He terminado de ver la serie televisiva titulada con el nombre del lugar que encabeza este análisis. En 1607 un grupo de colonizadores ingleses construyó una diminuta aldea en Jamestown, Virginia. Portadores de una cédula de la hija del Rey Jaime I de Inglaterra, fundaron la primera colonia inglesa que sobrevivió. A partir de ella se levantó el posterior estado de Virginia de lo que más tarde sería La Unión y luego Estados Unidos. Muy interesante. Trata de la más originaria, cautelosa y tortuosa invasión anglosajona de aquel casi medio continente de América del Norte.
Aparte de la trama, por supuesto novelada, pienso que, dado que no es propio de la índole y estilo inglés mentir, velar, tergiversar u ocultar la realidad histórica, aunque el relato de unos hechos o un acontecimiento histórico no deje en buen lugar a Inglaterra, en lo sustancial el relato de esta serie ha de ser bastante aproximado a lo sucedido en aquel asentamiento de Jamestown en los años 1600. Por eso presto especial atención a los presuntos, pero también probables aspectos de la mentalidad social dominante en tan extraordinario hito histórico, desgajada a su vez de la mentalidad social de la metrópoli de aquel tiempo. En cualquier caso, La House of Burgesses (Cámara de los Ciudadanos) de Virginia fue establecida en 1619 como el gobierno electo de la colonia, y fue la primera asamblea legislativa del Nuevo Mundo. El interés de la serie está servido.
Porque los creadores de esta obra, a buen seguro se han esforzado en hacer cuanto menos un boceto del modo de pensar general en Europa en los inicios del siglo XVII, un siglo después del Descubrimiento, y por supuesto de los ingleses aventureros que protagonizaron aquel hecho memorable. Y adivino hondas diferencias en la idiosincrasia entre españoles e ingleses en similares circunstancias, como son los momentos de la ocupación por los españoles de la isla La Española, que comprende actualmente los estados de Haití y de la República Dominicana. En todo caso dejando a un lado la trama novelada, considero esta serie televisiva lo que sin duda se han propuesto sus autores: un documento histórico, psicológico, sociológico y antropológico. Los enredos entre los personajes del argumento forman parte de la imaginación, pero también parte de una mentalidad social enrevesada enfrentada a una situación muy compleja y hasta entonces inédita, en contraste con la peripecia solitaria de Robinson Crusoe que hubo de sobrevivir con sus artes, habilidades y su exclusivo pensamiento durante 27 años…
Los rasgos de los hechos de hace más de cuatro siglos son, en primer lugar, la irrupción y progresiva penetración de los ingleses, financiadas por una Compañía que, cómo no, esperaba cuantiosos beneficios; en segundo lugar, penetración en principio no hostil por estar inicialmente los invasores en franca minoría respecto a los “naturales” y porque precisaban de estos eventuales ayudas pues el avituallamiento de la colonia era sumamente complicado; en tercer lugar está la política, la política de la ocupación de un territorio ajeno sumamente alejado de la metrópoli; y en cuarto lugar, la política entrelazada y yuxtapuesta a los valores religiosos y al predominio de la visión teológica del continente europeo de la época y por supuesto de los aventureros, combinada con tres desafíos: complacer entre todos los que navegaron hasta Jamestown la voluntad regia, con todo lo que ello suponía, la prosperidad ansiada personal al compás de los rendimientos esperados por la Compañía y, en una primera fase, consensuar con los nativos. Todo vertebrado en torno a una serie de reglas y normas militares para civiles de la colonia, arbitradas por el gobernador de la misma y aplicadas sumaria e implacablemente.
Por otra parte, en la observación de tan exótico e histórico panorama resalta poderosamente el siguiente detalle: lo poco que ha cambiado el trasunto eterno de las dos clases de moral que fluctúan en toda sociedad. Pues en toda sociedad hay, por un lado, una moral general, pública, colectiva ideada desde tiempo inmemorial por dirigentes religiosos y después también civiles, para el pueblo más tarde ciudadanía, y, por otro lado, una moral (prácticamente una contra moral) que se reserva para sí la clase dirigente al límite de la conciencia común, forzada a superar los obstáculos que la moral popular representa para el poder. Los propios dirigentes, al elaborar las leyes teóricamente para todos, se cuidan de brindar a la justicia la forma de interpretarlas y de aplicarlas de una manera descaradamente desigual, en función del rango social del infractor, y frecuentemente un cabeza de turco, esa persona a la que se acusa y se hace responsable para impedir que el o los auténticos culpables sean juzgados. Así, lo que para la sociedad en su conjunto es un expolio, una infamia o una felonía, para los dirigentes es un privilegio. En resumen, una moral “de los esclavos” por una parte, y una moral “de los señores” por la otra, en la terminología de Nietzsche. Como siempre ha sido y sigue siendo. Y en la serie, inicialmente tres personajes, hasta la constitución de la asamblea, se encargan de las normas iluminadas por unas mismas creencias trufadas de intolerancia, y de hacerlas cumplir. Toda la trama centrifugada por una misma concepción del mundo y de la existencia con raíz en la metrópoli, pero eso sí, necesitada de mucha disciplina y buenas dosis de astucia al servicio tanto de un pragmatismo superior como de las divergencias individuales que a pesar de todo justifican en muchos casos la eficacia de la deliberación. Al final, la invariable condición humana desde entonces y hasta hoy, concentrada y estampada en el asentamiento con el toque del estilo de una determinada sociedad y de una determinada época.
Así es que como espectador me situé ante la pantalla como el observador de un acuario casero o un zoo en miniatura. Eso es lo que más o menos hace el antropólogo. Y para afrontar un estudio antropológico de un hecho aislado es preciso adoptar una de estas dos descripciones: la emic o la etic. O las dos sucesivamente tras un cierto espacio de tiempo. Una descripción emic de una cierta costumbre o de una cosmología está basada en cómo quien la sigue explica su significado y los motivos de la una o de la otra, adentrándose el estudioso en la convencional psicología de la cultura a que pertenecen la costumbre o la cosmología de unos actores dados. Una descripción etic es una descripción del observador desprovisto de cualquier intento de descubrir el significado y los motivos de esa costumbre o de esa cosmología; es decir, una descripción desde la mentalidad más general de la sociedad a la que pertenece el observador. Yo no pertenezco a la sociedad inglesa, pero en este caso, siendo español, procuré situar mis cinco sentidos en la mentalidad del siglo XVII en que discurre la historia de la serie que fluctuaba entre el papismo y la Reforma. Y de momento distingo con claridad la de quienes, aun impregnados de la cosmología y creencias cristianas, ya habían superado el dogma católico por la Reforma Luterana y subsiguientes reformas, de lo que se deriva una mayor tolerancia y una diversidad intelectiva de caracteres casi impensables en la mentalidad de los protagonistas de aquel tiempo del imperio español. Porque aún ausente de la trama, contrastando con una cierta pero mayor flexibilidad y tolerancia de los ingleses, se adivina una mentalidad impermeable tallada por el dogma de los papistas, por una extrema austeridad y una extrema fiereza respecto a los infieles, esto es los discrepantes y los “diferentes”. La sodomía, por ejemplo, estaba condenada en todas partes y por supuesto también en aquella colonia, pero siendo castigada la sodomía en el asentamiento al igual que lo era en la metrópoli, se perseguía la práctica obscena pero no propiamente al homosexual o al considerado como tal; algo que dudo mucho sea imaginable en la sociedad española de aquel y de sucesivos siglos, y casi casi hasta ayer. Quizá porque si la religión de los ingleses y de las distintas religiones periféricas cristianas tenían su centro de gravedad en Jesucristo, la religión española lo ponía en Dios, idea mucho más abstrusa que no dejaba margen a la interpretación y menos a la elucubración, como sentenciaba el dogma: “eso que queda de una idea después de haber sido aplastada por un martillo pilón” (Ortega y Gasset).
La lógica que comprendería cada una de las dos descripciones citadas es, pues, lo que me interesa. Cuatro siglos en materia de mentalidad no son tantos ni los cambios son tantos como parece. La distancia en comportamiento e ideas de los individuos que hacen la historia ajenos a la mera posibilidad de pensar y comportarse como el individuo medio, es lo que “regula” la civilización, lo que pone a ésta su marchamo. Los que van en cabeza con sus iniciativas, sea su guerra o su molicie, pero arrastrando consigo al individuo común, es lo que identifica a cada sociedad y a cada época. Ellos hacen la historia. El resto la sufrimos. Pero si se observan detenidamente en la serie los acontecimientos y las conductas de los personajes tanto en conjunto como por separado, las verdaderas y más notables diferencias se centran, por un lado, en la ontología de la mujer y en su papel secundario, pero a la postre influyente y, por otro, en el modo de ejercerse el poder con castigos más o menos improvisados, severísimos y desproporcionados con respecto a la posteridad. Pero al mismo tiempo, con conciencia de la oportunidad y eficacia del ejercicio asambleario al diluirse así la responsabilidad de las decisiones. Por eso observo que las diferencias en la naturaleza y respuesta del poder frente a lo que se le interpone, pasados cuatro siglos no son tantas. Los humanos que representan al depredador siguen practicando la invasión, la ocupación y la guerra escudados en falacias y pretextos que hacen sonrojarse a la humanidad no menos que cuando pensamos en el siglo XVII, si no más. El cambio que al menos por ahora observo que destaca en el tiempo que vivimos es la general repulsa por la inveterada tentación del caudillaje…
Con ello y aunque he de proseguir el estudio, de momento me detengo en estos “pormenores”: primero, el ser humano común intrínsecamente considerado, no es en esencia muy diferente del humano de 1600, y segundo, las diferencias entre el humano que entonces tocaba poder y el que lo toca ahora consisten en una suerte de revolución interna antropológica, la de una imaginación liberada de dogmas y de falsas verdades de granito. Y, como consecuencia de ello, en la supresión de todo prejuicio y de toda moralidad que no sea el mínimum del mínimo moral que es el código penal. Más allá del código penal no hay virtudes ni defectos. Todo está permitido. Y todo a su vez escondido también entre los pliegues de esa imaginación liberada de los poderosos de hoy, que constantemente maquinan laberintos de sofisticaciones al servicio de unas políticas dignas de estudio, para una historia de las coartadas intrincadas y de las excusas insolentes…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista