Es un lugar común afirmar que a fines de los años 70 fueron implementadas las primeras reformas político-administrativas que inauguran el programa de la modernización autoritaria. Bajo este periodo identificamos procesos tales como i) la reducción del Estado y sus mecanismos de cobertura social, ii) el desmantelamiento del aparato productivo (terciarización y desobrerización de la […]
Es un lugar común afirmar que a fines de los años 70 fueron implementadas las primeras reformas político-administrativas que inauguran el programa de la modernización autoritaria. Bajo este periodo identificamos procesos tales como i) la reducción del Estado y sus mecanismos de cobertura social, ii) el desmantelamiento del aparato productivo (terciarización y desobrerización de la economía) y iii) constitución de una burocracia privada cifrada bajo los enigmáticos designios de una sociedad de servicios. No se trata de una argumentación meramente «localista», por cuanto a fines del mismo periodo Europa continental conoce a su manera la crisis gradual del denominado «consenso Keynesiano» (1950-1980).
Más allá de los cambios estructurales implementados bajo la modernización pinochetista, el conservadurismo chileno -concebido desde sus postulados ancestrales- no tiene una relación contigua o inmediata con las premisas del proyecto económico-social encabezado por los ‘Chicago Boys’. Nos referimos al famoso shock anti-fiscal. La colosal crisis de los años 20, entre otros factores, impide una relación inmediata entre los postulados conservadores y las posiciones liberales que «capotaron» con el laissez faire. Tampoco podemos hablar de una ontología unitaria entre ambas tradiciones. El filósofo chileno Renato Cristi, en más de un artículo, ha consagrado su trabajo a estudiar la «singular transición ideológica» de Jaime Guzmán, empresa que se extiende desde Jaime Eyzaguirre a Osvaldo Lira, hasta arribar finalmente a las tesis de Milton Friedman. Cabe subrayar que tras este divagar las ideas-fuerzas de Mario Góngora quedan -inexplicablemente- excluidas de facto.
Lo anterior nos permite identificar al conservadurismo como un sistema de creencias que -parafraseando a Alberto Edwards- apela a la figura de un Estado fuerte e impersonal, distante de aquellas posiciones instrumentales que están en la base del paradigma aplicado a fines de la década del 70. Cabe agregar que el modelo neoliberal se sirve de nociones tales como eficacia, control y neutralidad, consolidando un paradigma gestional que erradica cualquier lastre ético-normativo proveniente de un pasado «upeliento». De otro modo, toda significación que pueda abrumar la nueva «asepsia económica» debe ser erradicada de facto, por cuanto la modificación del modelo productivo -el shock antifiscal aprobado por la junta militar- se debe al incontrarrestable principio de la eficacia, excluyendo premisas conservadoras, estatales o liberal-reformistas.
Contra el sentido común, la presunta conducción conservadora de la política económica quedó excluida en los primeros años de la modernización pinochetista (1976-1981). En aquel contexto el discurso de los ‘Chicago boys’ apelaba a las leyes infalibles del monetarismo científico, a una conducción «no» ideológica del proceso social. Aquí tuvo lugar un barrido colosal de todas las tradiciones mesocráticas, una borradura de todas las figuras cívico-republicanas encarnadas en el régimen político fundado en y consolidado bajo el Frente Popular -el colapso de la topografía nacional/desarrollista-. Conviene recordar que la inspiración de la modernización neoliberal consiste en renunciar a los supuestos de una vida buena y establecer distancias de toda moral pública investida en la figura del Estado. Se trata, dadas las circunstancias históricas, de operar desde un «juicio de factibilidad» y desde una tecnificación del tejido social. Aquí se imponen un conjunto de procedimientos técnicos que basados en la experticia evitarían -según este paradigma- la regresión populista («decisión colectiva») del periodo nacional-desarrollista que experimentó América Latina.
A la luz de sus postulados clásicos el discurso conservador responde a otras premisas conceptuales respecto al plan económico-social impulsado por economistas e ingenieros especializados en la teoría económica de Chicago. Lo anterior nos permite identificar una distinción incómoda (pero muy necesaria), por cuanto se advierte una distancia constitutiva con los supuestos de Adam Smith y los mecanismos de autorregulación del mercado, a saber, la conocida mano invisible y su preponderancia bajo el periodo de la libre concurrencia -periclitada en la década de los 30-. La comunión moral del conservadurismo intenta compensar la desunión creada por el materialismo mercantil y el racionalismo liberal de Occidente, cuyo paradero fue el Jueves Negro de 1929. Esta tremenda lección histórica a comienzos de los años 80 fue notablemente retratada por Mario Góngora, quien a poco andar denunciaba las crisis de tradiciones cívicas en su célebre «Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile» (1981). Sin embargo, las implicancias públicas de su obra fueron incapaces de frenar la travesía que Guzmán había iniciado en torno a un proyecto de liberalización económico-social.
Lo anterior, pese a que el pensamiento conservador se apartaba del empirismo inglés y sus complicidades con el descalabro de la libre concurrencia (1929). En principio, para el mundo conservador si el orden social es concebido como el resultado de individuos yuxtapuestos llamados a establecer relaciones contractuales (provisionales) para la satisfacción de sus intereses inmediatos, tendríamos un paisaje similar al utilitarismo de Tomas Hobbes, remozado por John Locke: el orden social se torna aleatorio. Los sujetos sólo se ligarían por el factum de la norma, o bien, por contactos práctico-materiales, sin ningún otro tipo de apelación comunitaria. No existirían los grupos de mediación y las fuentes de solidaridad contarían con frágiles mecanismos normativos, salvo el campo de la contractualización y su dosis de atomización. Bajo esta perspectiva, la debacle en la cual se encuentra Occidente tiene lugar bajo el capitalismo de la libre-concurrencia a comienzos del siglo XX. Se trata de una fase de acumulación rapaz, por cuanto confía el orden social al crecimiento económico con el respectivo descalabro en los marcos de integración.
Es por ello que desde el conservadurismo era posible levantar una penetrante crítica al positivismo-atomista del liberalismo anglófono. Aquí era necesario explicitar el distanciamiento con una concepción contractual (liberal decimonónico) del orden social, por cuanto esta perspectiva prescinde de las «instancias normativas» (creencias, ritos, instituciones y tradiciones u otras formas de integración) que harían más estable el orden normativo basado en el respeto y/o la legitimidad de las herencias culturales. Así queda establecida una crítica al individualismo clásico del programa liberal y, por cierto, se trata de una conocida «estocada» a los supuestos centrales de la escuela Schmitiana. En paralelo, asistimos a una drástica separación del mundo conservador respecto de las premisas del laissez faire, agotada a fines de los locos años 20 como una profecía de aquello que Oswald Spengler designara como «la decadencia de Occidente».
Hasta aquí, podemos constatar una diferencia político-conceptual entre la racionalidad conservadora y su concepción sobre autoridad, tradición y Estado -expuesta en la conocida obra de Mario Góngora- respecto de las premisas del paradigma gestional de los servicios. Por lo tanto, si bien es posible trazar una primera «fricción» entre la Escuela de Chicago y el discurso conservador a fines de los 70, también corresponde adelantar una explicación en torno a la posterior hegemonía de la modernización -que años más tarde dio lugar a un pastiche neoconservador-.
Ello se torna necesario, pues sin perjuicio de las tres décadas de decantación histórica, debemos explicarnos la posterior transición a un binomio que pretende articular dos registros inconmensurables. De un lado, las tradiciones valorativas, de otro, las libertades económicas. Efectivamente, el imaginario conservador (comunidad moral, orden, familia, instituciones, trabajo y autoridad) está vinculado a compromisos ontológicos que se tornan controversiales con las tesis referidas a agentes particulares que reconocerían en el mercado el despliegue de sus facultades cognitivas. Es por ello que autores como Milton Friedman y F. Von Hayek han retratado sus ideas en la libertad de elección para dar cuenta de esto último, a saber, el discurso gestional acerca de crecimiento económico, sistema de vouchers, indicadores de logro, emprendimiento y desregulación tiene como trasfondo la edificación de la sociedad de consumo.
Si bien la década de los 70 marca una inflexión colosal en el lenguaje del mundo conservador, por cuanto la aplicación de un diseño modernizador resulta tener un carácter vinculante con un conjunto de tecnopols estratégicos en el proyecto del gobierno militar, ello viene a representar un potencial riesgo «identitario» y «programático», pues los partidos de derechas quedan capturados bajo el viraje liberal hacia el paradigma subsidiario. Quizás esta variante del conservadurismo, proveniente de ramificaciones más genuinas, entroncó con los aspectos utilitarios-atomistas más sombríos de la modernidad -representados crudamente en la figura de los ‘Chicago Boys’-.
A partir de lo anterior nos resta explicar cómo a comienzos de los años 80 el discurso conservador debe «articular» dos planos discursivos que responden a postulados antagónicos pero que, sin embargo, se fusionan por la vía de la racionalidad instrumental contribuyendo a reducir el margen de acciones que anteriormente era resuelto desde el Estado. No podemos soslayar esta «peculiar» mutación entre dos campos argumentales que obedecen a diversos sistemas de significación y que dieron lugar a la fusión liberal-conservadora. Todo indica que el giro obligatorio del conservadurismo es algo posterior a los ajustes antes mencionados, a lo menos un quinquenio, y consiste en su necesidad de adaptarse y apoyar el factum de las transformaciones ya activadas desde la segunda mitad de la década de los 70 por la Escuela de Chicago; esta vez liberales y conservadores se sienten interpelados por una vocación antiestatista (léase antiallendista) y por ello suscriben al principio de subsidiariedad.
Se trata de una compleja convergencia para fortalecer el campo de las transformaciones ya ejecutoriadas desde 1976 bajo la doctrina monetarista. Entre 1976, año inaugural del programa antifiscal, y 1983, fundación de la UDI, han trascurrido importantes transformaciones estructurales. En el marco de esta reconstitución de los partidos de derecha, la Unión Demócrata Independiente tiene como tarea estratégica y programática la validación de la dictadura y la elaboración de un «vínculo instrumental» que legitime una realidad ineludible: la libre competencia auspiciada por la modernización autoritaria. Por todo lo anterior, podemos indicar una primera distinción entre conservadores y liberales bajo el paradigma clásico, sin embargo, no existe a la fecha una explicación satisfactoria sobre este tráfico de supuestos -más allá de su consabido carácter hegemónico-. Esta mutación a procedimientos y axiomas da cuenta de un pragmatismo que explica las tensiones coyunturales que actualmente tienen lugar dentro de la desdibujada Unión Demócrata Independiente (UDI). En este sentido, las decisiones del líder del gremialismo nos arrojaron a un barril sin fondo, a un sitio eriazo. Ello dio lugar a una crisis de relato comunitario. Una atrofia de las representaciones institucionales que abrió Arturo Alessandri (1920). A poco andar hemos sido testigos fúnebres de una derecha especuladora y oligopólica que no interroga los límites de la acumulación financiera. Una elite librada a la desmemoria, a la borradura de su propio archivo republicano, en caída libre a la post-historia del neoliberalismo. Esta nueva elite no busca reinstalar las fronteras epocales, ni menos los rituales del bronce parlamentario. Llegamos al ‘descampado’ de la libre acumulación y la derogación de las fronteras del Estado desarrollista (1950-1970). Guzmán no vaciló en aplicar una cirugía mayor. De un lado, se desentendió del universo conservador que representa Mario Góngora y, de otro, contribuyó a la vorágine de la acumulación financiera desmedrando el relato conservador desde la velocidad suntuaria del consumo. Así queda consumado un doble parricidio que conduce al actual sepelio de la derecha. Qué duda cabe, el líder del gremialismo giró fatalmente hacia recetas liberalizantes y debe ser recordado como el gran arquitecto del manicomio neoliberal…
http://www.elmostrador.cl/opinion/2014/05/08/jaime-guzman-el-arquitecto-de-un-doble-parricidio/