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Jesús (Zeus, Dios) era conocido como «El Caballo» en la Roma Imperial del siglo II por un grave e «inocente» error de los Padres de la Iglesia

Fuentes: Rebelión

El personaje de Jesucristo sigue siendo un enigma, «un gran desconocido» que hizo su aparición pública, como salido de la nada, cuando frisaba con los 30 años. Mientras en Grecia la razón, el espíritu científico, la filosofía, etc., llenaban el alma de todas las academias, la religión lo impregnaba todo en Tierra Santa y era […]

El personaje de Jesucristo sigue siendo un enigma, «un gran desconocido» que hizo su aparición pública, como salido de la nada, cuando frisaba con los 30 años. Mientras en Grecia la razón, el espíritu científico, la filosofía, etc., llenaban el alma de todas las academias, la religión lo impregnaba todo en Tierra Santa y era frecuente -de ello da numerosos testimonios La Biblia – el surgimiento de profetas y mensajeros que hablaban a través de la boca de Dios, inspirados por el Creador, o simplemente porque se sentían elegidos para realizar grandes misiones que transformarían el mundo. Entre «los enviados» había personas de todo tipo (de lo que hace una parodia genial los Monty Python en su obra «La vida de Brian») e incluso, lo que es normal en esa atmósfera, individuos con trastornos mentales que, aunque no precisaban tratamiento médico, necesitaban reposo en lugares santos, con mucha paz y música celestial.

Las teorías más conocidas -siguen siendo teorías porque no han podido ser demostradas- muestran a Jesús como a un gran rabino que conocía el Antiguo Testamento; un hombre influido por los esenios, secta que predicaba el amor a los débiles, a los pobres y a los esclavos; «un pastor» que denunciaba la brutalidad de Roma y llamaba a la rebelión contra la injusticia; un nacionalista antirromano, como afirma el historiador de las religiones Fernando Bermejo Rubio en su libro «La invención de Jesús de Nazaret» (Ed. Siglo XXI, 2018) obra que está teniendo una excelente acogida internacional y acaba de ser presentada en las Universidades de Salamanca y de Cambridge, etc.

Al parecer los estudiosos de la figura del Nazareno coinciden en que los Cuatro Evangelios del Nuevo Testamento: El Evangelio según San Mateos; El Evangelio según San Marcos; El Evangelio según San Lucas y el Evangelio según San Juan, que hablan de los milagros y obra de Jesús, son «una falsificación, una adulteración» de escritos cristianos que se escribieron con multitud de firmas cuando las enseñanzas de Los Emisarios (Sheliyajím, Apóstoles), todavía estaban frescas. Entre otros, el escritor Fernando Conde Torrens aseveró en su obra «Simón, Ópera Prima» (Ed. Alta Andrómeda, 2005) -trabajo que le llevó diez años de investigación- que «ese legado primitivo» sirvió de «corpus doctrinal» para construir «al gusto de la Iglesia políticamente correcta» las enseñanzas de San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan (borrando todas las firmas y dejando sólo las del cuarteto, afín de edificar un mensaje «unificado y compacto».

Fernando Conde ha declarado repetidas veces que «hubo una manipulación monstruosa» y que «no soy la única persona ni la primera que conoce eso. Estoy convencido de que El Vaticano sabe que son falsos» («Los cuatro Evangelios»).

Para los descendientes de los esenios de la época de Jesús no hay duda de que «los escritos originales, los primitivos», se encuentran en una biblioteca secreta de El Vaticano. Yo no sé si esa afirmación (también sospecha eso Fernando Conde) no es más que humo o una terrible realidad que, tanto los seguidores de Cristo como los amantes de la verdad histórica, deberían saber para no vivir «engañados hasta el final de sus días». Si «esos evangelios primitivos» (y peligrosos) hablan de Jesucristo «sin ningún tipo de censura», el Papa y la Santa Sede deberían rendir cuentas porque todo, pronto o tarde, sale a la luz. Si no hay nada que ocultar, nada, todos felices y comiendo huesos de santo y perdices.

Como se sabe, la figura de Jesucristo se construyó en el Concilio de Nicea (celebrado en el 325 d.C. siendo emperador Constantino). En ese cónclave al que asistieron unos 320 obispos se decidió -utilizando leyendas de otras religiones orientales, como el mitraísmo, crear a Cristo Rey. A un Dios trinitario, (En Egipto ya estaban Osiris, Isis y el Niño Horus; En India, Brahma, Visnú y Shiva, etc.,) nacido de una madre virgen en una cueva, etc. Al final, la fórmula funcionó y Constantino dio unidad religiosa a su imperio para que se eternizara con un mensaje divino.

A Jesús los paganos le pusieron el apodo de «El Caballo», y por ese mote se le conocía en el siglo II. Eso se debió a un grave error de los Padres de la Iglesia. Los apologistas del Mesías quisieron helenizar el nombre hebreo del Nazareno, a saber YaHShajH, y lo dejaron en IE»SÚS, escrito en grafía griega. La idea era identificar a «IeSÚS» con «Zeus, Dios», pero no se percataron de que el vocablo «SÚS» en lengua hebrea se pronuncia como «Caballo«. En el dibujo de portada se dice: «Alexamenos, (que debía ser el nombre de un cristiano y al mismo tiempo una alegoría de la cristiandad) venerando a su Dios» (Un caballo, aquí para más mofa, un burro).

El error de los apologistas del cristianismo, que tuvo un efecto contrario al esperado en aquellos tiempos, ha sido objeto de serios estudios. La helenización del nombre hebraico de Jesús fue recogida por el célebre teólogo estadounidense James Strong (1822-1894), en su magnífica obra «La Concordancia Exhaustiva», en la que codifica el vocablo hebraico para «Caballo»: «SÚS», con el número H5483. El trabajo del Doctor Strong se ha considerado durante más de un siglo la mejor herramienta de trabajo para interpretar la Biblia.

«El grafiti» de burla de «los cristianos adorando a un burro» tiene un profundo significado hermenéutico. La cruz, en la antiquísima cultura faraónica, era un símbolo fálico (sexual) del ocultismo. Alexamenos abriendo los brazos «quiere saber la verdad entregando su corazón a un asno». La pintada, que refleja la irreverencia romana hacia Jesús, es al mismo tiempo un guiño a la vieja cultura griega que se mofaba de los egipcios por su manía de adorar a los animales.

Tras el Concilio de Nicea los cristianos prohibieron la crucifixión en todo el imperio, pero no otros castigos brutalmente crueles como obligar a los condenados a beber, con la boca bien abierta, plomo derretido.

Blog del autor: http://www.nilo-homerico.es/