La importancia del tres reside en que en este número se concentran los elementos fundamentales de todo lo existente: Tesis, antítesis y síntesis. Porque siempre, entre dos conceptos extremos, se encuentra la objetividad incomprensible de los eternos paradigmas que nos rodean, sin que podamos abarcar en su totalidad a cualquiera de ellos. Así, Bondad y […]
La importancia del tres reside en que en este número se concentran los elementos fundamentales de todo lo existente: Tesis, antítesis y síntesis. Porque siempre, entre dos conceptos extremos, se encuentra la objetividad incomprensible de los eternos paradigmas que nos rodean, sin que podamos abarcar en su totalidad a cualquiera de ellos. Así, Bondad y Maldad, Virtud y Defecto, Amor y Odio, Verdad y Mentira, Honradez y Deshonestidad, Vida y Muerte, Nobleza y Ruindad, Justicia e Injusticia, Todo y Nada, Belleza y Fealdad, Orden y Caos son valores que tomados en forma absoluta no existen en este mundo, porque la realidad es algo intermedio que florece como la alternativa real a estos conceptos.
Estos valores absolutos son la tesis y la antítesis que generan la síntesis que percibimos y nos impele a algunos, que buscamos la perfección mediante la eliminación de los defectos humanos, a aceptar los primeros y rechazar los segundos, al transitar por el solitario y desconocido camino que conduce a la superación individual; en cambio a otros, que viven a la bartola como si fuesen inmortales, a deambular por la interminable caída a la que conducen las rutas de la degradación de la especie humana. Por esta razón, incluso en la época de mi mayor incredulidad, llevé arraigada en la mente la imagen de Jesús, por eso siempre lo admiré con profundo respeto y con mucha más razón ahora que con el paso del tiempo algo he aprendido de la vida. Durante la más importante celebración cristiana, la Pascua de Resurrección, se escuchó tanto sobre Él que, como buena alternativa, medito ahora en su natividad acerca del impacto de su mensaje en nuestros espíritus. La conclusión a la que he llegado dista mucho de ser la verdadera, pero por ser mía la quisiera compartir con ustedes y ver qué piensan sobre este tema sobrecogedor y místico.
Hay tantas teorías y especulaciones de todo tipo, abundan las creaciones artísticas, las piezas musicales, los libros, los relatos, las novelas, las leyendas, las películas, los poemas y los ensayos, que no importa escribir algo más sobre lo mismo. Es muy posible que este pensamiento hubiera sido expresado alguna vez antes, no lo sé; enhorabuena si es que es así, pues eso significaría que no se está sólo en el mundo.
Luego de meditar sobre el fenómeno del cristianismo, he llegado a la conclusión de que la existencia histórica de Jesús no tiene importancia real, tampoco la tiene la verosimilitud de los hechos narrados en la Biblia, ni la precisión teológica del contenido divino de su doctrina, ni la demostración fehaciente de que, desde el punto de vista científico, los milagros narrados en los cuatro Evangelios son imposibles, pues, creyésemos lo que creyésemos, el cristianismo seguirá agotando hasta la saciedad toda la profunda incógnita humana, mostrándonos, con ese derroche de fe que lo caracteriza, que hasta la calendas griegas dicha doctrina proseguirá persistiendo con tanta fuerza, como hasta ahora. Es que la personalidad de Jesús y su trascendencia social superan en mucho la discusión que bien pudiera darse sobre cada uno de estos espinosos temas. Con esta afirmación no se quiere herir la fe de nadie sino intentar comprender porqué la figura de Jesús sobrecoge a quienes meditan sobre su mensaje y sobre el contenido intrínseco de su doctrina.
Pienso que a lo largo de casi dos mil años, su crucifixión ha pesado tanto sobre el género humano porque en lo profundo de nuestra consciencia nos sentimos responsables y partícipes de tan abominable crimen. Es que en nuestro interior coexisten el Bien y el Mal, y comprendemos que somos seres humanos tan complejos que en numerosas ocasiones no nos entendemos ni a nosotros mismos; es más, muchas veces hemos tenido que hacer un gran esfuerzo por no explotar como nos hubiera gustado hacerlo, aunque también hay momentos en los que nuestras actuaciones nos hacen sentir orgullosos de sí mismos. Pero en cambio, Jesús es la Perfección. Él es al mismo tiempo bondadoso y la Bondad total, en oposición a la Maldad, caracterizada por el demonio; Él no sólo es un dechado de virtudes, representa también la Virtud perfecta, en oposición al Defecto, encarnado por el diablo; Él nos ama con un Amor cabal contrario del Odio, verdadera esencia del Lucifer; Él no solamente que no miente sino que es la Verdad evidente, en cambio, Luzbel es la Mentira; Él no es que es honrado sino que es la efigie de la Honradez sin mácula, cuyo reverso, la Deshonestidad, está reflejada en el demonio; Él no solamente ofrece vida eterna sino que es la Vida en sí misma, al contrario de Belcebú, que simboliza la eternidad de la Muerte; Jesús, además de ser noble, es la Nobleza viva, mientras que la Ruindad es infernal; Cristo, además de ser justo, es la definición de la Justicia incuestionable, al mismo tiempo que la Injusticia es de naturaleza demoníaca; por definición, Jesús nos da todo lo Bueno, pero el demonio sólo da Maldad; Jesucristo no sólo es Bello, es también la representación de la Belleza, en cambio el diablo es la Fealdad por excelencia; el Orden está regido por Cristo y el Caos por el demonio. De esta manera, Jesús y el Maligno, tesis y antítesis que nos rodea, se ofrecen como alternativas viables para nuestro libre albedrío.
Este Ser divino tan perfecto, Jesucristo, en la tragedia descrita por los evangelios, es juzgado por nosotros, encarnados por el Imperio Romano, que lo martiriza, y en el pueblo de Israel, que no lo acepta; también es traicionado por nosotros, personificados por Judas; por otra parte, igual que Poncio Piltatos, intentamos sin éxito lavarnos las manos en nuestro diario vivir. Pero no siempre actuamos como estos nefastos y rastreros personajes, en ocasiones dudamos, como el apóstol Pedro, y lo negamos, en otras, nos comportamos bien e imitamos a los buenos, a los que ayudaron a Jesús en su épica pasión. Es más, a veces nos hubiera gustado vivir aquella jornada para intentar brindarle nuestro apoyo, sin comprender que a lo mejor hubiéramos flaqueado en el momento oportuno. El martirio de Jesús crea tal complejo de culpa en cada uno de nosotros, que nos sentimos cómplices y actores de su tragedia al no poder aceptar su mensaje, sin caer en cuenta de que por ser la síntesis de su tesis nos convertimos en seres humanos, y en nada más que eso.
Somos realmente tres actores: Jesús, la tesis de las primeras cualidades; el diablo, la antítesis de las segundas; y nosotros, síntesis de ambas, y actuamos como actuaría cualquiera de sus verdugos por no querer abordar la alternativa real, buscar la perfección mediante la eliminación de nuestros defectos y transitar por la senda que nos conduce a la superación individual, pues la cruel objetividad del mundo nos impulsa a actuar según los dictados de nuestros instintos primarios, los mismos que nos ordenan sobrevivir a toda costa, inclusive atropellando los derechos del prójimo y haciendo oído sordo de su mensaje, por cierto bastante difícil de acatar. Es por la aflicción de no poder seguir sus huellas que, a ratos, nuestra consciencia nos martiriza y nos impide descansar con sosiego. En ocasiones, caemos en cuenta de nuestro craso error y enmendamos para poder vivir en armonía con nosotros mismos; en esos ratos sobrevivimos al diluvio de defectos que agobia a todos.
He aquí el resumen del número tres: Jesús, el diablo y nosotros mismos.
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