados, hacia un presente totalmente diferente. Legitiman la certeza de su accionar en los proyectos que fundaron los grandes movimientos de la izquierda secular: el anarquismo, el socialismo, el comunismo, el poder popular, etc. Y fijan su identidad en el voluntarismo de la perseverancia, sufriendo una marcada pérdida de los referentes de la realidad externa y deslizándose hacia la anacronía. Ante la incertidumbre y el caos de la posmodernidad, estos sectores prefieren retroceder, volver a sus orígenes. Así van configurando una suerte de «fantapolítica» de la radicalización, que no es otra cosa que el arte de hacer posible lo imposible.
Con este panorama, en 2004, la propuesta moderada de un «Uruguay productivo» se transformó en la fórmula de consenso que, liderada por Tabaré Vázquez, y como expresión unitaria de un programa de crecimiento económico con redistribución del ingreso pero manteniendo bajo control y en equilibrio las variables macroeconómicas y el endeudamiento externo, permitió por primera vez el triunfo de la izquierda en nuestro país.
En este 2009, año electoral, el panorama político que se le presenta a la izquierda frentista es bastante más complejo que el de cinco años antes, en la medida en que no logró definir una candidatura común para disputar las elecciones nacionales.
En esta nueva situación de candidaturas múltiples para las elecciones internas, y ante la ausencia de un debate ideológico con altura, la izquierda se ha visto obligada a enfatizar las virtudes de los candidatos a partir de sus «estilos» personales. Y como ello ha resultado insuficiente para delinear los distintos perfiles, en algún caso se ha llegado a extremos de descalificación grosera de algún candidato por parte de operadores políticos de otro. Así, parecería que se busca provocar un nuevo corte al interior del FA, una vez que ha desaparecido el de moderados y radicales, dada la autoexclusión de estos últimos en 2008.
En lugar de aquella escisión, ahora aparece una nueva entre una izquierda supuestamente racional y otra irracional. La primera sería una izquierda responsable, sensata y sobretodo coherente, y estaría liderada por Danilo Astori.
La segunda sería una izquierda irresponsable, insensata y sobretodo incoherente y estaría conducida por José Mujica.
La adscripción militante a cada una de esas izquierdas se produce no tanto por efecto de una «afinidad ideológica», que en general no se logra discriminar con claridad, sino que contiene una buena dosis de «culto a la personalidad» y al carisma personal de cada uno de los candidatos: adscripción, muy a tono con los tiempos posmodernos que describíamos más arriba. El academicismo suficiente y pedagógico sería la marca registrada de Astori; la autenticidad y el desaliño lingüístico y corporal, la de Mujica. El primero sería el «capitán ideal», el más calificado para conducirnos y orientarnos a través de las agitadas aguas de la actual crisis financiera internacional, crisis de proporciones socio-económicas aún desconocidas; con el segundo estaríamos expuestos a un riesgo y peligro permanente dada su imprevisibilidad y falta de idoneidad técnica para la toma de decisiones.
Los cuestionamientos axiológicos y políticos que ha sufrido Mujica como líder de esa supuesta izquierda irracional e incoherente han llegado a extremos delirantes que claramente ponen en riesgo la unidad del FA. Como bien lo ha detectado el columnista del semanario Búsqueda, Daniel Gianelli, «…Lo curioso es que estos cuestionamientos del perfil, de la personalidad, de las ideas y de las convicciones democráticas de Mujica, no impide a los cuestionadores respaldar al líder del MPP como compañero de fórmula de Astori, la «fórmula ideal» con la cual el FA tiene asegurada la elección, según la opinión del presidente Tabaré Vázquez. ¿Nadie siente ningún conflicto en compartir la misma nave con quien despierta tantas dudas y temores? ¿Con la «barra» a la que se le atribuyen tan antidemocráticos procedimientos? Ahora bien, si Mujica acepta ser el segundo de a bordo, ¿estos cuestionamientos, que no son chica cosa, se olvidan y todo pasa a estar bien? Hay algo pues que no cierra…».
Si el objetivo es que la izquierda triunfe en octubre, entonces este tipo de cuestionamientos son un claro obstáculo para lograrlo. Y si hablamos de ambigüedad ideológica, entonces el cuestionamiento de los sectores racionales deberían apuntar al conjunto de la fuerza política, como bien lo ha planteado el politólogo Álvaro Rico en su informe como coordinador del capítulo Uruguay Democrático de la Fundación Liber Seregni. En ese informe, entre otras cosas, Rico habla de «indefiniciones o ambigüedades ideológicas» y se hace una pregunta medular: ¿cómo se articula la pragmática del gobierno con un discurso coherente y un modelo de cambios sustanciales?».
De todas formas, y más allá de que la descalificación y los agravios hacia Mujica tienen claros ribetes electorales, los cuales corren el riesgo de agravarse más aún en la medida que éste aparece a tres meses de las elecciones liderando cómodamente la internas del FA, lo que es necesario afirmar con claridad es que estos cuestionamientos son sencillamente falsos. Y lo son porque ha sido justamente el propio Mujica, casi en soledad y sin medir costos electorales, el que ha demostrado una especial preocupación por esa ausencia de debate ideológico en la izquierda, debate que se vuelve imprescindible si se quieren establecer sólidas bases de sustentación para definir el rumbo estratégico en la dirección de profundizar en las transformaciones que el primer gobierno del FA comenzó a implementar. Esa preocupación queda en evidencia si analizamos la entrevista que Búsqueda le realizara el 31 de diciembre de 2008 poco después que el Congreso del FA lo propusiera como candidato oficial. En esa entrevista, y cuando ya habían comenzado los primeros agravios y ataques, Mujica lanza una serie de ideas, insumos para un debate necesario.
En primer lugar, resucita un vocablo que la posmodernidad había sepultado y que la propia izquierda había incluso desterrado del horizonte utópico: el socialismo. Mujica no duda en concebir al socialismo no sólo como seña de identidad que se debe preservar y transmitir a las nuevas generaciones sino como una formación social y económica concreta superior al capitalismo global actual.
En segundo lugar, plantea que si bien el punto de partida debe ser la sociedad realmente existente, no es posible construir el socialismo en la pobreza. Por ello, hace énfasis en «la importancia de la cultura y el conocimiento y la importancia de masificar la presencia de riqueza material en la sociedad. Porque una sociedad pobre es una sociedad obligada a racionar permanentemente…es un mito que se puede construir el socialismo a partir de una sociedad pobre».
En tercer lugar, concluye, que el suyo «es un pensamiento filosófico. Se puede aplicar pero a largo plazo…»
De este conjunto de ideas que en general compartimos, nos interesa profundizar en el último punto.
El gran riesgo de restringir la creación de la nueva sociedad al plano exclusivo de las ideas, del pensamiento, es que, en la medida que no existe «visibilidad» y «tangibilidad» de la propuesta en la realidad concreta, no hay entonces ninguna garantía de que dicha idea, aplicada en un futuro indeterminado, no termine transformándose en algo nefasto y terrible, una réplica de todo lo malo ya conocido con el nombre de «socialismo real».
Tal vez, la manera de evitar el riesgo de volver a depositar la utopía en el horizonte es intentar construir «aquí y ahora», a través de la praxis consciente y voluntaria de los individuos, espacios que prefiguren el tipo de sociedad que se pretende universalizar. De lo contrario, siempre terminaremos reduciendo el planteo a una mera especulación filosófica de tipo metafísico.
Estos espacios, embriones de una sociedad futura cualitativamente superior, deberán lograr la implicación activa del individuo con esa sociedad que se esta construyendo, sin perder nunca la conexión con la realidad que se quiere transformar. En otras palabras, esos espacios embrionarios no estarían «fuera» de la sociedad realmente existente, sino que se construyen en el interior de la misma. Por ello, esos espacios deben configurar modos de vida, prácticas de producción y consumo, relaciones humanas que contrasten fuertemente y demuestren su superioridad con respecto a las relaciones que establece la sociedad capitalista actual, sociedad hoy fuertemente polarizada a nivel mundial entre incluidos y excluidos, siendo la inseguridad pública uno de los síntomas más elocuentes de esa fractura social.
En esos espacios alternativos, se debería buscar resolver las tensiones entre el desarrollo del potencial creativo de cada uno y el de los demás, entre la libertad como voluntad de iniciativa de acción y la igualdad como una justa distribución de capacidades para actuar, entre los proyectos individuales de autorrealización y la solidaridad social como logro de un bienestar general en el marco de una forma colectiva de desarrollo sustentable. En fin, en esos espacios se buscaría resolver la tensión fundamental entre el individuo y la sociedad, entre autonomía individual y responsabilidad colectiva, entre libertad e igualdad, entre estímulos materiales y estímulos morales, transformando dicha tensión en una articulación creativa de sensibilidades, expresiones, valores y acciones que puedan otorgar al individuo la posibilidad de crear el sentido vital ausente en una sociedad como la actual, una sociedad fuertemente marcada por subordinaciones de todo tipo: de clase, de género, étnicas, religiosas, generacionales, etc.
El 4 de noviembre de 2005, en otra entrevista, esta vez en el semanario Brecha, Mujica hacía una serie de consideraciones de carácter ideológico que mucho tienen que ver con lo anterior. Allí, entre otras cosas, decía:
«En el campo de las ideas estamos enfrascados en una visión distinta de caminos al socialismo y desafíos que tiene el socialismo en el mundo de hoy… la sociedad de consumo es la expresión subliminal, ideológica pero subliminal, de la acumulación capitalista de la época en la que vivimos. La cuestión de la austeridad no es una cosa que quede bien, es una cuestión de supervivencia, de cambio civilizatorio, quienes luchemos por el socialismo no podemos seguir metidos en esta caterva de valores. Decimos que abrazamos las ideas socialistas pero nos comemos la pastilla de la misma cultura, tendemos a vivir con las mismas formas y todo lo demás, y no le ponemos el pecho a la esclavización que significa el consumo. Creemos que hay que construir un nuevo arsenal de valores, no acompaño más esa visión que nos sembraron del pasado, que pudo haber sido correcta en su época pero que no me da explicaciones para desafíos que tengo hoy. (…)Yo me hago cargo de los fracasos históricos, pero no para sentarme en el cordón de la vereda y aplaudir a la sociedad en la que estoy y mejorarla un poco. No, no, hay que plantearse otra cosa. Cuando era joven la lucha de clases me explicaba algunas cosas, pertenezco a generaciones que pensábamos que cambiando las relaciones de producción iba a cambiar el mundo en el que estábamos; hoy me queda demasiado corto y poco radical ese planteo. El problema es civilizatorio. Creo que con la religión de la mercancía vamos a la ruina, vamos a la ruina con la vida humana; si la izquierda en el sentido filosófico no se ocupa de esto es porque deja de existir…»
Lamentablemente hace rato que la izquierda ya no discute estos asuntos… En un contexto fuertemente desideologizado, con la mercancía «colonizándolo» todo (desde la economía hasta la comercialización de los cuerpos e incluso de sus órganos, pasando por la cultura) y dados los «límites estructurales» que el sistema impone para la aplicación de un programa de transformaciones profundas, entonces se vuelve imprescindible la construcción de esos espacios alternativos antes descriptos. De lo contrario es más que probable el riesgo de terminar desdibujados, sin identidad, inocuos como fuerza de izquierda. Confinados a ser exclusivamente administradores y gestores de la lógica del capital; sistémicamente integrados y sin una diferenciación clara con una derecha conservadora que se transmuta en progresista, acabaríamos lamentablemente reproduciendo todo aquello que alguna vez nos atrevimos cuestionar.